El punterón de un Nobel

17.01.2019

Don Camilo José Cela siempre tuvo maña para las patadas. Y no solo para las literarias, que repartió con gusto y alegría. También se le dieron considerablemente bien las que se asestan a un balón. Comenzó a darlas en el colegio de jesuitas de Bellas Vistas, en Vigo. En el patio, por aquel entonces se jugaba a la pídola, el marro o el chito, entre otros aburridos juegos. Hasta que llegó el primer pelotón. Contaba el periodista Jesús Castañón que al pequeño Camilo sobre todo «le llamaba la atención que el hermano Borrás se remangara la sotana para disputar los encuentros». Aquel balón -descubrió Cela- obraba extraños milagros cuando echaba rodar: convertía a los hombres de fe en mundanos jugadores, y a los adultos más circunspectos en los niños más alegres.

Aquella pasión le acompañó a los Escolapios de Madrid, donde se mudó la familia en 1925. Convertido en un adolescente enfermo de poesía y tuberculosis, Cela siguió corriendo detrás de un balón junto a otro sacerdote, el padre Samuel. Pasó muchas tardes persiguiéndolo con fe inquebrantable en el campo del Unión Sporting. Y siguió de cerca los avatares balompédicos del Racing de Madrid hasta su desaparición en una gira americana que nunca llegó a buen puerto. Pero nunca olvidó los equipos de su tierra. Por nacer en La Coruña, le agradaba el Deportivo; pero también le tenía un cariño especial al Celta. Le venía de familia. A principios de siglo, su padre había sido uno de los fundadores del Real Fortuna Foot-ball Club, años más tarde fusionado con el Real Vigo Sporting Club para alumbrar el Real Club Celta de Vigo. El azul celeste de la camiseta, siempre lo paseó Cela con orgullo allá donde fue: «¡Viva España y La Coruña/ y los pimientos de Padrón!», escribió en el poema Viaje a USA, «¡Que viva el Celta de Vigo y don Jorge Guasintón!».

Su patada más popular, sin embargo, no la dio en un poema, sino en un estadio de primera división. Y tiempo después Francisco Umbral la convirtió en cuento: El saque de Cela. Corría el año 1989 cuando fue invitado para hacer el saque de honor del partido que conmemoraba el medio siglo de vida del Atlético Aviación. Aquella jornada, los colchoneros se enfrentaban al Athletic de Bilbao en el Manzanares. El punterón del flamante Premio Nobel poco tuvo de literario. Antes de regresar a su butaca en el palco, Cela se retrató junto a los colegiados y los capitanes, Futre y Garitano. Y tuvo que deshacerse el férreo marcaje de Juan Carlos Rivero en la banda. «¿Qué se siente cuando cambia la pluma por el balón?», le preguntó el periodista. «Bueno», puntualizó Cela, «de una manera transitoria». Y añadió: «Estoy muy contento». Quedó por saber si se lo pasó tan bien el resto del partido en el palco, sentado entre Jesús Gil y el -en aquel momento- príncipe Felipe.

Más de dos décadas antes, Cela ya había escrito sobre fútbol. Además de decenas de artículos en prensa, había publicado Once cuentos de fútbol. En la presentación del libro, el 7 de diciembre de 1963, había dicho: «El fútbol embrutece solo al que ya viene bruto de su casa». Aquella patada semántica se la dedicó a todos los intelectuales que daban la espalda al balón por considerarlo narcótico para el pueblo. El fútbol, en su opinión, tenía un significado más profundo. Y surrealista, como ejemplificaban los protagonistas de sus cuentos: estrambóticos futbolistas como Sancho Adaja, el Mozo, que entristecía de nostalgia cuando jugaba lejos de su campo; Harinita, que fallaba un penalty y era lanzado al aire como un perro por carnestolendas; o Exuperancio Expósito que, además de tuerto, tenía un garfio por mano y le pitaban mano cuando tocaba el balón.

«Hay toros con casta, mucha casta, y futbolistas con clase, mucha clase», escribió Cela. «Otros, en cambio, son ganado morucho, carne de matadero, reses de saldo y liquidación por fin de temporada». No solo aparecían futbolistas en aquellos rocambolescos cuentos. En su particular tragicomedia balompédica, destacaban otros personajes como el árbitro Minervino Caeymaex Cabrilla, alias Gazapo, al que, quizás por vestir premonitoriamente de negro, colgaron los aficionados después de tomar una decisión controvertida. O el también desgraciado Victurio Benicolet Cantueso, ferviente hincha que falleció con una quiniela de catorce escondida en un bubón que, curiosamente, tenía las mismas medidas que un balón de reglamento.

«Varios cientos de miles de españoles, a lo mejor varios millares de miles», concluyó Cela aquellos onces cuentos, «salen los lunes precipitadamente de sus casas, atropellando a los viejos y sin despedirse de la mujer ni de los niños, incluso sin desayunar siquiera y hasta sin lavarse, para cazar a tiempo el codiciado pajarito que dicen la Hoja del Lunes». Quizás él también lo hizo en alguna ocasión. Quién sabe. Lo único cierto es que,en 1969, Cela publicó otro cuento futbolero, titulado Noventa minutos de rebotica, que apareció dentro de la recopilación Café de artistas y otros relatos, y que ahondaba precisamente en esta idea. El protagonista, un joven escritor que no ha escrito ni una sola línea sobre deportes, era enviado al estadio de Chamartín para redactar la crónica del partido que al día siguiente devorarían miles de lectores.

En aquel tiempo, todavía se estilaba el periodista que "hacía la caseta" para mostrar la parte del fútbol que se ocultaba tras las bambalinas. El protagonista debía cubrir el choque que enfrentaba a los madridistas con los leones del Athletic de Bilbao. Aunque apenas entiende de fútbol, reflexiona con tino: «El fútbol es un oficio pujante, rico y con rebotica», dice. «Un oficio tan joven, tan áureo, tan arrollador y con tantos pasillos como la aviación, la radio o las organizaciones pacifistas». Por tan literario vestuario desfilaban personajes como Millán Astray, el canario Molowny, Isasi y hasta Hernández Coronado, que, allá por 1919, había defendido la portería del Madrid F.C. y entrado en la preselección de Paco Bru para viajar a los JJOO de Amberes. (Finalmente, no logró quitarles el puesto ni a Zamora ni a Eizaguirre, terminó retirándose ese mismo año y, muchos después, publicando Las cosas del fútbol. Pero ese es ya otro libro de otra historia.)

Aunque en aquella entrevista en el Manzanares le había confesado a Juan Carlos Rivero que no acostumbraba a ir al estadio, en 1992, Cela acudió a entregar el premio de novela deportiva que cada año otorgaba la revista Don Balón. Fue en el Museu de l'Esport de la Ciudad Condal. Ese mismo año, con motivo de los JJOO celebrados en Barcelona, la editorial Don Balón reeditó sus Once cuentos de fútbol. «El intelectual debe interesarse por todo lo que está vivo, y el fútbol lo está», había asegurado Cela tres décadas antes. No le faltaba razón: al menos, en la suya lo estuvo. Y gracias a sus cuentos, también en la de sus lectores.


miguel ángel ortiz olivera
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