Los crisantemos de Steinbeck

18.08.2016

Decía Steinbeck que, dependiendo del grosor que tuviera la capa de polvo que cubría los libros de una biblioteca pública, podía medirse la cultura de un pueblo. La sentencia podría aplicarse a las librerías. Un librero, mientras pasa el plumero, puede descubrir una pequeña joya olvidada. O quizás sea más profesional decir, no que la descubre, porque su mano la colocó ahí, sino que la redescubre. Algo así como un reencuentro entre conocidos. Ah, estabas ahí. ¡Cuánto tiempo! ¿Cómo ha ido todas estas semanas por las estanterías? ¿Mucho polvo últimamente?

Eso me ocurrió con Los crisantemos. Pasaba el plumero por los libros colocados de cara en la góndola cuando me topé con él: vestido de gala con una camisa blanca de cuyas solapas cuelgan crisantemos grises y naranjas. Es el más delgado de los libros que he leído de Steinbeck. En casa tengo, de segunda mano, De ratones y hombres, que había leído en la universidad; Las uvas de la ira, que devoré años más tarde, Al este del Edén y Hubo una vez una guerra, que esperan pacientemente en la estantería de lecturas pendientes, junto a La perla. Steinbeck es un escritor que siempre me ha obligado a volver.

Albañil, peón, jornalero, agrimensor, empleado en una tienda o guía turístico en un acuario fueron algunos empleos que desempeñó. Necesitaba dinero para comer mientras la escritura se lo comía a él. Saltó de uno a otro hasta que consiguió trabajar como freelance del New York American. Poco le duró la alegría: le despidieron al cabo de unos meses. Publicó sus primeras novelas, cuentos en revistas y periódicos. «La profesión de escritor hace que las carreras de caballos parezcan negocios estables», dijo. Su suerte, sin embargo, estaba a punto de cambiar. En 1940, un año después de publicar Las uvas de la ira, ganó el Pulitzer. Y se armó el lío. Steinbeck se había declarado a favor de las reformas del New Deal, y aquel gesto, en su tierra, California, no tuvo una buena acogida, sobre todo entre los tradicionalistas. «Es curioso lo lejana que resulta una desgracia cuando no nos atañe personalmente», sentenció.

Las uvas de la ira fue un éxito mundial. Saltó a la gran pantalla dirigida por John Ford. Aquella película llegó incluso a la Unión Soviética, aunque con otro título: El camino hacia la ira. Durante unas semanas, la censura soviética permitió que se proyectase en todos sus cines. En la novela, Steinbeck había mostrado con maestría cómo la Gran Depresión azotaba los pilares de la sociedad capitalista. Aun así, los censores la prohibieron poco después. Los que asistían al cine abandonaban la sala confusos. En una sociedad sumida en una crisis tan profunda, una familia norteamericana podía permitirse lo que para ellos era un lujo: tener una camioneta, por muy destartalada que estuviera. 

Más tarde, llegaron los éxitos de Al este del Edén -también llevada a la gran pantalla con James Dean como protagonista-, que culminarían en el Premio Nobel de 1962. El cuento Los crisantemos, no obstante, había aparecido en la revista Harper Baazar mucho antes, en 1937, y un año después, en la colección The Long Valley. Transcurre en el Valle de Salinas, su tierra natal, que dio nombre al río junto al que murió Lennie al final de De ratones y hombres. Comienza con Elisa Allen, mujer de treinta y cinco años, arreglando los crisantemos del jardín. Desde la primera línea, la pureza de los adjetivos invita al lector a entrar en el rancho, a sentirse acogido, como en su propia casa. Y así se siente el viejo chatarrero que llega a la granja en su destartalada carreta. 

Steinbeck solo necesitó eso para levantar un cuento: un perro que gruñe y se agazapa entre las ruedas del carro, mientras los dos personajes charlan sobre el trasplante de crisantemos o las ollas abolladas. El chatarrero vive en su caravana, siempre en el camino, con su perro y las estrellas. Solo tiene su caravana y sus ollas. Muchas noches, ni tan siquiera algo caliente que llevarse a la boca. Se lava en los ríos, malvive gracias a las tijeras que afila por el camino. Elisa, en cambio, se ducha y se frota con la piedra pómez, duerme bajo un cálido techo. Tiene un marido que la quiere. Y sus crisantemos: los más grandes de la región. A ellos entrega sus horas de pasión. Pero esa conversación mundana, despierta dudas: ¿La felicidad se riega como a una planta o crece salvaje? 

Los mejores cuentos guardan un secreto en el bolsillo. En este relato, aflora como los crisantemos y desprende una desconcertante fragancia acre. Los dedos del escritor se movían sobre las teclas de la máquina de escribir como los de Elisa entre los tallos de los crisantemos. En vez de arrancar capullos, los de Steinbeck desenterraban palabras: «Todo se concentra en las yemas de los dedos. Lo hacen los propios dedos. Los ves trabajar. Lo sientes», explica Elisa sobre los crisantemos. «Ellos lo hacen. Nunca se equivocan. Lo sientes. Cuando eres así, no puedes hacer nada mal. ¿Lo entiende? ¿Puede comprenderlo?». 

Es fácil imaginarse a Steinbeck hablando de escritura con esas mismas palabras. 


miguel ángel ortiz olivera
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