Un partido para alcanzar la gloria

11.07.2019

A Günter Grass, el estallido de la Segunda Guerra Mundial le pilló con quince años recién cumplidos. Mientras el Tercer Reich extendía sus tentáculos por todos los rincones de Alemania, el joven Günter disfrutaba de las tardes de sábado pateando un balón. Era extremo izquierdo. Se dejaba el alma en cada internada, apuraba la línea de cal y trataba de sacar un buen centro bombeado al corazón del área. Jugaba en un club amateur de Danzig, una ciudad libre hasta que la Alemania nazi se la anexionó el 2 de septiembre de 1939. Ese día, Günter Grass no solo perdió su libertad; también su juventud: tuvo que dejar de jugar al fútbol para trabajar y combatir la miseria que asolaba su casa.

Cuando cumplió los diecisiete, el ejército alemán se retiraba hacia Berlín. La guerra parecía terminar, pero, como a tantos otros jóvenes, los nazis le reclutaron como tanquista en las filas de las Waffen-SS. Como reveló muchos años después en una entrevista para el periódico Frankfurter Algemeine Zeitung, no disparó un solo tiro. Las SS le habían obligado a alistarse en un ejército al que no pertenecía y a participar en una guerra en la que no creía, confesó. Desde el principio tuvo claro que no quería cargar con muertes en su conciencia. Y por suerte, pronto fue herido y capturado por el ejército norteamericano. Nunca más tuvo que volver al frente. La guerra, al fin, dejó paso a la paz.

A los protagonistas de Nos prometieron la gloria, la última novela de Mario Escobar, también les pilló la guerra siendo adolescentes. Ernest, Ritter, Eduardo Collignton y su hermano pequeño Mario estudian en la universidad de Múnich. Además de los estudios, les une una pasión más lúdica: el fútbol: «un deporte capaz de encauzar la agresividad que todos los seres humanos llevamos dentro». Sin embargo, el balón no pudo detener la escalada de violencia nazi. Eduardo y Mario, a pesar de tener raíces alemanas, han nacido en México y pronto se convierten en blanco de las Juventudes Hitlerianas. En medio de un partido, les atacan gritando: «¡Estos latinos de mierda no pueden ganar a jugadores de raza aria!».

Como le sucedió a Günter Grass, también se ven obligados a alistarse en las Juventudes para poder terminar sus estudios. Mientras se gradúan, son testigos de cómo Hitler asciende al poder. Incluso acuden a los Juegos Olímpicos de Berlín, y presencian cómo Jessie Owens sonroja al régimen: «En aquel mundo sórdido, en el que nunca se podía contradecir al régimen», dice Mario, «sentimos que el júbilo del estadio era una especie de válvula de escape para muchos alemanes, que se reían en la misma cara de los nazis de su derrota». Hitler, no obstante, no se dejó derrotar tan fácilmente, como demostró el partido que disputaron Perú y Austria: los latinos pasaron por encima a los austriacos en la prórroga, pero una invasión de campo provocó la anulación del choque cuando la derrota tenía visos de convertirse en nueva humillación a la raza aria.

UN BALÓN EN EL CAMPO DE CONCENTRACIÓN

El estallido de la guerra desmantela el equipo. Eduardo y Mario Collignton regresan a México, con la promesa de reunirse cuando terminase el conflicto. Ernest y Ritter se quedan, y sus destinos vuelven a entrelazarse en Auschwitz: el primero es prisionero del segundo, un soldado de las SS. En el campo de concentración, vuelven a jugar al fútbol, aunque esta vez en equipos diferentes. «Me puse el traje del equipo como un niño al que acaban de regalar por Navidad lo que había estado deseando tanto tiempo», dice Ernest mientras se prepara para el trascendental partido. Durante noventa minutos, los presos tienen la oportunidad de vencer a sus verdugos. «Sabíamos que aquello era mucho más que un partido», dice Ernest, «era una guerra entre dos mundos». Y añade: «Vencerles era, en cierto sentido, demostrar que estaban equivocados, que la única raza inferior era la de los hombres incapaces de reconocer a sus semejantes como iguales».

El partido recuerda al que recrearon Pelé, Osvaldo Ardiles y Stallone en la película Evasión o victoria, basado en el que disputaron el FC Start y el Flakelf alemán: "El partido de la muerte". Es sabido que en Auschwitz, como en muchos otros campos de concentración, se jugaron ligas entre equipos formados por prisioneros y carceleros. En el libro Sin destino, el Premio Nobel Emre Kertész describió así el campo donde jugó: «Se encontraba en un claro y parecía estar en perfecto estado: con su prado verde, sus porterías, sus líneas debidamente trazadas, todo bien cuidado y ordenado». El filósofo Yehuda Bacon, superviviente de Auschwitz, recordó que, cuando el doctor Klein de las SS les entregó un balón, comenzó una ingeniosa forma de tortura: el fútbol. 

Algunos jugadores recibían un extra de comida o un trato de favor para que los partidos no se convirtieran en un espectáculo dantesco, mientras las cámaras de gas continuaban lanzando nubes negras de muerte al cielo. Como explicó el periodista José I. Pérez en su magnífico reportaje Yo jugué al fútbol en Auschwitz, el deporte rey creó una extraña atmósfera donde víctimas y verdugos, durante noventa minutos, jugaban como si aquella fuera la guerra más importante. El fútbol se convirtió en una sutil tortura para las víctimas, y en el circo que necesitaban los soldados, aburridos de la vida carcelaria, para no atragantarse con tanta muerte. Sin embargo, ni el trabajo -como rezaba el famoso lema nazi-, ni el fútbol hicieron verdaderamente libres a los presos, ni siquiera a los equipos de presos que se dejaron ganar por sus captores, muchos igualmente asesinados días después. Solo los que salieron con vida de Auschwitz vencieron a sus captores, y lo lograron fuera del campo: en los tribunales. 

En el libro La tregua, Primo Levi relató un partido entre supervivientes para celebrar el final del conflicto: «La victoria y la paz fueron festejadas también de otra manera», escribió. «A mediados de mayo, se celebró un partido entre el equipo de Katowice y una representación de los italianos». Los protagonistas de Nos prometieron la gloria también jugaron un partido tras reencontrarse. Habían recibido una escueta nota de Eduardo Collignon que decía: «Tenemos que echar un último partido de fútbol antes de que nuestros cuerpos no nos lo permitan». En el epílogo de la novela, Mario Escobar aclara que descubrió esta historia de casualidad, en la Feria Internacional del Libro de Guadalajara, México, donde Alfonso Collignton, hijo de Eduardo, le contó que por suerte aquel partido llegó a jugarse. 

Convertido en un prestigioso novelista, Günter Grass también disputó un encuentro similar al que cierra la novela Nos prometieron la gloria, pero en su caso por insistencia de su hijo. Tenía más de cincuenta años y, desde que el árbitro pitó el final, estuvo varios días sin poder doblar la rodilla. Sin embargo, había alcanzado su gloria particular: su hijo estaba orgulloso de él. Con ochenta años, en Pelando la cebolla, su libro de memorias, rememoró aquella horrible experiencia en el frente. «En las letras», como él mismo aseguró, «allí donde circula la existencia también circula un balón»


miguel ángel ortiz olivera
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