El poético fútbol de Pasolini

02.11.2015

Sin duda, el detective Carvalho habría husmeado en la muerte de Pier Paolo Pasolini. No solo por lo que fue: único entre muchos; ni tan solo por lo que dijo: «La burguesía no es una clase social, es una enfermedad». Carvalho se hubiera sentido atraído por el olor a violencia y sangre que salpicó su muerte.

Rastrearía la gasolinera donde el escritor social fue asesinado al anochecer. Todo lo anotaría en su libreta: aquella noche, Pasolini había quedado para recoger los negativos de su última película, robados días antes por grupos de extrema derecha. Llevaba tres mil liras en el bolsillo. También había quedado con un golfillo de diecisiete años en Ostia, su Macondo. Lo subió en su Alfa GT. Discutieron: el golfillo no aceptaba las proposiciones del escritor. Pararon en una gasolinera entre una playa de Ostia y un campo de fútbol. El golfillo bajó a orinar. Al volver, vio cómo asesinaban a Pasolini: los chavales del arroyo lo abordaron, le hicieron besar el asfalto a hostias con su propio bastón, le robaron y le atropellaron con su coche.

Como buen sabueso, Carvalho olfatearía el pasado de Pasolini en sus novelas: padre alcohólico y ludópata, madre maltratada, él homosexual. La muerte de su hermano en la Segunda Guerra Mundial a los veinte años. Su deserción. Carvalho anotaría que la posición del buen escritor es siempre arriesgada: Pasolini fue comunista toda su vida, igual que defendió el escudo del Bolonia, con alma de tifoso, hijo como era de los borgantes de Roma. Anotaría: poeta urbano de pluma afilada, ensayista polémico; guionista provocador, director contracorriente. Católico y marxista para unos; pederasta y pornógrafo para los otros.

Cansado, Carvalho pensaría en todas las posibilidades: asesinato político, de estado; simple robo, como los que él narró; crimen pasional. Como un fogonazo, recordaría las palabras de Pasolini: «Hay un destino físico en la ideología». Lo hubo, sin duda, para muchos escritores de su tiempo. No para él: sus películas escandalizaron a toda una época; sus libros iluminaron los desgarrones de Italia. Lo único cierto, pensaría Carvalho cerrando su libreta, es todo lo que le quedaba por decir a Pasolini.

La vida violenta de los chavales del arroyo

«El Tercer Mundo comienza en los suburbios de Roma», dijo Pasolini. Allí, una panda de niños andrajosos juega al fútbol en un descampado requemado por el sol. Juegan sin camisetas, a pecho descubierto. Algunos lo hacen descalzos. No tienen miedo ni a los balonazos ni a las patadas porque, como ellos dicen: «La vida es dura para quien tiene los pies blandos». Son ‪los Chavales del arroyo, protagonistas de su primera novela.

Protagonistas porque son muchos, pero uno a la vez: la pandilla. Todos se ayudan cuando lo necesitan. Si uno tiene hambre, el otro le consigue una porción de pizza; si uno necesita unas liras para jugárselas a las cartas o follarse una puta, el otro se las fía; si uno necesita ayuda para recoger chatarra, el otro tira del carro con él. Duermen en la calle. Roban para comer. Se bañan en el río, fuman colillas. Sobreviven a los días. Aparecen poco por sus casas porque las suyas no son refugios, sino cárceles de las furias de sus padres. Algunos se van quedando por el camino. Los que tienen suerte, se echan pareja y consiguen el peor de los trabajos. Eso cuenta su segunda novela, Una vida violenta: otros chavales del enjambre, la misma hiel.

«Dos equipos de chavales trastiberinos están jugando al balón, chillando de mala manera, corriendo como rebaño de ovejas». Un avispero de chavales se abalanza sobre el cuero desinflado, «todos al ataque o todos en defensa». El fútbol es el último fleco que les une a la infancia. Cuando no corren detrás de la pelota, les acechan los navajazos, la tuberculosis, la cárcel, la muerte. Solo unos pocos se salvarán de las patadas de la vida.

El niño futbolista

El fútbol no fue su primer amor. A Pasolini le fascinaba jugar a la guerra hasta que, con catorce años, se enamoró perdidamente del balón; de ese «mundo solo de machos. O de machos solos». Padeció, como muchos niños, la febbre del calcio. Su infancia coincidió con los mejores años de la historia del Bolonia y Pasolini creció viendo cómo sus capitanes levantaban un scudetto tras otro: en 1925, en 1929, desde 1936 hasta 1939. El tiempo no podría borrar las alineaciones de aquellas temporadas, marcadas a fuego en su imaginación. Tanto que, ni aunque la Roma flirtease con él en su madurez, pudo acabar con su amor de toda la vida por el Bolonia.

Él también lució el brazalete di capo en el equipo de su universidad. Como futbolista, se curtió en la banda: extremo zurdo, de los que pelean cada balón. «Lo llamábamos Stukas», recuerda Ninetto Davoli, «por su típica manera de lanzarse por el lateral y su ardiente carrera». Jugó siempre que tuvo ocasión, como en sus libros: con carácter. Se calzaba las medias y las botas y «cuando jugaba a la pelota, era un niño más, como uno de nosotros».

Un niño, pero con las botas en el suelo: «Tampoco querría parecer un defensor inconsciente del fútbol porque sé perfectamente que es una evasión». Pasolini sabía que las cosas a su alrededor no estaban para evadirse. Había que mirar y atreverse a contarlo. Y él lo hizo. «En Italia», dijo, «el fútbol no ha tenido todavía el honor de captar una atención inteligente». Con él, al fin la tuvo.

El poeta goleador

«Los deportistas están poco cultivados, y los hombres cultivados son poco deportistas. Yo soy una excepción».

Pasolini sabía qué quería de la literatura; no le importaba lo que ella esperase de él. Tampoco le importó que muchos intelectuales denostaran el fútbol. Él lo estudió con la misma pasión con la que lo jugó. En Sobre el deporte, ensayos y textos escritos entre 1957 y 1971, habló de ciclismo, de las victorias de Merckx; de las Olimpiadas, de los combates de boxeo de Nino Benvenuti. Pero sobre todo de fútbol: de los traumas de los futbolistas, del sufrimiento o la alegría que flotaba en las barberías y los bares los lunes, del dolor de las derrotas del Bolonia. Sobre el cattenaccio y Helenio Herrera. Sobre su sueño de infancia: regatearse a todos los contrarios y marcar. Y recordó: «Los partidos con el balón en los Prados de Capara fueron absolutamente los momentos más bellos de mi vida».

También dejó sentencias eternas: «El máximo goleador es siempre el mejor poeta del año». Y una teoría: para él, el fútbol era un lenguaje, un código, signos a descifrar. «Puede haber un fútbol como lenguaje fundamentalmente prosístico y un fútbol como lenguaje fundamentalmente poético». Los futbolistas, consecuentemente, se dividían en dos grupos: los que juegan en prosa y los que lo hacen mediante la poesía. Los podemas eran sus armas: los pases en un partido, las palabras en un texto. «El fútbol que expresa más goles es el fútbol más poético». Para él, la narración del fútbol no era diferente a la de un libro: entre el andamiaje narrativo debía surgir la chispa que iluminase el escondrijo del gol, de la poesía. Los que no entienden el código del fútbol, no verán su poesía. Si no se aprecian los pases, no se saborea la jugada. Si no se entienden las palabras, tampoco el mensaje.

«Para mí, el arte es juego, así como también, de algún modo, el juego es arte». Pasolini defendió el fútbol, consciente de que era el opio del pueblo. Pero un opio terapéutico: «Las dos horas en el estadio como hincha (agresividad y fraternidad) son liberadoras».

El escritor jugador

El fútbol, como arte y juego, tenía sus bardos: los literarios y los periodistas. Pasolini estuvo en el primer grupo; el lenguaje deportivo, para él, era un subcódigo. «Considero el periodismo como una rama menor de la literatura y a los periodistas, escritores que se valen de un código literario de segunda división». Él, no solo utilizó el fútbol con pasión y nostalgia en sus novelas, sino que en sus ensayos, radiografió la Italia de su época en los botes del balón. Traspasó la experiencia de cada domingo ante la realidad del juego, a la sociedad, a la cultura.

«El fútbol es la única representación sagrada de nuestro tiempo». La sentencia no pierde con el paso del tiempo. Al contrario, se agranda. Pasolini sabía que no había nada en el mundo como un estadio lleno hasta la bandera. Nada más potente que la cercanía al ídolo. Nada comparable a la tragedia o el milagro en los coliseos. «El fútbol vuelve a ser un espectáculo en el que el mundo real, de carne, en las gradas del estadio, se mide con los protagonistas reales, los atletas en el campo». Defendió el deporte amateur, todavía puro, frente al deporte espectáculo, pagado por las grandes marcas. Le olía a podrido el poderoso imperio que formaban millones de almas y solo unos pocos controlaban: «¿Qué manos van amontonando los enormes beneficios de la pasión de cada domingo?».

Como los chavales del arroyo, Pasolini tuvo el sueño de ese otro fútbol, el de descampado y balón desinflado, siempre en la cabeza. «Lo único que debemos hacer es equipar al país deportivamente para que el deporte practicado, que es algo estupendo, pueda ser practicado por todos». Dijo que de haber podido reencarnarse, lo habría hecho en un valiente futbolista. Como escritor, sin duda, lo fue.


miguel ángel ortiz olivera
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