Cuentos españoles donde el fútbol cuenta (II)

10.02.2018

La rebotica de don Camilo José Cela

Dijo don Camilo José Cela en la presentación de Once cuentos de fútbol que el intelectual debía prestar atención a todo lo que estuviera vivo, y que el fútbol lo estaba. También afirmó, muy en su línea, que el fútbol no embrutecía a nadie, sino que la gente ya venía aborregada de su casa. Corría el año 1963. En aquel libro, brevísimo a pesar de estar dividido en cuatro mamotretos, Cela presentó su visión esperpéntica del fútbol: los presidentes de los clubes compraban y vendían futbolistas como carneros en la lonja, los árbitros eran linchados hasta la muerte, la muerte acechaba en un córner y a los aficionados a las quinielas les crecían bubones, del tamaño de un balón de reglamento, en la cabeza.

Aquellos no serían sus únicos cuentos de fútbol. En su ingente obra, dejó botar el balón en los renglones de Noventa minutos de rebotica, un relato en el que el protagonista, «escritor, que en su vida había escrito una sola línea sobre deporte», es invitado a ver el partido en Chamartín entre el Real Madrid y el Atlético de Bilbao. Tiene un pase para poder prenetar en los entresijos de la rebotica, esa parte trasera que tienen todos los oficios. «El fútbol es un oficio moderno, rico, pujante y con rebotica», reflexiona el narrador antes de que arranque el partido, «un oficio tan joven, tan áureo, tan arrollador y con tantos pasillos como la aviación, la radio o las organizaciones pacifistas». Antes del partido, el periodista intenta entrevistar a los míster ingleses, pero Mr. Keeping tiene gripe y el entrenador del Atlético de Bilbao reponde a todas sus preguntas con un socorrido «Oh! Beautiful!».

«En la pecera del palco presidencial,» continua el relato el peculiar periodista, «el general Millán Astray, el canario Molowny, recién operado, un señor de Bilbao que se llama Isasi y que canta los goles, sin equivocarse, antes de que se produzcan; Hernández Coronado y el cronista, miran para el campo».

En el descanso, mientras los jugadores beben café puro, el periodista le pregunta a uno de ellos qué llevan debajo de la camiseta. El jugador, extrañado, le dice que la piel. Al final de los noventa minutos, el partido lo gana el Real Madrid y el joven periodista vuelve a bajar a los vestuarios. «El vestuario del Real Madrid no tiene ya mucho interés: abrazos, sonrisas y ¡ahs! de alivio», dice. «En el del Bilbao tres jugadores discuten a gritos hasta que el directivo señor Zabala los manda callar, gritando más que ellos. Ni un solo comentario, por parte de nadie, contra el Madrid».

El concierto sobre la hierba de García Hortelano

En Apólogos y Milesios (1975) apareció un breve texto que narraba un inverosímil partido de fútbol. Su título: Concierto sobre la hierba. Su autor: Juan García Hortelano. En apenas dos páginas, García Hortelano le puso música al típico lenguaje de cronista para romper con una jerga tan desgastada por el periodismo deportivo. Al mismo tiempo, se cargó todos los clichés de un partido: los futbolistas saltan al campo con flores para el árbitro, los aficionados ondean las banderas de ambas selecciones, e incluso se guarda un minuto de silencio por los sabios fallecidos recientemente. Entre las pancartas que se se agitan en la grada: «Loor a la patria que vio nacer a Homero y Beckenbauer», «¡Ánimo!, ilustres discípulos de Newton e Iríbar», «Dante, Dante, Dante», eran algunas de las leyendas que, en letras doradas, pudieron leerse en medio de vivísima emoción».

Tras estos curiosos prolegómenos, el partido continua por cauces surrealistas con respetuosas quejas al árbitro, música clásica en las gradas y diapositivas de cuadros en el luminoso durante el descanso, aderezadas con caviar y champagne mientras por los altavoces se recitan poemas simbolistas y los vendedores de libros se quedan sin existencias. También narró otro partido, o más concretamente un gol, en el relato ¿Cuáles son los míos? García rememora disparos a puerta en la terraza de un bar mientras las mujeres critican la fealdad de una vecina. «Me alivia recordar las horas inútiles que le he dedicado al fútbol», les dice cuando salen a buscarlo.

Pepa le recuerda que él apenas jugó durante los años del colegio y que, además, era muy malo. García vuelve a los años de postguerra, se deja llevar por los recuerdos de partidos en el polvo. Era un medio izquierdo, marrullero y sucio, por el que nunca se pelearon a la hora de elegir. «Jamás admití la derrota, ni controlé la victoria», dice, y finaliza la perorata admitiendo que, a su edad, se conforma con el empate. Pepa, tras pedir otra ronda, le recuerda su momento memorable:

«Un gol precioso, inolvidable como la algarabía de injurias que te cayó encima por haber marcado en propia puerta. Sobre todo, García, no he podido olvidar aquella expresión de ira, orgullo y desconcierto, mientras gritas: ¡Pero ¿cuáles son los míos?!».

El campeonato de Miguel Delibes

Miguel Delibes siempre fue un amante confeso del fútbol. Lo practicó hasta bien entrados los cuarenta, creó los monos futbolísticos y escribió varios artículos con motivo del Mundial '82 que se reunieron en El otro fútbol. Entre sus muchos relatos, dejó uno de fútbol: El Campeonato, dentro de la colección La partida, un cuento que narra en dos planos: por un lado, el partido que escucha Juan en la radio, y por el otro, la historia de esa tarde. 9 de julio de 1950, España juega el primero de los tres encuentros de la fase final del Mundial de Brasil. Tras haber vencido a EEUU, Chile e Inglaterra -gracias al inolvidable gol de Zarra-, se midió con los vigentes campeones, Uruguay, antes de jugar contra Brasil y Suecia. El único resultado positivo fue el empate a dos con los uruguayos, que a la postre se coronarían campeones. Aquel sería su segundo título -que les igualaba a los italianos-, con el mítico Maracanazo de 1930 que encumbró a Ghiggia y crucificó a Barbosa.

Juan, mientras avanza el partido, solo piensa en cómo el devenir de la contienda afectará a los ingleses, ya eliminados. Aterrizaron en Brasil como favoritos de la prensa, los inventores del fútbol que habían ido dejando un balón en cada puerto, hasta esparcir su semilla por todo el mundo. «Fue su oportunidad y la perdieron, y los ingleses quedaron, de buenas a primeras, fuera de combate». Hasta aquel Mundial de 1950, los ingleses habían renunciado a rebajarse y disputar una competición que, para ellos, no tenía el prestigio suficiente que su fútbol merecía. Tampoco lo habían hecho a nivel de clubes en el viejo continente, donde equipos españoles, italianos, franceses y de la cuenca del Danubio ya se enfrentaban anualmente. Por eso aquella participación tenía un significado especial:

«El hecho era insólito y humillante. Ellos eran los maestros, y, de repente, llega un discípulo y ¡zas!, echa a rodar su historia, y su experiencia, y su maestría, y su técnica, y todas sus viejas glorias».

Juan escucha cómo los uruguayos se adelantan en el marcador, y piensa en cómo se tomarán ese gol los ingleses. Minutos más tarde, la radio clama: «¡Gol de Basora! ¡Gol de España! ¡Basora, de cabeza, acaba de conseguir el empate rematando un pase de Gaínza!». Otro gol de Basora adelanta a los españoles. Pero no dura mucho el entusiasmo: desde el centro del campo, Varela pone el empate, y nada cambia hasta que «¡El árbitro señala el final del encuentro, señores! ¡España, dos; Uruguay, dos!». En la habitación donde Juan escucha el partido, hay también una muchacha pendiente de una gata que está a punto de parir.

Después de los tres pitidos del árbitro, Juan y la muchacha deciden bajar a la tasca de Simón. Allí, todos hablan del partido. Todos parecen entusiasmados, menos el tabernero: «¡Qué loco está el mundo! En todas partes no se habla más que de fútbol. ¿Y qué nos da el fútbol?». No entiende que un partido que ha terminado igual que empezó, con los dos equipos empatados, sea tan importante para tanta gente. No entiende la ilusión del gol: por mucho que el marcador refleje un empate final, por el camino han quedado cuatro goles y la ilusión de que, con cada de uno de ellos, algo podría cambiar. Para él, sin embargo, aquellos 90 minutos han sido tiempo perdido: «Veinticinco millones de españoles escuchando la radio toda la tarde como embobados. Cincuenta millones de horas desperdiciadas. ¿Sabe usted lo que puede hacerse con cincuenta millones de horas de trabajo?».

La guardia de Juan Goytisolo

Juan Goytisolo escribió mucho sobre fútbol en las columnas que mantenía en diversos periódicos. En El País, por ejemplo, narró cómo atronaban los cláxones la noche en que España ganó el Mundial desde su exilio marroquí. Siempre entendió el fútbol como una de las muchas maneras que inventa el individuo para sentirse parte de la colectividad, como sucede en el relato titulado La guardia. Aunque, en este caso, la colectividad sea la de una base militar.

Uno de los soldados le pide un favor al sargento que protagoniza el cuento: «A ver si nos consigue una pelota... Estamos aburríos», le dice. Es su primer día de guardia. Le quedan seis meses allí, rodeado de un paisaje seco y hostil donde las quirias son una de las pocas distracciones. La segunda vez que se cruza con el soldado, le pide otro favor: «No es na. Una tontería... -Hablaba con voz socarrona y, por la abertura de la camisa, se rascaba la pelambre del pecho-. Decirle al ordenanza suyo que me traiga luego el diario».Cuando el sargento le pide que especifique, el preso le dice que quiere el que habla de fútbol: «Todos hablan de fútbol. Ninguno habla de otra cosa», replica el sargento. El preso le dice entonces cómo le llaman: el Quinielas.

Lleva cuatro años en el ejercito: «Cuatro temporás que no veo jugar al Málaga», precisa. Comenta lo mal que lo pasa los veranos, sin fútbol; en invierno, leer la prensa deportiva es su distracción. Y se despide del sargento diciendo que, si un día desaparece, ya saben dónde tienen que buscarle: en el fútbol. En la última parte del cuento, el sargento charla con el teniente en su despacho. Ahí se entera de que el célebre Quinielas «está allí por culpa del fútbol y todavía no ha escarmentado». El teniente abre un cajón y saca el informe:

«Es un técnico -dijo-. Desde hace no sé cuántos años, anota el resultado de los partidos, la clasificación, los goles a favor y los goles en contra y hasta el nombre de los jugadores lesionados. ¿No te ha pedido que le des un par de boletos para las quinielas?»

El teniente termina de explicar la historia del Quinielas, cómo su ilusión de convertirse en millonario mediante el fútbol lo llevó a cometer un robo. Sueño similar al que el Brigadier Sargantanas, el diablo de las quinielas de Cela, introducía en la cabeza de sus víctimas con un bubón del tamaño de un balón de reglamento. Sueño similar, también, al que llevó a Julio López Guixot, conocido como el asesino de la quiniela, a la guillotina el 22 de julio de 1965. Y es que, como dice el refrán, la suerte es pelota que pega pero rebota.

miguel ángel ortiz olivera
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