La asamblea ordinaria de Julio Fajardo

13.03.2018

Tener la posibilidad de leer algunas novedades antes de que salgan al mercado. Esa es otra de las ventajas de trabajar de librero. En la temporada de novedades por excelencia -esa que ahora tan finamente denominan la rentrée y que siempre se dijo la vuelta al cole-, los comerciales de los diferentes sellos editoriales llegan a la librería con unas galeradas bajo el brazo. Traen ediciones no venales del escritor estrella del catálogo, galeradas de una nueva apuesta editorial, pruebas sin corregir de la última novela de un escritor consagrado. De todo un poco. Son como las lentejas: si quieres los coges y si no, los dejas. 

Entre esos libros apareció, hace poco más de una semana, Asamblea ordinaria, de Julio Fajardo Herrero. Ya se sabe que de tanto apretar, la tuerca puede pasarse de vueltas. Parece que podrá dar otra vuelta más, que aguantará la presión, pero, de repente, la rosca cede y todo lo sujetaba se acaba desplomando. Eso es, más o menos, lo que les sucede a los protagonistas de Asamblea ordinaria, la segunda novela de Julio Fajardo Herrero. Unos personajes comunes, héroes de sus rutinas cotidianas, que luchan para salir adelante sin que la marejada de la crisis se lleve por delante los endebles pilares en los que se sustenta su existencia. Miembros anónimos de la sociedad que narran su historia al lector como si de una asamblea se tratase, contando de viva voz las situaciones ordinarias que les explican como personas.

La crisis no solo les afecta en el plano económico. No solo les priva de caprichos, como les sucede al matrimonio protagonista de uno de los monólogos: terminan discutiendo por una foto enmarcada de su hija. Son una pareja en la que él no trabaja y tampoco consigue vender o alquilar un piso que es una carga demasiado pesada para la familia. La crisis no solo les hace temer los finales de mes llenos de facturas atrasadas, como le sucede a una mujer septuagenaria que arrastra el castigo de haber confiado sus ahorros a los trucos de magia de un malogrado banco. La crisis no solo les aprieta las tuercas en sus trabajos para que den más de sí mismos en menos horas, como le sucede al joven que da voz al tercero de los personajes. Un joven que, lentamente, consigue desenmascarar la verdadera cara que se esconde bajo la careta de progre de su jefe.

La crisis, además, les afecta con más sutileza en un plano más profundo: el psicológico. Todos los personajes de la novela son conscientes, en diferentes medidas, de cómo la precariedad les va cambiado su forma de mirar al mundo y a los que les rodean. Esa crisis que, para uno de los personajes, solo es «un plan diseñado en base a lo que tenían calculado que los ciudadanos íbamos a ser capaces de soportar en cada fase, y concebida más que nada para ir poco a poco acostumbrándonos a tener bastante menos», y que se llevará por delante a sus antiguos yoes. Unos perderán el amor, otros las raíces familiares y otros, los más, el trabajo que les mantiene a flote económicamente.

Broncas que antes de la crisis nunca se hubieran detonado. Discusiones que, muchas veces, los personajes no saben de dónde vienen y los acaban ahogando como una imprevista riada de fango. Favores que se piden y favores que se conceden aunque no se quieran conceder. La tensión de tener que contar hasta el último céntimo. Dinero que se ofrece para poder seguir respirando. Dinero que esclaviza. Trabajo que humilla cuando eres consciente de las marcas y los lujos que te separan de un jefe que quiere ser tu amigo; un amigo, por supuesto, al que no le temblará el pulso cuando tenga que reducirte horas y salario. Esas son las corrosivas consecuencias de la crisis. Sus pequeñas verdades que terminarán borrando el futuro de los personajes.

«En realidad lo que nos iba a exigir la situación era más bien lo contrario, que ofreciéramos más y mejores resultados invirtiendo mucho menos tiempo». Más esfuerzo y menos salario, la misma producción. Esa es la ecuación que deben sostener. La crisis económica va fustigando a los protagonistas con su látigo. Para algunos, las situaciones se volverán insalvables, la toma de decisiones se tornará titánica. Para otros, la crisis no hará sino acrecentar las diferencias abismales entre los dos únicos estratos sociales que la han sobrevivido: ricos y pobres, solo diferenciados por «el tiempo que tardaban en cargárseles a unos y otros los programas informáticos, igual que hacía una década, los que podían permitirse una olla exprés tardaban mucho menos que los demás en preparar un guiso».

Cada personaje irá buscando su propia tabla de salvación, «en una época en la que ya nadie podía demostrar por sí solo mayor inteligencia que la del propio mercado». Uno de ellos, en paro y sin previsión de empleo a la vista, comenzará a militar en una asociación política que busca cambios sociales, pero que también los provocará en su hogar. Otra se apoyará en las mujeres que bajan a sus hijos al parque, esa plaza que se convertirá en el improvisado «centro de operaciones y el escenario principal de la red de apoyo que fuimos montando». Allí rulan los tappers, la ropa usada, las conversaciones de ánimo. Otro, un Nini, buscará apoyó en una tía septuagenaria con la que apenas había mantenido relación: dos mundos -el antiguo y el moderno- que a duras penas se entienden para convivir pero que pueden encontrar un lenguaje común.

No existe, en realidad, asamblea ordinaria ni extraordinaria que pueda agruparlos a todos. En consecuencia, viven la crisis solos. El matrimonio cada vez más desunido ante las adversidades; la septuagenaria solamente acompañada por un sobrino al que apenas reconoce; el joven trabajador siempre hablando del jefe de su oficina. Todos la combaten como pueden, a su manera: algunos con resignación y unos pocos con rebeldía. Todos tratan de que las tuercas no se pasen de rosca, de que la tabla de salvación a la que se aferran no se hunda por completo.


miguel ángel ortiz olivera
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