Háblame de foot-ball, memoria

02.07.2017

Recuperar a mnemosina, obligarla a hablar, exigirle que entregue los detalles que, de otro modo, morirían olvidados en sus polvorientos rincones. De eso trata el oficio de escritor: trasplantar los recuerdos de la mente al papel para que no se pudran, y hacerlos florecer en la página en blanco.

En Habla, memoria, Vladimir Nabokov recupera esos detalles para construir su autobiografía, abarcando la primera mitad del siglo XX. La existencia, para él, es solo un leve destello de luz entre dos eternidades tenebrosas y la suya se ilumina con las primeras luces de la infancia: los dibujos de su madre, las reuniones políticas en el salón de casa organizadas por su padre, el fundador de Partido Democrático Constitucional. Con su prosa, vuelve a recorrer los pasillos de las enormes casas solariegas donde disfrutaba de los veranos con sus hermanos, renombra al batallón de criados que los atendían, a las nodrizas e institutrices que lo cuidaron e instruyeron, a todos los perros de su padre.

Una infancia lujosa, opulenta y feliz que lo mantuvo enclaustrado hasta que, con 11 años, ingresó en el colegio Tenishev de San Petersburgo. Sus únicas salidas del terreno familiar fueron para cazar mariposas, afición que lo acompañó durante toda su vida. Siendo adolescente, el deporte tuvo un papel fundamental en su formación. Cuando su padre estaba en casa, jugaban al tenis pero, sobre todo, en la escuela descubrió la que sería otra de sus pasiones: el fútbol. Y el lugar que ocuparía, para siempre, en el campo: la portería. «El director de la escuela», recuerda, «que apenas sabía nada de deportes aunque aprobaba con vehemencia su capacidad de fomentar la sociabilidad, desconfiaba de mi empeño de jugar al fútbol siempre de portero, en lugar de correr detrás de los jugadores».

No podría ser de otra manera: dime cómo juegas y te diré cómo eres, dime cómo eres y te diré cómo escribes. Como narrador, Nabokov siempre mostró una fiera individualidad a pesar de que muchos le acusaran de conformista, egocéntrico y snob. Jugar en la soledad del área parecía predestinado para él:

«Existía en Rusia un tipo especial de muchacho en edad escolar que, sin poseer necesariamente una apariencia atlética o una capacidad intelectual muy notable, y careciendo a menudo de energía en clase, y siendo más bien descarnado y hasta con, por ejemplo, una leve afección tuberculosa, destacaba como un fenómeno en el fútbol». 

Poseía una envidiable y precoz capacidad intelectual, pero padeció varias enfermedades en la infancia. Según sus recuerdos, no se le daba nada mal patear la pelota. O, más bien, pararla. Sin embargo, no fue hasta sus años universitarios en Cambridge, una vez exiliado de su amada Rusia, cuando más jugó al fútbol. Y también cuando convirtió sus paradas en poesía.

Las huellas del guardián del secreto

Los bolcheviques privaron a la familia Nabokov de su riqueza. Pero al joven Vladimir le robaron algo más importante que todo lo material: el disfrute del final de la infancia. Nada de lo que dejó atrás le dolió tanto como separarse del que fue su primer amor, Tamara. Mantuvieron la relación durante meses por carta, pero los continuos cambios de domicilio terminaron por alejarlos para siempre, derritiendo los rescoldos de aquel primer amor la tinta de las cartas.

Nunca es fácil seguir las huellas de una huida pero, en aquella, Nabokov sustituyó el amor de Tamara por otro lo acompañaría durante el resto de su vida: la literatura. Escribir se convirtió, en el forzado exilio, en la única manera de volver tras sus huellas, de recuperar el paraíso perdido, de regresar a la patria de la infancia. No serían, sin embargo, las palabras las únicas huellas que le ayudarían a reconstruir su pasado: «No sé si habrá algún día alguien que vaya a Cambridge en busca de las huellas que los tacos de mis botas de fútbol dejaron en el negro barro que rodea cierta enorme portería», escribió muchos años después.

Cuando su familia se mudó a Londres, Nabokov ingresó en el Trinity College mientras que su hermano lo hacía en el Christ College. Allí, comenzó a defender la portería del equipo universitario y, en algunas ocasiones, se enfrentó al colegio de su hermano o al St. John. Siempre bajo palos, clavando los tacos en el negro barro del área: «Me apasionaba jugar de portero. En Rusia y en los países latinos, ese intrépido arte ha estado siempre rodeado de un aura de singular luminosidad. Distante, solitario, impasible». Desde pequeño, había disfrutado de aficiones solitarias: cazar mariposas, leer, recorrer largas distancias en bicicleta. En los años universitarios, las sustituyó por el oficio de escritor y la soledad del portero.

«Es el águila solitaria, el hombre misterioso, el último defensor. Los fotógrafos, doblando reverentemente la rodilla, le sacan instantáneas cuando se lanza espectacularmente en plancha hacia un extremo de la meta para desviar con la punta de los dedos un disparo raso».

Al contrario que muchos otros guardametas, él se sentía cómodo en la jaula del área: «Yo no era tanto el guardián de una portería», afirma, «como el guardián de un secreto». Cuentan que fue un portero exigente, y con un solo grito, los defensas obedecían como si las órdenes procedieran de un mariscal. Aguantaba sobre la línea de cal los disparos. Tenía una complexión física robusta, atrás habían quedado las enfermedades de la infancia, y la armadura de portero le encajaba como un guante: «Su jersey, su gorra de visera, sus rodilleras, los guantes que asoman por el bolsillo trasero de sus pantalones cortos, le colocan en un lugar aparte que el resto del equipo».

Debido a su excéntrica personalidad, la individualidad del portero en el conjunto del equipo le encantaba pero, del mismo modo, su fuerte carácter le hizo ganarse enemigos dentro de su propio vestuario. Algo que hizo incluso más satisfactoria esa soledad:

«Desde luego, tuve mis días brillantes y vigorosos: el magnífico olor del césped, aquel famoso delantero del campeonato universitario que se me aproximaba cada vez más sorteando defensas, empujando el leonado balón con la punta de su centelleante bota, y después el disparo envenenado, la afortunada parada».

En aquel tiempo, se lamenta Nabokov, la figura del portero había perdido importancia e individualidad en favor de la colectividad del equipo. El oficio de arquero gozaba de tanto prestigio como el de los valientes toreros o los arriesgados pilotos, pero en Inglaterra -continua- el miedo nacional al exhibicionismo no permitió que se desarrollase más el excéntrico arte del guardameta. Sin embargo, esa rigidez y sobriedad que se exigía a los arqueros no impidió que escribiera que, «de todos los deportes que practiqué en Cambridge, el fútbol ha seguido siendo un ventoso claro en mitad de un período notablemente confuso».

La última parada del portero-poeta

La mejor manera de seguir la estela de un poeta es rastrear sus huellas en su poesía. Son muchos los textos en los que Nabokov dejó sus impresiones sobre fútbol. En Pnin, novela publicada en 1957, el protagonista tiene un malentendido en una tienda de deportes a la hora de comprar una pelota. Está en América, donde el foot-ball es soccer, y las pelotas son diferentes. En su cuarta novela, Tiempos románticos, su protagonista, Martin Edelweiss, practica tanto tenis como fútbol, además de boxeo, esquí y escalada.

En Habla, memoria, apuntó que los años universitarios en el Trinity College fueron muy prolíficos en cuanto a versos. En algunos dejó constancia de su pasión por deportes como el tenis, ciclismo o boxeo. También por el fútbol, como en un temprano poema de 1920 titulado así, Foot-ball. Este extenso poema, narrado en primera persona, cuenta cómo el portero, en pleno partido, ve entrar a una chica al campo y se imagina conversando con ella:

«El balón saltaba sin que tú supieras
que uno de los jugadores descuidados,
creaba al atardecer en el silencio
la anatomía de los tiempos olvidados».

En la estrofa 20 de A University poem, compuesto a finales de 1926, el joven poeta, mientras ve un partido de fútbol, piensa en aprovechar la alegría del gol para, furtivamente, agarrar la mano de su amada Violeta:

«But once here, I remember vividly
in the beginning of March on a rainy day
I was with her at a soccer match.
[...]
With myself
I entered into a silent pact:
as soon as the first goal crashes in,
I will touch Violet's hand

Meanwhile in athletic shorts,
and in their motley jerseys clad,
the opposing players advanced».

(Una vez, -lo recuerdo claramente-,
a principios de marzo, un día lluvioso,
sucedió que los dos
fuimos a un partido de fútbol juntos.
[...]
Tomé una resolución tácita:
tan pronto como uno de los goles sacudiese las gradas,
acariciaría la mano de mi Violeta.
Mientras, en pantalones cortos,
las camisetas multicolores calzadas,
los jugadores del equipo contrario avanzaban.»)*

Afirmaba T.S. Eliot que cuanto más perfeccionista era el artista, más se separaban la mente creadora del alma que sufría. Quizás Nabokov comenzó esa separación mente-alma en la portería. Ni una sola vez, en sus años universitarios, pisó la biblioteca. Para él, la portería era el lugar idóneo para encontrar nuevos versos: el área encerraba su propia poesía y cuando el partido se jugaba lejos, solía recordar:

«Cruzaba los brazos, apoyaba mi espalda en el poste izquierdo, disfrutaba del lujo de cerrar los ojos, y escuchaba entonces los latidos del corazón, notaba la ciega llovizna en mi cara, oía, alejados, los ruidos sueltos del partido, y me veía a mí mismo como un fabuloso ser exótico disfrazado de futbolista inglés, que componía versos en un idioma que nadie entendía, acerca de un país que nadie conocía».

Es fácil imaginarse a Nabokov estirándose para despejar un chut, y también sentado en el poste de la portería como hiciera años después El Tubo Gómez. Cuenta Brian Byod en Vladimir Nabokov: The Russian Years que, tras terminar los estudios universitarios, a principios de los 30, Nabokov se trasladó a Berlín. Allí siguió jugando al fútbol, defendiendo la portería del Russian Sport Club, hasta que, en 1932, al intentar detener un balón, sufrió un aparatoso choque -no queda claro contra qué o quién-, que lo dejó inconsciente. Su mujer Vera, asustada por el accidente, le convenció de que colgara los guantes. Aquel fue su último encuentro, su última parada.


*Traducción del autor del artículo


miguel ángel ortiz olivera
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