A portagayola

18.05.2018

Pasad, jovencitos, pasad. ¿Una copa? ¿Demasiado temprano? Los periodistas modernos corréis mucho y bebéis poco. ¡Carajo! Sentaos donde podáis. Estas habitaciones no tienen muchas comodidades. ¿Unas preguntas? Claro. Pensé que esta historia no interesaría después de todo lo que ellos dijeron de mí: amaños, alcohol, locura... ¡Calumnias infundadas! ¿Que soy el último testigo? Así es la vida. Un mundo se pudre y otro se pelea por sus despojos. Los buitres sobrevuelan... ¿Nada de rodeos? Entendido, al grano. ¿Aquella tarde? Se fraguó el mito de mi abuelo. Eso sucedió. Luego dijeron que fue un desgraciado con estrella. Que tanta suerte en el juego le trajo la desdicha. Habladurías, rumores. Ya sabéis. Los periódicos engordaron su leyenda con amaños y lanzadores untados. El abuelo sabía por dónde irían los tiros, y por eso llegaba a las escuadras a tiempo. ¡Pamplinas! Lo sé, lo sé. Cuesta creer la historia. Un portero imbatible desde los once metros durante diez años. Pero los milagros son eso. Y yo lo vi con estos ojos. Como también vi a los periódicos ensalzarlo y después crucificarlo. ¿Él? Siempre chitón. Los porteros mastican monosílabos. ¿Su palabra? A misa. Solo la faltó aquella vez. Juró que no volvería a la portería «ni por todo el oro del mundo», y volvió. ¿Por qué? Eso se lo llevó a la tumba. Unos dijeron que por fama, otros que por dinero. ¿Yo? Porque era su don. No eran un castigo. Los penaltis no le mataban como al resto de porteros. Pagó su precio fuera del campo, eso sí. Con creces. Cuantos más detenía, más solo se quedaba. Primero sus hermanos. Después la abuela, cuando mejor paraba. Mi padre, su único hijo, en la cúspide de la fama. Murieron uno tras otro hasta que solo le quedé yo. ¿La gente? De todo. Qué van a decir. Lo más suave que trataba con el diablo. En los pueblos, ya sabéis, la envidia tiene lengua de víbora. ¿Aquella tarde? Nunca la olvidaré. La última vez que le vestí de corto. Con catorce años yo era el Arenero. El mote y el rastrillo fueron toda la herencia que me dejó mi padre. Corría el verano del 50. El sol achicharraba el vuelo de las moscas, pero los dos tendidos se llenaron a reventar. Natural, con aquel cartel: «ÚLTIMA ACTUACIÓN DEL PORTERO-TORERO. PENALTIS A PORTAGAYOLA». Los jóvenes brindaban con pacharán al son de la banda. Los viejos señalaban la portería, en el centro del ruedo. Mientras, yo rastrillaba la arena para evitar botes traicioneros. ¡Cómo lo disfrutaba! ¿Con el alcalde? Sí. Me hizo la seña y fui hasta los toriles. «Deséale suerte al maestro», me lanzó el humo del puro. «Hay miles de duros en sus guantes». ¡Aquello no era suerte! En la enfermería, el abuelo, en calzoncillos y camiseta de tirantes, esperaba en una banqueta de mimbre, sentado como un rey en su trono. «El alcalde...». Me cortó con un gruñido: «¡Buitre carroñero!». Así se lo conté a ellos. Pero apuntadlo. La pluma de un periodista puede cambiar una historia, ¿verdad? ¿Los periódicos? No, no los tengo. Ellos me lo quitaron todo al entrar aquí. Menos la memoria, eso nunca podrán. Dijeron que tenía tratos con el alcalde, pero ni una sola prueba... ¿En la enfermería? Todo listo, sobre la mesa. La camiseta de cuello de cisne doblada con los brazos en cruz. Los calzones. Las despellejadas rodilleras. Medias y botas. La gorra. Y los guantes con los que había detenido el mítico penalti a Rasputín, capitán del Club Olímpico. Ahí empezó todo. Última jornada del campeonato, si Rasputín marcaba, campeones. Colocó el balón en el punto de cal. El abuelo clavó la rodilla derecha en la tierra y abrió los brazos, como delante de un miura. ¡Lo detuvo a portagayola! Todo el pueblo lo sacó a hombros... ¿Otro duelo con Rasputín? Sí, lo hubo. En las fiestas, Rasputín apareció en la verbena y le retó a pararle uno de cinco. El abuelo, con los calores del vino, le retó a que le marcase uno. Apuraron los chatos. Varios mozos trajeron la portería a la plaza de toros. Cinco penaltis lanzó Rasputín, cuatro detuvo el abuelo. El quinto, hizo su portagayola y el balón se estrelló en el poste. «¡Lo ha desviado con los ojos!», gritaban. Desde entonces, la historia del portero-torero corrió de pueblo en pueblo. Imaginad que, durante la República, en las fiestas aparecían futbolistas para chutarle. Ninguno lo batió. En el frente, le pusieron a prueba muchos soldados. Ni un solo gol. ¿Sabéis la leyenda de la tanda? Eso es. Cuando su batallón fue capturado, si paraba el penalti, salvaba al prisionero. ¿Él? Jamás habló de esos años. Nunca. ¿Después de la guerra? Más de un vecino hizo el agosto con las apuestas. Decenas de periodistas vinieron a ver el milagro. Transportar la portería hasta el ruedo se convirtió en una procesión. Cientos de futbolistas buenísimos peregrinaron al... ¿Todos comprados? ¡Eso es de locos! ¿Lo de Bernabéu? Yo no le vi, pero se habló. Y si el río suena... Volvamos a la enfermería, sí, claro. ¿Algo raro? Le vestí de corto, como siempre. Solo dijo, al ponerse la camiseta: «Cómo pesa el uno». Nada más. Enfundó los guantes en el bolsillo trasero del pantalón, y se calzó la gorra. Entonces, golpearon en la puerta. «La hora», dijo un guardia. El abuelo me posó la mano en el hombro: «Al ruedo». ¿Detenerle? Ni se me pasó por la cabeza. Los guantes se bamboleaban a ritmo de pasodoble mientras atravesábamos el patio de cuadrillas. Sin mirar atrás, los desenfundó. Nos acercábamos a la luz y su sombra se alargaba en la arena... ¿Puntos oscuros? ¡Todos los milagros los tienen! Vosotros me creéis, ¿verdad, chicos? ¿No hay más preguntas? ¿Tenéis que iros? ¿De verdad no os apetece una copita? Sí, lo recordaré: Mañana a la misma hora. Prepararé los licores. Los periodistas de mis tiempos bebían con... ¿La pastillita? Sí, ya me la he tragado.

(Cuento publicado originalmente en la sección El (des)cuento de la revista Panenka).


miguel ángel ortiz olivera
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