Las palabras y los silencios de Steiner

12.05.2016

Los libros son memoria. Impresa a golpe de tinta, queda registrada en sus páginas nuestra historia colectiva e individual. Así ha sido durante miles de años, pero nada confirma que así vaya a ser hasta el final de los tiempos. Comienza Steiner su ensayo, El silencio de los libros, afirmando que, al contrario de lo que solemos pensar, los libros no son eternos. Todas las palabras podrían ser borradas. Las huellas, suprimidas. Los libros pueden ser destruidos, tener un fin, por más que los escritores se empeñen en hipotecar su propia eternidad entre los renglones. Son tan frágiles como el material que les da vida: las hojas de papel.

Han pasado siglos desde las primeras tablillas de leyes hasta las librerías y bibliotecas modernas, soportes todos en los que mantener con vida a las palabras. En la actualidad, los libros virtuales pueden trastocar -al menos en parte- la teoría de Steiner. Cada vez son más los lectores que usan tabletas o la pantalla del ordenador para leer. No solo por el precio de los ejemplares, también por temas de espacio o comodidad. Ya no se carga con el libro a cuestas, no se pasan las páginas, no se acaricia el lomo de los que duermen en las estanterías de tu biblioteca. ¿Qué pasará con ellas? ¿Y con las bibliotecas públicas? ¿Desaparecerán? Todavía no hay una respuesta. Tendrán que pasar muchos años hasta que se extinga definitivamente el lector de papel. Si es que eso ocurre.

Otra amenaza, para Steiner, es el silencio al que son relegados, en muchas ocasiones, los buenos libros. Los números manejan el negocio editorial como ocurre en la mayoría de nichos comerciales. Los números han matado la pasión por la lectura de muchos editores. Aunque lo parezca, el problema no atañe solo a la editorial, sino que es tan profundo que ha arraigado, mediante la publicidad, en los lectores. Hace unos días, una joven lectora me preguntó sobre libros de terror. Le hice algunas recomendaciones: «Ah, no», me dijo, «yo esas cosas viejas no las quiero; yo soy más de Crepúsculo». Otros clientes de la librería, lo primero que preguntan cuando les recomiendas un libro es: «¿Ha vendido mucho?».

Cajas y cajas de novedades llegan a las librerías todas las semanas. Los comerciales de los grandes sellos avasallan a los libreros con obras maestras, novelas rompedoras, voces frescas y autores revelación. Coloridos catálogos, retratos de los escritores, llamativas reseñas. Pero, ¿realmente lo que nos cuentan esos libros merece nuestro silencio? Leer es, ante todo, ceder nuestro silencio a la palabra del que habla. Y los que hablan son cada vez más, por lo que deben hacerse un sitio para que se escuche su voz. No importa la calidad, sino los ejemplares vendidos. O los premios recibidos. Las editoriales buscan libros rentables, autores con seguidores en las redes sociales. Hay escritores que les dedican muchas horas a sus perfiles virtuales porque, al fin al cabo, es un importante requerimiento de su profesión.

El libro más famoso -por muchas novedades que aparezcan a diario- sigue siendo la Biblia. Todavía la educación actual carga con el peso de su influencia. ¿Qué pensarían los lectores al ver aquella obra monumental que no podía compararse con nada hasta aquel momento? Lo curioso es que Jesús de Nazaret, su protagonista, el que nos dejó su legado intelectual, nunca quiso ser escritor. Fueron otros los que escribieron su historia y él, gracias a ellos, quedó inmortalizado como el último gran representante de la enseñanza oral. En nuestro tiempo, por desgracia, ocurre todo lo contrario: casi a diario, cualquiera trata de vendernos su biblia.

La edición se ha liberalizado. La escritura, popularizado. Señal esta, afilada, de doble filo: por un lado se ha democratizado la publicación, pero, por el otro, se ha devaluado el precio de la palabra. Como afirma Steiner, el que habla pide el silencio de los demás, y ahora todo el mundo habla, todo el mundo tiene algo que contar, una receta mágica que ofertar. En la era tecnológica, más que nunca, se propaga el miedo a no dejar huella, a pasar por la vida sin decir nada. También el oficio de escritor ha cambiado con las nuevas tecnologías. De ser un personaje solitario, casi huraño, se ha pasado al escritor de sonrisa profidén que, día tras día, cuelga su foto en las redes sociales.

Se cree que los libros son como semillas. No se advierte que, entre tantas, la suya, muy probablemente acabará pudriéndose en una estantería sin germinar en un solo lector. Algo similar se podría decir del uso de los perfiles en las redes sociales. Mirando el muro de Facebook o Twitter, en cuestión de segundos, aparecerán decenas de publicaciones. ¿Para quién van dirigidas? ¿Cuántas de ellas llegarán a buen puerto? ¿Cuántas naufragarán en la inmensidad de internet? De alguna manera, dejar todo escrito en la red también daña la verdadera raíz de la escritura: la oralidad. «Decenas de miles de años antes de que se desarrollaran formas escritas, se narraban relatos, se transmitían oralmente enseñanzas religiosas o mágicas, se componían y transmitían fórmulas con hechizos amorosos o anatemas». ¿O quizás lo virtual será el soporte de la comunicación oral moderna?

Steiner define las principales diferencias entre la oralidad de Sócrates y el posterior texto escrito a través del Fedro de Platón. «La oralidad aspira a la verdad, a la honradez de corregirse a uno mismo, a la democracia, como un patrimonio común. El texto escrito, el libro, haría caduco todo esto». La llegada de la imprenta trajo consigo la aparición de la censura. Los libros prohibidos, la destrucción de muchos de ellos. Las esferas de poder reinantes en cada período han tratado de controlar la versión de los hechos, y para ello, si era necesario, acallar las voces que se alejaban de la oficial. Eliminar a la oveja negra del rebaño inmaculado. Con la llegada de la industrialización y una clase media ilustrada, florecieron las bibliotecas privadas, reductos infranqueables donde fue posible otra lectura más independiente.

Steiner, además, ataca el mermo que provoca la escritura en la mente: cuando algo se escribe, se olvida. En la era virtual, además, no es necesario memorizar. Todos los datos están a un solo clic del ratón. ¿Para qué recordar fechas, nombres, reinados, batallas? Google tiene todas las respuestas. La Wikipedia, toda la información. En cualquier sitio, en cualquier momento. De alguna manera, el polvo se acumula en algunos rincones de la memoria y, para Steiner, «la educación moderna se asemeja cada vez más a una amnesia institucionalizada». Además, nuestro siglo carga con otro gran problema: la falta de silencio. El que habla se lo exige al que escucha, pero está cada vez más hipotecado.

«El silencio se ha convertido en un lujo», afirma Steiner. Los libros compiten en la lucha por hacerse escuchar con la música. Y con todo lo visual. «Los períodos de verdadero ocio, de los que depende toda lectura seria, silenciosa o responsable, se han convertido en patrimonio, casi en distintivo, de universitarios e investigadores». Son pocos los que pueden hacerse con algo de silencio en la modernidad. Ese es nuestro sino: llenar de ruido el silencio, no parar ni un segundo para pensar con algo de claridad.


miguel ángel ortiz olivera
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