El futbolista que franqueó el muro de Berlín

05.12.2018

Muchos periodos históricos han regalado novelas a los escritores que han sabido leerlos. En el libro Mi siglo, publicado en 1999, Günter Grass relató ese siglo que agonizaba eligiendo un acontecimiento que resumiese cada año. El capítulo correspondiente a 1974, el Premio Nobel alemán decidió narrarlo a través del partido que disputaron la R.D.A. y la R.F.A., un choque tan peculiar como único en la historia. El narrador de aquel relato, el fotógrafo Willy Brandt, trabaja como espía para la R.D.A., muy posiblemente para la Stasi. Tras ser detenido, sigue el trascendental partido desde su celda. Mientras las dos selecciones alemanas se disputan la victoria, Brandt no puede dejar de preguntarse: «¿A qué bando había que jalear? ¿Qué Alemania ganaba? ¿Qué, cuál conflicto interno se desencadenó en mí?».

El mediocampista Lutz Eigendorf, protagonista de la novela Todo lo que ganamos cuando lo perdimos todo, sufrió un conflicto de identidad similar. En el prólogo, Eduardo Verdú, su autor, confiesa que la idea de escribirla surgió a partir del artículo El Beckenbauer del Este cazado por la Stasi, firmado por José Manuel Comas y publicado en El País el 7 de marzo de 2013. Ese día, Eduardo Verdú iba al entierro de su tío. De camino, leyó la noticia. Y ni tan siquiera la tristeza del sepelio consiguió quitarle de la cabeza la increíble, a la par que trágica, historia que acababa de leer. No era para menos: la vida del futbolista alemán Lutz Eigendorf, partida en dos por el muro del Berlín, tenía todos los ingredientes de una gran novela.

Desde los catorce años, Eigendorf militó en las filas del Dynamo de Berlín. Mediados los setenta, ya se había convertido en el símbolo del club. Un club presidido, en aquel entonces, por Erich Mielke, jefe de la Stasi. «La Stasi es la espada y el escudo del Partido», le confiesa Mielke, «pero tú eres la espada y el escudo del equipo en los partidos». Todo indica que Eigendorf tiene una vida feliz en la R.D.A: es un futbolista de prestigio, felizmente casado y con una hija pequeña. Tras su espectacular debut con la R.D.A., saliendo del banquillo para remontar dos goles frente a Bélgica, sabe que le espera un futuro brillante. No en vano, a este lado del muro le han bautizado como el Beckenbauer del Este. Nada hace sospechar que, en la primera salida del Dynamo al otro lado para disputar un amistoso contra el Kaiserslauten, Eigendorf no regrese a la R.D.A. Pero así sucede.

Una de las razones es que la Oberliga está amañada por la Stasi para que el Dynamo se proclame campeón a base de escandalosos favores arbitrales. Eigendorf sueña con jugar en la Bundesliga de Rummenige, Breiter o Keegan, probarse en un fútbol más técnico y táctico que físico, jugar en grandes estadios abarrotados de hinchas. Quiere disfrutar del dinero, comprarse coches de lujo, ropa elegante, una casa grande. Sin embargo, a pesar de que su vida en la R.F.A. mejora en ciertos aspectos materiales, le espera el mismo destino que al personaje de Günter Grass en lo referente a su vida emocional: «Medio Lutz Eigendorf se quedó en Berlín arropando a su hija con pájaros de colores», escribe Verdú, «haciéndole el desayuno a una rubia aún dormida, sacando de centro en el Sportforum Hohenschönhausen». El otro medio, como muestra la novela, convivió con ese fantasma hasta su último día.

No era el primero en fugarse. Poco antes, otros dos futbolistas, Pahl y Nachtweith, habían utilizado ese mismo método para, aprovechando un viaje a Turquía con la Selección sub'21, no volver a la Alemania comunista. «El fútbol y el socialismo», explica Verdú, «se aliaban en el escudo del Dynamo como lo hacen el martillo y el compás en el emblema de la República». Por esa razón, la huida de Eigendorf no solo fue un duro golpe para el aparato del Estado, sino que desgarró el desmedido ego de Mielke: el militar había sido su padrino futbolístico y todo Berlín lo sabía. La traición de Eigendorf se convirtió en un pecado imperdonable, y el jefe de la Stasi puso toda la maquinaria de espionaje a funcionar para atraparlo, en la que bautizaron como Operación Rosa: borrar todos los rastros del apellido Eigendorf a ese lado del muro.

«Hitler poseía un agente de la Gestapo por cada 2000 ciudadanos y el KGB, uno por cada 5830», dice Verdú. «El espionaje interno de la Stasi era claramente el más efectivo de la historia con una red de 85 mil espías domésticos a tiempo completo y unos 170 mil voluntarios». A los destinados a conquistar a las mujeres, los denominaban Romeos. Uno de ellos enamoró a Gabrielle, la mujer de Lutz, hasta el punto de que solicitó el divorcio, se casó con él y tuvieron un hijo en común. Al otro lado del muro y las alambradas, los teléfonos de Eigendorf estaban continuamente pinchados, por todos los rincones de su casa había micrófonos y cada uno de sus pasos durante las temporadas que militó en el Kaiserslatuen y el Braunschweig fueron minuciosamente vigilados.

Lesiones, desamores, noches de alcohol y mujeres, melancolía, algunos goles marcados y muchos encajados se van sucediendo en la novela hasta que Eigendorf sufre el conocido "accidente" automovilístico que acabó con su vida. Como contó José Manuel Comas en su artículo, el reportaje Muerte al traidor, publicado en el 2000, reveló informes de la Stasi donde se descubrió que «el futbolista -internacional seis veces con la R.D.A.- fue víctima de un comando especial encargado de sabotajes y homicidios "en territorio enemigo"». Lutz Eigendorf tenía veintiséis años, y una prometedora carrera futbolística en el horizonte. Todavía soñaba con traer a su exmujer y su hija a ese lado del muro. Todavía soñaba con un mundo más libre y justo. 


miguel ángel ortiz olivera
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