La abuela de Ander Izagirre, y diez más

05.12.2017

Ander Izagirre era más de ciclismo que de fútbol, y sin embargo. Era más de las gestas en alta montaña que de los épicos partidos en campos embarrados, y sin embargo. Disfrutaba más de un pelotón afilado por el viento de costado que de una jugada de tiralíneas al primer toque, y sin embargo. Sin embargo, escuchó en la radio de sus abuelos el mítico gol de Zamora, en el último suspiro de una Liga agonizante, y su destino se tiñó de blanquiazul.

«A mí no me gusta el fútbol», escribió en Mi abuela y diez más, «solo me interesa la Real». Ander Izagirre no sabe nada de tácticas. No atiende a los movimientos de ajedrez que muchos domingos sirven para ganar batallas. Tampoco le interesa el espectáculo montado alrededor del balón, ni soporta que los futbolistas hagan teatro sobre el césped. Le aburre la interminable cháchara que engorda los medios deportivos. Le cansan los discursos presidenciales. Y mejor no hablar de los astronómicos sueldos de jugadores y demás chupatintas que pululan alrededor del fútbol. A él solo le interesa la Real Sociedad, el club de su ciudad. Su escudo, el estadio donde ha aprendido de qué va la vida. Y esos jugadores que le han enseñado que, por muy alargada que sea la sombra del rival, no se ha construido torre que no se pueda derribar.

«Once héroes», reflexiona, «once chavales que jugaban juntos de críos en el mismo patio, en los mismos campos de tierra y muchos de ellos en la misma playa de La Concha en la que pronto iba a jugar yo». La misma playa en la que había jugado sus primeros partidos, muchos años atrás, Elías Querejata sin quitarse los zapatos. La misma arena donde había hecho sus primeras palomitas el GatoChillida. La misma que, cuentan, recogía con una pala Eizaguirre antes de los partidos para enterrar los botes falsos del área pequeña. Ander Izagirre debutó en La Concha con la camiseta naranja del Santo Tomás Lizeoa, y el 13 a la espalda. Y pronto se dio cuenta de que no era lo suyo: se pasaba los partidos tratando de que sus piernecillas de ciclista no le temblasen cuando acechaba el balón.

Sin embargo, durante las mareas bajas de La Concha, Ander comenzó a formar parte de la familia txuriurdin. Luego los Reyes Magos le regalaron la equipación de la Real. Y unos años después, su abuela le preparó una bandera blanquiazul con un trapo y un palo. Su tío le llevó por primera vez a Atotxa, y ya no hubo marcha atrás posible. Y es que, como afirma Ander Izagirre: «Pocas personas son tan conscientes de lo caprichoso y frágil que es el curso de la vida como los aficionados al fútbol».

UNA FAMILIA MUY REAL

Contaba Gabriel Celaya que, en los entrenamientos de la Real, muchos balones acaban colándose en la fábrica de su padre. Mugica tenía sede al lado del estadio de Atotxa y, como se jugaba al patadón, los balones volaban por encima de la portería y acababan amontonados en la conserjería de la fábrica. Su padre se negaba a devolverlos. Como buen empresario, pedía cinco duros por cada uno.

Esa sensación de familiaridad que desprende el relato de Celaya es la que recoge Ander Izagirre en Mi abuela y diez más: la Real Sociedad es más que un simple equipo, es una familia donde todos sus miembros aportan algo a la fiesta del fútbol. Por las páginas del libro desfilan, después de su querida abuela, muchos otros personajes que han contribuido a forjar la historia de esta sociedad tan real: Comet y la maldición al club por construir el estadio sobre el velódromo; Amadeo Labarta, que inundaba las zonas del campo con maestría para ahogar el fútbol del rival; los cohetes que lanzaba Patxi Alcorta al cielo de Donosti para que los goles txuriurdines retumbasen en todos los rincones de la ciudad; Karlos Arguiñano pinchando con la punta del paraguas a los linieres que levantaban el banderín más de lo necesario.

Una familia que se reunía en el viejo estadio de Atotxa. Bajo un tejado que se desprendía como la piel de un leproso. Arrapiñados en unas gradas que temblaban como si en el estruendo del siguiente gol se fueran a venir abajo. Entre postes de hierro oxidado que entorpecían la vista del campo. Todos envueltos en aquel olor a fruta que se mezclaba con el del puro. Un estadio que, cada domingo, se convertía en una olla donde hervía la poción mágica para derrotar a cualquier visitante: «Si los jugadores flojeaban fuera de casa, si perdían por tres goles el partido de ida en una eliminatoria, a la vuelta en Atocha estábamos todos nosotros amontonados al borde del campo, a punto de caer sobre él». Bien lo sabía la Quinta del Buitre, incapaz de alzar del vuelo en el barro de Atotxa.

Cuando lo cerraron, el 13 de junio de 1993, se terminó la niñez de Ander: así llega la adolescencia, de golpe, sin avisar que muchas puertas se cierran y nunca más volverán a abrirse. La pista de atletismo de Anoeta le separó para siempre de sus recuerdos, pero él siguió ahí. Aunque sus amigos dejaron de acudir al estadio, él continuó en sus gradas, pertrechado con pipas para el partido, y con libros, para el descanso.

Entre el crujido de las pipas -y de las páginas del libro-, aprendió varias lecciones. Quizás, la más importante es esa que dice que las verdaderas victorias «nos están reservadas a nosotros, y no a ellos, la victoria inconcebible, la euforia del milagro, la posibilidad de lanzar un balonazo que desvíe a los planetas de sus órbitas».



miguel ángel ortiz olivera
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