Las cinco paradas del Che

09.04.2022

ARGENTINA

Contó el maestro Mario Benedetti, en una entrevista para El Gráfico, que se hizo arquero por la misma razón que Ernesto Che Guevara: el asma. «El padre del Che me contó que él atajaba para tener a mano esos inhaladores gigantes que se usaban antes», relató. «Los ponía en el palo, entonces, en cuanto los necesitaba, se corría unos pasos y listo». Después, con su habitual humildad, Benedetti aclaró que nunca soñó con labrarse un porvenir como futbolista. Jugaba con los amigos por diversión. Por pura pasión. La misma con que Ernesto Che Guevara encaró a cada delantero rival al que se enfrentó, desde su infancia, en las sierras cordobesas de Alta Gracia, hasta su muerte en La Higuera.

Quizás el deporte y la adversidad, en forma de asma, comenzaron a forjar su carácter de luchador irredento. Dicen que creció hinchando a Rosario, club de su barrio natal. Y que, tras sufrir un desmayo en un partido de rugby, les dijo a sus padres: «Solo dejaré de practicar deportes cuando me muera». Morir de pie, nunca vivir arrodillado. Cumplió aquella promesa, como tantas otras que se hizo a lo largo de su vida. Sus Diarios de motocicleta dan sobrada fe: a finales de 1951, Ernesto Che Guevara, un joven arquero asmático, emprendió un viaje por América Latina junto a su amigo del alma Alberto Granado; un viaje que le llevó a defender una portería en cada uno de los países por los que pasó; un viaje que lo cambió para siempre.

Cuando, siete meses después, regresó a Buenos Aires, ya no era el Fúser o el Pelado o Chancho, como todos le conocían; se había convertido en el Che, como le conocería el mundo entero.

CHILE

Alberto Granado se encargó de preparar la ruta y poner a punto la Poderosa II para la odisea. Los dos amigos buscaban nuevos horizontes más allá de los hospitales, la facultad de Medicina y los exámenes. Vivirían con poco: algún asadito, polenta, pan y mate. Viajarían siempre con rumbo norte aunque, sin todavía saberlo, su ruta los enfondaría en las raíces más remotas de América Latina. Sin embargo, la vieja Norton 500 no les acompañaría muchos kilómetros: dio su postrer bufido en Valparaíso, tres meses después de la salida, en parte, por el nefasto lema de Granado: si se puede remendar con alambre, decía, se arregla con alambre.

La Poderosa los lanzó incontables veces al polvoriento camino. Pinchó decenas de veces. Se rompió la dirección. Partió la caja de cambios. En cada pueblo al que llegaban, solían contar que se les había estropeado el faro delantero para que algún alma caritativa les dejara un rincón donde pasar la noche gratis. Un reportaje periodístico publicó la aventura de los 'dos argentinos expertos en leprología', y les abrió muchas puertas. Acudieron a fiestas, ayudaron a enfermos, degustaron el riquísimo vino chileno y se metieron en algún que otro lío.

En la trepada de lo de Malleca, La Poderosa los lanzó contra un rebaño de vacas. Unos kilómetros después, Ernesto y Alberto se despidieron de ella para siempre en Cullipulli. Y precisamente ahí comenzó el verdadero viaje. Ya no avanzarían con el horizonte como destino; desde ese 7 de marzo de 1952, los dos jóvenes solo tendrían como destino el siguiente paso. Ya no mirarían el paisaje, lo verían. Ya no pasarían de largo, formarían parte del camino. Y dependerían mucho más de la gente que se cruzarían en él. 

Leer artículo completo en Panenka 117

miguel ángel ortiz olivera
Todos los derechos reservados 2019
Creado con Webnode
¡Crea tu página web gratis! Esta página web fue creada con Webnode. Crea tu propia web gratis hoy mismo! Comenzar