El destape del fútbol femenino

El prestigioso médico Gregorio Marañón afirmaba que el paso de la mujer por los deportes era meteórico, hasta que se le despertaba el instinto maternal. En los años 60, sus ideas todavía tenían ecos en la revista Teresa, que sustituyó a Medina:
«Una mujer que tenga que atender a las faenas domésticas con toda regularidad, tiene ocasión de hacer tanta gimnasia como no lo hará nunca, verdaderamente, si trabajase fuera de su casa. Solamente la limpieza y abrillantado de los pavimentos constituye un ejemplo eficacísimo».
A las aficionadas al fútbol, solo les quedó transformarse en espectadoras, pero no en las señoras, elegantes y distinguidas, que acudían los domingos a las plazas de toros. Las que frecuentaban stadiums, al oler la hierba, se transformaban en hinchas que jaleaban exaltadas a sus equipos. Sin vergüenzas ni remilgos.
Por mucho que el Régimen tratase de encerrar a la mujer, cada vez más extranjeras veraneaban en nuestras costas. A finales de los 60, Europa se colaba sin remedio por los Pirineos. Floridos bikinis, gafas de sol, faldas cortas. Nuevos peinados, excitantes perfumes, coloridos maquillajes. Las extranjeras no sentían pudor de mostrarse femeninas. El Seat 600 bacheaba en nuestras carreteras, la Coca-Cola y el vermú se servían en las terrazas y los jóvenes, más contestones, se dejaban melena imitando a los Beatles o a Johan Cruyff. Y, de repente, un día, unas chicas comenzaron a jugar al fútbol. Ocurrió en partidos organizados en los campus de las universidades. En las fiestas de los pueblos. En campañas benéficas para recaudar fondos.
Arrancó la conquista del deporte masculino por excelencia: el fútbol. Un partido que buscaba la igualdad en el marcador entre hombres y mujeres; pero que, en muchas ocasiones, acabó empañado por las barbaridades de los trogloditas que poblaban las gradas. Y de muchas mujeres que trataban a las futbolistas como marimachos. Aun así, aquellas pioneras no se achicaron. Buscaron la fuerza en la unión del equipo. Entre otros, nacieron, semiclandestinamente, el Sizam Paloma, el Racing en Valencia, la Peña Femenina en Barcelona, y el Polideportivo de Fuenguirola. Entre el 24 de enero y el 28 de febrero de 1971, estos cuatro clubes disputaron el primer campeonato femenino, sin ningún apoyo oficial.
Hubo, sin embargo, dos encuentros entre mujeres de los que todo el mundo habló aquel 1971: los que enfrentaron a las Folclóricas contra las Finolis. Dos partidos que demostraron lo poco en serio que se tomaba el fútbol femenino en España. El show organizado por Pedro Ruíz, presidente del Rayo Vallecano, se celebró en Vallecas y en el Sánchez Pijuán. Por veinte mil pesetas fichó a lo más granado de la farándula nacional. En el plantel de las Folclóricas, capitaneado por Lola Flores, destacaban su hermana Carmen, Rocío Jurado o Marujita Díaz. Vistieron la camiseta del Betis. Entre las Finolis, con el uniforme del Rayo, jugaban Encarnita Polo o Luciana Wolff. Aquellos partidos tuvieron dos efectos positivos: por un lado, recaudaron dinero para las guarderías del Patronato de Nuestra Señora del Socorro; por otro, abrieron una rendija para familiarizar al público con el fútbol femenino.
Aunque la imagen proyectada no fue la más adecuada, como sucedió en la gran pantalla. El cine poco contribuyó a normalizar la situación. El estreno de Las Ibéricas, dirigida por Pedro Masó, en 1971, fue una deshonra para las mujeres que luchaban domingo a domingo por sus derechos. Rosanna Yani, María Kosti, Tina Sainz, La Contrahecha o Ingrid Garbo aparecieron embutidas en prietas camisetas con escote, las interminables piernas asomando por diminutos shorts, las medias lamiendo sugerentemente las rodillas. Años antes de que explotase el destape, las futbolistas quedaron retratadas en la gran pantalla como la portada de un calendario colgado en la pared de un taller. Lo mismo que sucedió, un año más tarde, cuando se estrenó La Liga no es cosa de hombres.