Fútbol 2.0: un gol virtual

23.08.2018

Un niño que juega es un niño que aprende y jugando aprendí que si le quitabas el peluquín a un Playmobil, veías dentro de su cabeza. La última vez que jugué con ellos, en la tele echaban el Mundial de EEUU y todos andábamos contagiados de las fiebres veraniegas de fútbol. Tenía doce años y aquel fue el primer Mundial que me tragué entero, y el último para los Playmobil. Los separé por colores para convertirlos en futbolistas. A los amarillos, los convocó Parreira con Brasil. Los blancos, a falta de Inglaterra, jugaron para la Alemania de Vogts. Los rojos con la España de Clemente, y los azules con la azzurra de Sacchi. Con un rotulador negro les estampé los números en la espalda. A los españoles, los tuneé con perillas y barbas para darles más realismo. Utilicé una canica de pez como Questra, y un puñado pinzas para levantar un majestuoso estadio. Terminado el Mundial, los enterré para siempre en la caja de Ariel que mi madre apañó como cofre de mis tesoros.

El blanco inmaculado de la infancia, tras el codazo de Tassoti, se tiñó de rojo y de hijos de puta. Suerte que ya teníamos el vicio para olvidar la maldición de cuartos. Fuimos de las primeras generaciones que pudo jugar al fútbol a todas horas: a la luz del sol, o de una triste farola, mientras nos llagábamos las rodillas en la calle, y las tardes de castigo, bastaba con encender la consola para seguir soñando que pasábamos cuartos.

Hubo un tiempo, sin embargo, en que no existían los futbolistas de consola. Lo más parecido eran los vuelos de Oliver Atom con el balón perfectamente controlado, para regatear las hordas de defensas que le entraban con los tacos por delante. ¿Y el avance imparable de Mark Lenders a codazos contra todos los rivales que se cruzaban en su camino, rollo Atila rey de los Hunos? O las increíbles palomitas de Benji Price, capaz de atajar disparos tan potentes que ahuevaban el balón, con la mítica gorra roja del W. Genzoen la visera. También de consola eran los rocambolescos saltos, de palo a palo, de Ed Warner. ¿Para qué tirarte directamente a por la bola si puedes recorrerte toda la portería en un vuelo?

Aquellos fueron nuestros primeros efectos especiales: chilenas a cinco metros del suelo, voleas imposibles, palomitas increíbles. El Tiro Combinado lo intentaste infinidad de veces con tus colegas. La que más decentemente salió, casi reventáis el cristal del bar del barrio. El temido Tiro del Águila, en tus roñosas playeras, se convertía en un gorrión que, en vez de surcar el cielo y caer de repente sobre la portería, aleteaba asustado para terminar mansamente en las manos del portero. El del Tigre, cuando imitabas la incomodísima postura de Lenders para el chute, apenas maullaba tras salir de tu puntera. Y, por supuesto, la Catapulta Infernal de los gemelos Derrick. Imitaste a Jason y James hasta que la sangre de las rodillas te manchó la goma de los calcetines, pero aquello era harina de otro costal: para tratar de defenderla, Ted Carter y Paul Diamond se vieron obligados a encaramarse al larguero de su portería.

Todavía entrabas en la sala de juegos como si cometieras pecado mortal. Allí se fumaba, se obligaba a los perdedores a pasar por debajo del futbolín y algunas parejas mataban las tardes cambiando babas y caricias en los bancos del fondo. Eras demasiado bajito para agarrar los mandos de la máquina y viciarte en condiciones al Kick Off.Y demasiado pequeño para que tus padres te asignaran una paga tan suculenta que diese para la dosis de golosinas y de vicio. Nada de eso impedía que, las tardes sin balón, te pegases al cristal de la máquina y metieses codo para que nadie te quitase el sitio en tu palco virtual.

Aquellos futbolistas, vistos desde el aire, apenas esbozaban el cuerpo por debajo de la cabeza. Asomaban las piernas para patear el balón, que ya no rodaba cosido a la bota. Las jugadas se trenzaban aporreando con saña los botones, verde-verde-rojo, y estrangulando el mando, arriba-abajo-adelante-atrás. El juego era rudimentario, pero el verde radioactivo que fosforecía al otro lado del cristal te hipnotizaba como solo lo hacía el blanco inmaculado de unas bragas, y por supuesto, del cuero impoluto de un balón a estrenar.

Creciste mientras se apagaba el tintineo metálico de los futbolines. El fútbol virtual te permitía jugar solo, y ya intuías que de eso trataría la vida en el nuevo siglo. Nunca olvidarías cómo sonaron los primeros cinco duros en el estómago de la máquina. Ni cómo te bombeaba la patata cuando empezaste a jugar tu primer partido virtual. En realidad, te jugabas más que cinco duros: aquella moneda plateada, con el jamón en una cara y el careto del Rey en la otra, tenía un valor incalculable y solo te dabas cuenta tras la odiosa cuenta atrás que precedía al ineludible Game Over.


miguel ángel ortiz olivera
Todos los derechos reservados 2019
Creado con Webnode
¡Crea tu página web gratis! Esta página web fue creada con Webnode. Crea tu propia web gratis hoy mismo! Comenzar