La melodía de los campeones

11.01.2020

Ni tan siquiera el himno de la Champions, nos erizaba tanto la piel. Subíamos el volumen de la televisión hasta los límites maternos permitidos y le dábamos el primer mordisco al bocata, mientras aquella melodía atronaba en el salón: Oa, oa, oa, ¡oh! Allá van con el balón en los pies y ninguno los podrá detener... Con solo escuchar la musiquilla de Campeones, se nos olvidaba cuál era la capital de Alemania y si el sujeto iba delante o detrás del predicado. Qué importaba aquello cuando, en la tele, aparecía Oliver Atom chutando con tal violencia, que el balón se abombaba hasta adueñarse de toda la pantalla. Y de todo nuestro mundo.

Todas las tardes después de la escuela, Oliver Atom nos impartía una clase magistral de regates mientras Benji Price nos desvelaba sus trucos para mantener las escuadras limpias de telarañas. Aunque tarareábamos: El estadio vibra con la emoción de ver jugar a los dos; en realidad, vibrábamos también con los demás. Tom Baker nos enseñó que un pase en el momento justo era mil veces más bello que un regate. Y Mark Lenders, que con confianza en uno mismo se podía plantar cara al rival más duro. Ed Warner, por si acaso, nos dio unas extraescolares de kárate. Y Dani Melow nos demostró que siempre pelearía a nuestro lado como un fiel escudero. Bruce Harper, escudero de todos, se rompió la cara contra el poste por la victoria de su equipo. Y Julian Ross casi se deja el corazón por el suyo, y así nos robó el nuestro. El de Phillip Callahan pertenecía a una chica que le animaba desde la grada; nada que ver con Clifford Yuma, que pasaba de líos de faldas. Era tan duro que solo los gemelos Derrick lograban sobrepasarlo con su mítica catapulta infernal.

De eso, en definitiva, trataba el fútbol: de levantar la cabeza y mirar a tu compañero, pero en realidad estar viendo a tu hermano gemelo. Había que escuchar la canción con mucha atención para captar la esencia de su letra: Del primero al último jugador, y empezando por el entrenador, todos tienen que saber su papel para salir a vencer. Y para conducirnos a la victoria estaba Roberto Sedinho, nuestro primer entrenador. Él nos dijo que la pelota nunca se tocaba con las manos. Que había nacido para recibir patadas. Que solo así le demostrábamos nuestro amor. Entre lingotazo y lingotazo a la petaca, Roberto Sedinho nos dio la primera lección: solo los futbolistas que respetasen la pelota, merecerían su respeto.

Junto a todos ellos, disputamos cientos de encarnizados partidos al salir del colegio. El olor a chorizo o mortadela o jamón serrano impregnaba el salón, mientras Oliver avanzaba implacable hacia la lejanísima portería rival. Se iba de uno, de dos, de tres, de cinco y hasta de siete rivales con insultante facilidad. Podía tardar todo un capítulo en llegar a las inmediaciones del área, pero ese era un detalle sin importancia. Nadie se atrevía a despagar un ojo de la pantalla. En cualquier momento podía llegar ese golazo que convertía en mágica cualquier insulsa tarde de febrero.

Leer artículo completo en Revista Panenka núm.91


miguel ángel ortiz olivera
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