Dando muerte a los ídolos

09.09.2016

El albarán de examen es una de las cosas buenas que tiene trabajar de librero. Buena para el librero, quiero decir, y quizás no tanto para los escritores. Al menos para aquellos que escriben con el objetivo de que sus libros copen las escuálidas listas de ventas. Una venta, ya se sabe, en estos días de mercadotecnia, no es nunca desdeñable. Para los soñadores que todavía escriben sus biblias con la intención de que se lean lo máximo posible y cambien, en la medida de sus posibilidades, el horrendo mundo en el que vivimos, el albarán de examen les parecerá una opción plausible. Consiste en sacar el libro, leerlo con sumo cuidado para no estropearle las tapas -aunque él te estropeé tus interiores- y devolverlo en el mismo pulcro estado en que te lo llevaste de la librería. Así de sencillo puede parecer el acto de leer a simple vista. Otro tema es cómo te devuelva el libro a ti a la librería.

Eso he hecho para leer Menos joven, la primera novela de Rubén Martín Giráldez. En realidad, es lo que vengo haciendo con todos los libros leídos desde hace varios meses. Antes no podía leer uno y no quedármelo. Antes, hay que aclarar, no trabajaba de librero. Ahora, ni los jugosos descuentos de trabajador compensan las abismales diferencias con sueldos anteriores. Supongo que a Rubén Martín poco le importará: su escritura, ya de entrada, habrá echado para atrás a muchos posibles lectores, así que quizás sea uno de los que prefieren el albarán de examen. A saber. En mi defensa añadiré que su segunda novela, Magistral, fue la última adquisición para mi humilde biblioteca particular. Y de no ser porque estoy ahorrando para las vacaciones, Menos joven también se hubiera venido para casa.

«Elimine a uno de esos ídolos que humillaron su inteligencia postadolescente hasta el punto de obligarle a usted a camuflar su domesticación con gratitud fingida». Cómo resistirse, con semejante eslogan, a no escuchar la retransmisión de El peinado de Calígula, el primer espacio radiofónico en el que los adultos se dirigen a los niños como si fuesen adultos. En dicho programa, su verborreico presentador-narrador-locutor invita a los oyentes-lectores a seguir de cerca la triunfal cabalgadura del concursante -en este programa en concreto, el joven Bogdano, que repite participación tras haber estrujado a Anton Webern en un programa anterior- en busca de los que hasta ese día habían sido sus ídolos. Esos que, como sentencia el locutor, «impiden el desarrollo de una verdadera infancia».

Matar al padre se ha convertido en una práctica facilona demasiado extendida. En cambio, los ídolos que marcaron la infancia han terminado convirtiéndose, con el paso de los años, en algo así como complejos. Hay que acabar con ellos para que no se transformen en monstruosas obsesiones. Para terminar, de un plumazo, con la infancia, porque «si hay un proceso que rebele cada día su índole traicionera, es el de reelaboración que hacemos de la infancia». Debemos dejarla atrás en nuestro camino. Como en todo aprendizaje, lo más importante no es el final del viaje sino la profundidad de las huellas. Mientras Bogdano cabalga su propia cabeza por surrealistas paisajes, se cruzará con viejos escritores a los que un día creyó idolatrar, campesinos copófragos, actrices venidas a menos y, sobre todo, con sus secretos más oscuros. Como el de crecer en una casa en la que los libros apenas contaban.

Dejo de lado los comentarios hechos a lápiz por un supuesto lector en los márgenes. Esto de que aparezcan libros pintarrajeados cuando son supuestamente nuevos, suele ocurrir en las librerías. Nunca hay que fiarse: yo los intenté borrar con una goma. No lo intenten, no malgasten su goma en una misión destinada al fracaso; forman parte de la lectura. Hojeándolo, descubrí que había dibujos, párrafos de extraña tipografía y caricaturas de los héroes tras los que, horas más tarde, cabalgaría siguiendo al parlanchín jamelgo de Bogdano. Juegos como los que había visto en Magistral. Pero Menos joven esconddía una sorpresa más, tras la última página: la calcomanía de los ídolos perseguidos por Bogdano.

Para eso sirven las primeras novelas: para matar la infancia. En la segunda, Rubén Martín Giráldez no se conformó con matar a los ídolos literarios para cabalgar raudo hacia un estilo tan particular. La voz de su narrador quiso acabar incluso con la lengua en la que la escribió Magistral.


miguel ángel ortiz olivera
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