Los libreros corruptos de Roald Dahl

28.06.2016

Hay escritores que comienzan sus relatos por la primera frase, y de ella nace el resto de párrafos. Hay otros, en cambio, a los que la primera frase que les viene a la cabeza es la última. Los hay que, como una hoja de cálculo de excel, comienzan a escribir con todas las fórmulas listas para que no se les escape ningún detalle de la trama. Antes de sentarse frente al ordenador, todo está esbozado en borradores salpicados de tachones y anotaciones en los márgenes. Nada escapa a su control. Todo lo contrario que los escritores que, como si su mente fuese un documento de word en blanco, comienzan a teclear frenéticamente una palabra detrás de otra siguiendo el dictado de la imaginación.

Decía Roald Dahl que dudaba de «que hubiera escrito una línea, o que hubiera tenido la habilidad para escribir una línea, a menos que una tragedia menor torciera mi mente fuera de la rutina normal». Esas pequeñas tragedias, aliñadas con gotas de humor negro, condimentadas de afilados adjetivos y rematadas con un final de sabor sorprendente, componen la receta de sus cuentos. No recuerdo cómo ni por qué llegó a mis manos Relatos de los inesperado, pero lo que no olvidaré será precisamente lo inesperado del final de aquellos relatos. Comencé leyéndolos sin hacer cábalas, pero a medida que avanzaba me podía la curiosidad de intentar adivinar cuál sería el final. No acerté con ninguno.

Cuando empecé a leer El librero, ni me molesté en intentar deducir el final. ¿Qué esperar de una pareja de libreros que desprecian los libros? Los dos protagonistas, el señor Buggage y la señorita Tottle, no prestan atención a la librería de viejo que regentan. Ya se sabe que los libros, cada vez, son un asunto menos rentable: «La librería ingresaba menos dinero en todo un año de lo que sumaba el negocio de la trastienda en apenas un par de días». De hecho, permiten que los compradores se paseen con total libertad entre las estanterías de libros usados. Nadie les vigila. Poco les importa que traten de robarles un ejemplar. Tanto Buggage como Tottle saben que no hay primeras ediciones de gran valor.

Se pasan las horas estudiando el Who's Who. De ahí, el señor Buggage ha sacado una lección de vida en claro: «En este mundo no se trata de quién eres. Ni siquiera se trata de a quién conoces. Lo que cuenta es lo que tienes». Él tiene cientos de libros que no valen absolutamente nada. Una lectura te llena el alma pero te deja los bolsillos igual de vacíos. Por eso, aparte de miles de hojas de papel, ha acumulado algo que sí que tiene valor en el mundo real: cuentas bancarias. Entre los dos, manejan ochenta y ocho. Sesenta y seis, él; veintidós, su secretaria y, por supuesto, amante.

Roald Dahl afirmaba que si alguien quería llegar lejos, debía leer muchos libros. Seguramente, la lejanía a la que se refería no tenía nada que ver con los kilómetros. Un libro, ya se sabe, es viajar sin moverse del sitio y ensancha horizontes al que abre sus tapas. En la literatura, se tiende a idealizar la figura del librero. No en vano, son los custodios de las palabras. Los encargados de que los libros lleguen a los lectores. Los intermediarios de la cultura a pie de calle. Es natural asociarle con la lectura. Es fácil imaginarse su casa inundada de pilas de libros por leer. Todo lo contrario que los de Roald Dahl. Los libros, para este par de libreros, solo tienen una función: ser cómplices silenciosos en el negocio que se cuece en la trastienda.

Los libreros de Roald Dahl han llegado lejos con los libros, pero no leyéndolos. Leer es algo que, en mundo actual, da poco rédito. Vivir la vida en las páginas de una novela, descubrir su mundo imaginario, volver al real con una mirada nueva. Nada de eso les interesa. Disfrutar la vida no incluye la lectura. Tienen claro que lo que mueve el mundo es el dinero. Saben que el verdadero placer les espera en la hamaca de una piscina, a la sombra de un lujoso hotel. No en las páginas de un libro. Se ríen a carcajadas ante el paraíso que Borges encontraba en una biblioteca. El señor Buggage sabe -como buen librero que conoce su fondo- que los auténticos paraísos están catalogados en un libro: Los 300 mejores hoteles según René Leder. Ese su objetivo: visitar todos y cada uno de ellos. Tomarse una copa de cava en África. Zamparse una langosta en un hotel perdido del Caribe. Retozar con la señorita Tottle entre las sábanas de un hotel en el corazón de Europa.

Para ellos, en eso consiste aprovechar la vida. No quieren perderla entre los renglones de un libro. Roald Dahl, su creador, tomó el camino contrario. Quién sabe cuál de los dos conducía a la meta. Lo único cierto es que la vida hay que saber leerla y cada uno hacemos nuestra propia lectura. Vivirla leyendo, como Roald Dahl, el ruido fuera y la luz dentro. O sin leer una sola línea, como sus libreros, porque la mejor novela es siempre la que está por escribir, la que se queda en el tintero por falta de tiempo para teclearla. Quién sabe cómo acabará este cuento de los libros. Ya dijo Roald Dahl que no se puede encontrar la magia sin creer en ella.


miguel ángel ortiz olivera
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