Henry Miller: leyendo en el retrete

28.07.2016

Salvé este ejemplar de la devolución. Los libreros cada vez somos más despiadados a la hora de devolver libros a las editoriales. Si no se ha vendido un ejemplar en -aproximadamente- seis meses, lo retiramos de la estantería, le ponemos un papel con el nombre del proveedor y lo llevamos al almacén. No conviene tener escrúpulos ni mirarse mucho el título o el autor. Lo que cuenta es lo que dice la ficha del libro: el número que aparece en la pestaña de las ventas. El ritmo de publicación es tan alto que las estanterías de una librería se han convertido en escaparates, en vez de en un fondo cuidado. Pero, ¿qué es un fondo cuidado? ¿Qué reglas seguir para llenar las estanterías con buenos libros?

Decía Henry Miller que detrás de cada palabra se escondía el caos. Daba lo mismo cuántas juntásemos, nunca serían suficientes para levantar un muro que pudiera detenerlo. Él, sin embargo, buscó sentido a su vida en ellas. Se había casado muy joven y se había divorciado muy joven. Se había vuelto a casar y se había vuelto a divorciar. Las mujeres le duraban lo mismo que los empleos; sus matrimonios eran igual de precarios que la mayoría que desempeñó. Tras deambular de empresa en empresa por su Brooklyn natal, decidió que lo más sensato era vagar por la calle y dedicarle todo su tiempo a su verdadera pasión: la literatura. Y lo hizo en Francia.

Dormía bajo puentes, comía gracias a la caridad de algunos artistas o amigos. El abogado Richard Osborne le dio cobijo y, cada mañana, le dejaba diez francos en la mesa de la cocina. Una parte, Miller la invirtió en el cortejo de su amante, Anaïs Nin. En 1931, por fin consiguió empleo gracias a su amigo Alfred Perlés, como corrector del Chicago Tribune. Sus primeros artículos los firmó con el apellido de su amigo. Ese año también arrancó su carrera como novelista con Trópico de Cáncer, automáticamente censurada por la Corte Suprema de EEUU por obscena y pornográfica. Hasta 1964, la novela solo pudo entrar al país de las libertades de manera clandestina, camuflada bajo las portadas de Jane Eyre.

Cuenta Henry Miller en Leer en el retrete que leyó en el trono en contadas ocasiones, la mayoría durante su juventud. El excusado era un lugar perfecto donde leer libros prohibidos; aunque su sitio favorito para leer era el bosque. Durante muchos años, Miller tuvo que leer en lugares menos idílicos. Y en posiciones más incómodas: en el tren, en el autobús, de pie, en la cola del paro. No leía en la cama ni tumbado en el sofá. Como mucho, alguna vez en la biblioteca: «Era como ocupar un asiento en el cielo», aseguró; pero la mayoría de veces leía en la incomodidad, algo que también buscaba entre los renglones: «Leí los libros que -al menos, para mí- resultaban más difíciles», confesó. «Nunca leía para matar el rato». En el retrete, según las indagaciones millerianas, la gente solía devorar flecos literarios: revistas, almanaques, thrillers, series. Muchos habían levantado estanterías en el excusado, y algunos retretes incluso contaban con más revistas que la sala de espera del dentista. Resumiendo: cada uno, en su trono, es el rey. 

En realidad, Miller no hablaba del acto de leer, sino del tiempo que implicaba la lectura. Leer es, en definitiva, tiempo. Nuestro tiempo. Y nuestro silencio ante la palabra ajena. Eso es lo que realmente interesaba a Miller, además de responder a la pregunta de quién nos impone el canon de novelas que debemos leer. Nosotros debemos reflexionar en cómo ocupamos ahora el tiempo en el retrete. ¿Alguien se lleva una novela? El móvil se ha convertido en el rey del trono. El único papel que suele encontrarse hoy en día en el retrete es el higiénico. 

«Si alimentar el cuerpo y la mente tiene una importancia vital, la misma cabe atribuir al acto de eliminar del cuerpo y de la mente lo que ya ha cumplido su función», escribió Miller. Los lectores de WC debían hacerse la misma pregunta que los fumadores que quieren dejarlo: ¿De verdad lo necesito?Según Miller, los lectores se acercan a los libros por cinco razones: «Una, alejarnos de nosotros mismos; dos, armarnos contra peligros reales o imaginarios; tres, mantenernos al nivel de nuestros vecinos, o impresionarlos, que es lo mismo; cuatro, para saber qué está pasando en el mundo; cinco, para pasarlo bien». Salvo la última, el resto de opciones poco tenían que ver con el acto autómata de ir al servicio. Por eso, en vez de un libro, Miller recomendaba a los lectores de retrete que se llevasen este consejo con ellos: meditar sobre el tiempo libre; pensar en el por qué de nuestras lecturas; cavilar si, realmente, ese lugar es el más adecuado para el acto de leer.

«Danos algo que perdure», escribió Marie Corelli. Algo que no se vaya flotando cuando se tira de la cadena. Para Miller, ahí radicaba una de las razones más poderosas de la lectura: encontrar algo que nos acompañe toda la vida en esta sociedad desechable y agotada. Él siempre había perseguido ese objetivo cuando se sentaba frente a su máquina de escribir: «Arrancarme ese libro de las entrañas, convertirlo en algo cálido, vivo, palpable, esa ha sido mi única preocupación, mi objetivo». Esa era la máxima aspiración del escritor: relatar la historia de su corazón, sin miedo a la hora de enfrentar nuestro relato: «Terminamos el libro de la vida en el más allá porque nos negamos a entender lo que hemos escrito aquí y ahora».

Faulkner, García Márquez, Steinbeck, Roberto Bolaño. El mismo Henry Miller. Cualquiera sería un excelente compañero de retrete; pero ¿es el trono el lugar idóneo para paladearlos? «Nunca perdemos el arte de escribir», afirmaba Miller, «pero sí perdemos a veces el arte de leer». Recomendaba leer bien, vorazmente, sumar lecturas y experiencias que nos ayudasen a entender el libro de nuestra vida. Ese fue su consejo: rebuscar en las estanterías aquellos libros que nos impulsasen a seguir encontrándonos, aunque al cerrarlos, lo único que quedase por delante fuera continuar con una búsqueda eterna. Por suerte, yo he tropezado con este libro en mi búsqueda. Y Miller puede estar tranquilo: no me lo he leído en el retrete. 


miguel ángel ortiz olivera
Todos los derechos reservados 2019
Creado con Webnode
¡Crea tu página web gratis! Esta página web fue creada con Webnode. Crea tu propia web gratis hoy mismo! Comenzar