Camper

14.08.2020

Los domingos tenía que ir a misa. En las cuatro casas del pueblo todo se sabía, y mi abuela me dejaba sin los cinco duros de paga si no iba. Me daba otros cinco para el cepillo, pero nunca pensé en quedármelos. Un bofetón con las manos agrietadas del abuelo daba más miedo que el infierno. En cuanto acababa el sermón, volvía corriendo a casa de los abuelos. En la parte trasera tenían un nogal donde anidaban decenas de gorriones. Era el lugar donde gastaba algo que me gustaba más que el dinero: el tiempo.
              El último domingo de septiembre, me crucé a la abuela cuando iba a misa. Me había gastado los cinco duros en la tragaperras del bar, y llegaba tarde. Me costó reconocerla. Iba con el vestido negro, que no se ponía desde el entierro de mis padres. Habían muerto en un accidente de coche, tres años antes. Desde entonces, yo vivía con los abuelos. Y no creía en Dios.

                 La abuela arrastraba las zapatillas de andar por casa. La cachaba restañaba contra el empedrado, a cada paso. Camper la seguía. Me escondí en la sombra del campanario, detrás del pilón y entre los juncos del río. Al llegar al puente, Camper se detuvo y olfateó el aire. No me vio. Estaba ciego desde hace años y, aunque la abuela le limpiaba las legañas todas las mañanas, antes de comer ya tenía los ojos cubiertos de una gelatina amarilla.

                 Vamos, dijo la abuela.

                 Camper alzó una oreja, pero no se movió. Bajo ellos, corría un hilillo de agua cristalina. Estoy seguro de que sabía que ya nunca volvería a cruzar ese puente.



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miguel ángel ortiz olivera
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