La vocación apasionada de un reportero

23.01.2019

Ryszard Kapuściński odiaba las mesas de escritorio. Aunque emborronó miles de cuartillas sobre ellas, en más de una ocasión las tachó de artilugios ortopédicos que encadenaban la libertad que debía guiar al buen reportero. Por esa razón no es fácil imaginarle encerrado en la jaula de la portería; preso entre un puñado de delicadas líneas de cal. Cuesta imaginarlo cobijado bajo la sombra del larguero aguardando a que el balón aceche sus dominios. Nunca fue de esa clase de tipos que se conforman con esperar a que las noticias lleguen. Todo lo contrario. Siempre salió en su busca, y las persiguió hasta los rincones más recónditos del planeta. Y lo hizo con una sola misión: atrapar toda su verdad.

Antes de convertirse en afamado reportero, no obstante, pasó muchas tardes de soledad en la portería. Desde los cuatro años, defendió la del equipo local de Pinsk. «En el colegio no me fascinaba sino una sola cosa: el fútbol», confesó. Al pequeño Ryszard también le fascinaba la mezcla de acentos, razas, culturas y religiones que se mezclaban en sus calles. Pinsk lo conformaban pedazos del mundo que parecían procedentes de un gran naufragio. Judíos, polacos, bielorrusos, ucranianos y armenios convivieron en el pueblo hasta que, en 1939, la ocupación del Ejército Rojo obligó a muchos a abandonarlo. También a la familia Kapuściński. Estaba a punto de estallar la Segunda Guerra Mundial cuando decidieron mudarse a las afueras de Varsovia.

Kapuściński tenía ocho años. Y otra preocupación más mundana: buscar una nueva portería que defender. No tardó en encontrarla. Fichó por los juveniles del Legia de Varsovia. «Pasaba días enteros en el césped del campo», explicó en El mundo de hoy. «Aquello era un arrebato, un delirio, mi vocación apasionada». En ese mismo libro, confesó que si en el salón de su casa había un televisor era simplemente para poder ver un buen partido de vez en cuando. Tenía setenta y cinco años cuando lo publicó. Si toda su vida había esquivado los escritorios por encadenar al hombre, no es difícil imaginar qué pensaría de aquellas hipnóticas pantallas que narcotizaban al espectador. Por experiencia propia, sabía que el mundo real se encontraba fuera de aquella pantalla. Que había que despegarse del mullido sofá y buscar su poesía para apreciarlo en su totalidad.

Precisamente un poema le había arrancado de la portería. Lo había enviado al diario Slowo Powszecne sin mucha esperanza, y para su sorpresa decidieron publicarlo. Aparecieron más versos con su firma en diferentes medios mientras se graduaba en la universidad. Finalizados los estudios, le ofrecieron una plaza de profesor. No la aceptó. La beca, más que una oportunidad, a sus ojos era una pesada losa que anclaría su destino a aquel edificio. Poco después, además, publicó un artículo en el periódico nacional Sztandar Mlodych que cambió el rumbo de su vida laboral y personal. Trababa sobre la controvertida construcción en condiciones infrahumanas de una fábrica estatal en Nowa Huta. Su crítica política creo un gran revuelo social, hasta el punto de que perdió su puesto en la redacción. Sin embargo, las agallas que demostró le valieron la Cruz de Oro del Mérito.

Tras el premio, fue readmitido en el periódico. Pero ya no era el mismo. Un día, llamó a la puerta del despacho del editor. Quería informarle sobre una decisión que había tomado. «Quería salir de Varsovia», le explicó a Bill Buford en una entrevista publicada en 1987 en la revista Granta. «Quería ver el mundo». Su editor le preguntó adónde quería ir. Kapuściński se hubiera conformado con Checoslovaquia, pero su editor le abrió de par en par las puertas de ese mundo que tanto anhelaba conocer. Le envió a la India. Acababa de convertirse en el primer reportero destinado al extranjero de su periódico.

Un portero con la misión de un reportero

Pakistán, Afganistán, el Lejano Oriente, Japón, China, África, América. Kapuściński convirtió el mundo en su oficina. Y viajar, en su forma de vida. Desde que abandonase su tierra natal, su máquina de escribir ya no encontró fronteras. Y teclearla se convirtió en la única manera de dar sentido a su existencia. Durante años, persiguió la verdad por los cinco continentes. Aprendió que un buen reportero no podía temer ni a la mosca tse-tse ni a los escorpiones ni a las enfermedades. Tampoco a las bombas o las metralletas. Y mucho menos, a políticos y gobernantes. Solamente temió no cumplir dos mandamientos. El primero: ser buena persona para no ser un mal periodista. El segundo: llegar el primero a la noticia.

Cumplió los dos en 1969 para escribir el reportaje La guerra del fútbol. Era el único corresponsal extranjero en Tegucigalpa, y fue el primero en informar sobre aquella guerra que azotó América Central. Una guerra que venía cocinándose desde tiempo atrás por el dominio de la tierra, pero que estalló tras tres partidos entre Honduras y El Salvador, clasificatorios para el Mundial de México 70. «En América Latina», aseguró Kapuściński, «la frontera entre fútbol y política es tan tenue que resulta casi imperceptible». Y aquella guerra ilustró la sentencia. La violencia desatada alrededor de los dos primeros partidos provocó que el tercero y definitivo se jugase en terreno neutral, concretamente en el estadio Azteca de Ciudad de México. «Los hinchas de Honduras fueron acomodados en un lado del estadio», relató el reportero polaco, «y los de El Salvador en el opuesto, sentándose en medio cinco mil policías mexicanos con imponentes porras». Se adelantaron los salvadoreños por medio de Martínez, pero poco después empató Rigoberto la Chula Gómez con una espectacular chilena. En la segunda mitad, se repitió el guion: un gol para cada país. En la prórroga, cuando Mauricio el Pipo Rodríguez hizo el tanto que valía el pase mundialista para El Salvador, nadie imaginaba lo que se escondía detrás.

«El fútbol ayudó a enardecer aún más los ánimos de chovinismo y de histeria seudopatriótica, tan necesarios para desencadenar la guerra y fortalecer así el poder de las oligarquías en los dos países», aseguró Kapuściński. Diecisiete días después de aquel partido, las camisetas de fútbol se cambiaron por las guerreras, las botas de tacos por las militares y los balones llenos de aire por bombas cargadas de muerte. Kapuściński se jugó la vida en la primera línea de fuego para informar sobre aquella absurda guerra entre vecinos. No era la primera vez que lo hacía. Tampoco sería la última. «Al compilar la serie de piezas que aparecerían recogidas como La guerra del fútbol, insistí para que se publicarán en el mismo orden en que fueron escritas», le explicó a Bill Buford. «Para mí era muy importante mostrar la cadena de experiencias que me habían convertido en extranjero de un mundo nuevo».

Después de aquel libro, vinieron muchos otros. Después de aquella guerra, estallaron muchas más. Y Kapuściński siempre acudió. Entendía el mundo como lo había hecho su admirado Herodoto muchos siglos antes: viajando hasta sus antípodas y regresando con la maleta repleta de historias que contar. Siempre tuvo claro que la verdadera realidad no podía enfrascarse en una raquítica columna periodística. Quién, dónde, qué, cuándo, por qué, cuánto, cómo: las siete preguntas del periodismo no abarcaban la esencia de la realidad. Silva rerum, "la selva de las cosas": ese fue su lema cuando se sentaba a escribir: «La selva de las cosas tal como la he visto, viviendo y viajando a través de ella».

La historia solo podía filtrarse a través de la experiencia personal. «La historia no se puede penetrar», aseguró, «y esa es su gran riqueza». Había presenciado tantos momentos cruciales, tantos cambios trascendentales para el devenir del mundo, que ya nunca pudo volver a la cómoda rutina que le ofrecía Europa. Le aburría. El portero había traspasado los confines del área, y ya nunca encontró cobijo bajo la sombra del larguero. «La mía no es una vocación», dijo, «es una misión». El reportero no podía esperar a que el balón llegase a sus dominios.

En su largo viaje por el mundo, Kapuściński cambió la vocación del portero por la misión informativa del reportero. Sin embargo, el reportero siempre cargó en la maleta, por muy lejos que le llevaron sus viajes, la palabra que nombraba su primera y apasionada vocación: portero.

miguel ángel ortiz olivera
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