José Antonio: Rey de reyes

03.07.2019

Los goles pasan a la historia porque hacen feliz a la gente. Yo recuerdo dos tuyos, José Antonio, que me hicieron tremendamente feliz, como a tantos otros madridistas. Los marcaste frente al Mallorca en el último suspiro de una Liga que agonizaba. Aquel partido lo vi solo, en un cuartucho claustrofóbico que, en aquel hotel, utilizaban de oficina de contabilidad. Yo trabajaba de recepcionista de noche. Ese sábado, mi turno comenzaba a las once, pero llegué antes para ver el partido. Y para no ver que mis amigos y mi novia tenían planes para disfrutar de aquella noche de junio, mientras yo mataba las horas en recepción esperando a que llegasen parejitas de enamorados en busca de un nidito de amor. Suerte de los libros. Y aquella noche, de tus dos goles. Porque tú, José Antonio, tenías tanto arte que decidiste marcarlos a pares. Y que valieran una Liga. ¡Olé! 

Me había mudado a Barcelona un año antes para trabajar de algo que nada tenía que ver con mis estudios. Había visto cómo el Barça de Ronaldinho, escoltado por un jovencísimo Messi, crecía partido a partido, mientras que el Madrid de los galácticos se descomponía temporada tras temporada. Tú también habías tenido que emigrar para mostrar tu valía. Habías debutado en Primera con tan solo dieciséis años: el futbolista más joven de la historia en tomar la alternativa; pero, como tantos jóvenes, tuviste que brillar fuera para que te valorasen en tu tierra. Jugaste en Londres dos temporadas y media. Nunca te adaptaste a los cielos encapotados ni la persistente lluvia gris ni a que la noche empezase justo después de la siesta. Pero regresaste como una estrella consagrada: el primer español que alzó una Premier, además de una FA Cup y una Community Shield. Volviste con más de cien partidos de experiencia. Más de veinte goles te avalaban. Estabas de nuevo en casa, pero te habías quedado para siempre en el corazón de miles de gunners.

Luis Aragonés no tardó mucho en darte la alternativa. El Sabio era muy sabio, sabía que los jóvenes eran el futuro y que tú podías reinar en ese nuevo mundo. Te convocó con la absoluta para que destronases a los viejos reyes. La imagen dio la vuelta al mundo: Luis Aragonés, con las gafas caídas, pegado a tu cara diciéndote aquello de que: «Dile al negro [Henry, tu compañero en el Arsenal] que usted es mejor». En el Mundial de Alemania, aprendiste cuánto pesaba el 10 de España. Y la temporada siguiente, lo duros y largos que se hacen noventa minutos en el banquillo. Desde allí empezaste aquel decisivo partido contra el Mallorca y demostraste que no hay destino inquebrantable para el que tiene alma de héroe.

En tu regreso, también hiciste felices a los hinchas colchoneros. Aunque no a la primera. Tras un año en Madrid, te cedieron al Benfica. Ganaste una Copa de la Liga a las órdenes de Quique Sánchez Flores. y volviste a Madrid. Dos años después abandonaste el Atlético siendo uno de los jugadores más queridos. Sumaste una Europa League a tu abultado palmarés, pero sobre todo marcaste aquel tanto inolvidable al Inter de Milán, en la final de la Supercopa de Europa. Un gol que explotó en Mónaco, y cuya onda expansiva no se detuvo hasta estremecer el cielo de Madrid. Al fin y al cabo, eso son los goles: un estruendo de alegría que se expande y puede poner la piel de gallina a alguien que solo escucha su eco. 

Habías puesto la guinda al pastel. Pero eso no era nada en comparación con lo que estaba por venir. Tu salida del Calderón no fue por la puerta grande ni a hombros ni ovacionado. Alejado del balón, sin pisar el verde, sin la alegría del gol, te desquiciaste, José Antonio. Siempre demostraste tener alma de jugador. Los insultos a Gregorio Manzano cuando te cambió, te condenaron. El héroe nace destinado a caer. Y a levantarse. Siempre. Si algo habías aprendido es que no hay túnel sin salida, tormenta sin arcoíris, sequía de goles que cien años dure. 

Si llenaste algún lugar de talento y alegría, ese fue el césped del Ramón Sánchez Pijuán. En Nervión, el arte se caía de las botas en cada taconeo. Regalaste pases de ensueño. Fintas increíbles, inolvidables asistencias de gol, remates inverosímiles. Rompiste cinturas, paraste el tiempo en una cola de vaca. Unas noches fuiste un mago. Otras, bailaor de flamenco. Y hasta torero que arrancaba olés a la grada. Pero, sobre todo, José Antonio, capitaneaste al mejor Sevilla de la historia: tres UEFA Europa League consecutivas lo atestiguan. El profeta había vuelto a su tierra y había triunfado. El hijo pródigo se había convertido en leyenda. El rey, al fin, podía descansar en su trono. 

El final de tu carrera fue nostálgico como todos los ocasos. No se te cayó la corona por tener que jugar en categorías inferiores tras tu paso por el Espanyol. Te calzaste el mono de trabajador para ayudar al Córdoba a mantener la categoría. Apechugaste como uno más para salvar al Extremadura del abismo del descenso. Eso, en definitiva, significa reinar: velar por la felicidad tu pueblo. Y eso hiciste tú, José Antonio: repartir felicidad en las ciudades donde jugaste, regar con alegría el césped de los estadios donde marcaste goles, recibir las ovaciones que te coronaron como rey.

Siempre te recordaré celebrando tu segundo gol contra el Mallorca, aquel que sentenció una Liga que agonizaba: corriste hacia el banderín de córner y te deslizaste de rodillas sobre la hierba del Bernabéu. Luego llegaron Sergio Ramos y Roberto Carlos a abrazarte, segundos antes de que toda la plantilla te sepultara. Aquella bochornosa noche de junio hiciste feliz a millones de madridistas, José Antonio,. Pero sobre todo hiciste tremendamente feliz a un recepcionista que se preparaba para una solitaria noche de trabajo tras el mostrador. «¡Gol! ¡Gol! ¡Gol! ¡Gol! ¡Reyes! ¡Reyes! ¡Reyes! ¡Gol! ¡Gol! ¡Gol! ¡La Liga! ¡La Liga! ¡La Liga!».         

miguel ángel ortiz olivera
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