El equipo más poético del fútbol español
Los balidos de las cabras desperezaban el silencio de la sierra. Como si despertase de un sueño, Miguel alzaba la vista del papel de estraza y entrecerraba los ojos cegado por los rayos de sol. Ante él: un inmenso paisaje verde moteado por el blanco algodonado de las cabras.
Acomodaba la espalda en el tronco de la morera y volvía a bajar la mirada al cuaderno. Clavaba la punta de la plumilla. Si el balido no había espantado a la musa, escribía una palabra. Algunas tardes, tras horas mirándola, terminaba tachándola; otras, garabateaba versos como poseído. Siempre culminaba los poemas con la misma palabra: FIN. Aunque por dentro le había sacudido el terremoto de la poesía, todo seguía igual alrededor: silencio, campos verdes, cabras, rayos de sol. Bajo la sombra de la morera brotaron sus primeros poemas. Algunos los guardaba, y otros, los repartía entre sus compadres. Al Meno le iban ni que pintados para el baile de los domingos: los regalaba entre las zagalas por si alguna picaba el anzuelo de aquellas rimas zalameras.
A los catorce años, su padre, don Miguel, jefe de cabreros de Orihuela, lo había sacado del colegio de jesuitas Santo Domingo. Había que pasturar en la Vega, y Miguel se pasaba horas a solas con las cabras y su cuaderno. A su padre no le gustaba la tontería de leer, y menos, el cuento de escribir. Le había prohibido la poesía mientras pasturaba: se embobaba con las rimas y las cabras pacían en terrenos ajenos. También los libros por la noche bajo amenaza de tundra. Miguel, por supuesto, no entendía de prohibiciones. Quería ser poeta y su morral estaba lleno de versos arrugados. Y de libros de la biblioteca. Inocencia, aunque le regañaba, no podía enfadarse cuando le devolvía a Espronceda salpicado de aceite, o a Rubén Darío rasgado, o mojado Bécquer. Su apasionada voracidad compensaba.
Pero no solo de libros se alimenta el hombre, y menos, un niño. Con Vicente Sarabia y Filomeno Bas, merodeaban las fincas de los jesuitas y birlaban aguacates para merendar. Pero sobre todo, después de guardar el rebaño en la majada, Miguel quedaba con sus compadres de la calle de Arriba y jugaban al fútbol hasta que no se distinguía el pelotón en las sombras de la noche. El Rosendo, el Manolé, Gavira, el Mella, Sapli, Pepe, Paco, el Botella, Rafalla, el Habichuela, José María, Meno, el Paná. Chiquillos que realizaban trabajos de hombres -obreros, pastores, braceros, peones, campesinos-, y recuperaban la infancia tras los botes del balón.
Entre todos montaron un equipo y lo bautizaron como La Repartiora. Buscaron camisetas, pantalones, medias. Algunos se hicieron con espinilleras y botas, y los defensas, con un pañuelo para proteger la frente. Se agenciaron un local social en la calle de los Cantos, delante del huerto del padre de Miguel. Las tardes de más calor, lo cerraban y se juntaban en la taberna del Chusquel para jugar al raque, el dominó o la brisca. No se bebía mejor vino de Pinoso en todo Orihuela. El Paná recordaba que «a Miguel le gustaba mucho jugar al fútbol, y como allí nos poníamos nombres, pues a él le llamábamos el Barbacha, porque jugaba bien y era fuerte, pero lo hacía algo lento». Lento como los caracoles. Lento para aplicar la pausa necesaria. Lento porque en la banda había que pensar, y no solo correr como una cabra.
El Barbacha, dentro del campo. Fuera, el Pelao o el Visenterre. Por mayoría, Miguel salió nombrado secretario. Era el único que sabía juntar palabras para que sonasen bien. Pasó varias noches en vela componiendo un himno. «Había que ver a los once del equipo», recordaba Filomeno Bas, «aprendiéndose a toda prisa la letra, en las once coplas que Miguel les entregó: oírselas cantar cuando se desplazaban en galera a cualquier pueblecito cercano para disputar un partido». Mientras bajaban hacia Los Andenes entonaban, al ritmo del pasodoble Por la calle de Alcalá de Las Leandras:
Ni el Iberia ni los Yankees
El foot-ball de principios de los veinte, en Orihuela, más tenía que ver con una fiesta que con una competición. El match de los domingos se vivía como un acontecimiento social. Los vecinos acompañaban a su equipo a ritmo de coplas y chotis. Los forwards que hicieran los goals tenían pagados los tragos donde el Chusquel. Y aseguradas las cartas de amor de las zagalas del pueblo. Antes del choque, montaban las puertas y desenterraban los cantos rodados de la era. Si el partido se calentaba, se usaban como arma contra el sufrido réferée. Todos los piques se olvidaban tras el encuentro. Merendando, los equipiers bebían, se invitaban a cigarrillos y echaban unos bailables con las muchachas del pueblo.
Todos los vecinos de Orihuela conocían La Repartiora. En la taberna del Chusquel, unos contaban que el nombre venía porque, en el equipo, todo se repartía. Si el Paná aparecía con un redondo de queso curado, ese día todos almorzaban queso con un chusco de pan. Si el Manolé llegaba al local social con el pellejo lleno, esa tarde todos brindaban con vino tinto. Otros vecinos criticaban que no solo socializaban lo suyo. Más de uno les había pillado, al volver de La Olma o de San Antón, picoteando de las huertas que había camino del pueblo. Y después, encerrándose en casa de alguno para repartirse el botín. También los había que decían que el nombre era una burla a la derecha oriolana. Andaban embobados con esa idea comunista de todo repartido equitativamente.
«Como teníamos formado un equipo de fútbol», recordaba Vicente Sarabia, «[Miguel] nos decía que hiciéramos gimnasia para estar fuertes, pero lo que nos faltaba a muchos era buena alimentación. Me acuerdo que muchas tardes nos daba vasos de leche que él mismo ordeñaba de las cabras de su padre». Cada cuadrilla, quinta, calle o barrio formaba su equipo amateur con escudo, colores y bandera. En Orihuela, a La Repartiora le salieron dos duros competidores: el Iberia, compuesto por una cuadrilla de mozos de la calle de La Acequia, y los Yankees, formado por jóvenes burgueses y presidido por Manuel Soler, Lolo, por aquel entonces delantero centro. Los Yankees se agenciaron unas camisetas blancas con una Y negra en el pecho, del mismo color que el calzón. Cuentan que hubo mofas entre los equipos rivales: la Y, tras el primer lavado, destiñó y el blanco se enturbió como un café.
Los Yankees también compusieron un himno, quién sabe si inspirado en los modernos movimientos literarios de vanguardia: «A la cama, a la cama/ a camafulcla, fulcla, flucla, cla./ Chiriví, chiriví manú./ Oltra, don Juan de la quisqui fú./ Chiriví, chiriví, manú./ A la fulitraca, a la fulitraca,/ jámala, jámala, quisqui./ Yunguí, yunguí, macao./ Fao, fao, fao./ Son de la peña: tres va./ Yankees, Yankees, Yankees». La fiera rivalidad provocó que, más de una vez, volaran cantos rodados por La Olma. Miguel, en vez de piedras, prefería lanzar versos envenenados de ironía. Con el ritmo del chotis El Pichi, de fondo, les cantaba a sus rivales:
Elegía al guardameta
Miguel, cada día, dedicaba más tiempo a sus poemas. En la comarca le conocían como el poeta-cabrero. Comenzó a colaborar en el semanario El Pueblo de Orihuela, y algunos de sus sonetos aparecieron en la revista Voluntad. Su romance con Carmen también le robaba mucho tiempo y a sus ojos les dedicó muchos versos. Seguía acudiendo a la Biblioteca, al teatro como espectador y como actor, al café Levante, a la tahona de Carlos donde hablaban de poesía con Ramón Sijé; pero, como cuenta José Luis Ferris en Miguel Hernández, «tampoco ha olvidado a sus viejos amigos de juegos, los callejeros de siempre, con los que sigue disputando partidos de fútbol y defendiendo, desde su puesto de medio volante, los colores del equipo de La Repartiora».
Los domingos mantiene su cita con el fútbol. Carlos Fenoll, el Arriero, y Efrén lo acompañaban a los partidos del Club Deportivo Orihuela. Después de pasar por donde el Chusquel, los tres bajaban al campo de San Antón. El Club estaba reformando Los Andenes, añadiendo vallas de madera, casetas para los jugadores y una cantina para los aficionados. Miguel podía recitar de memoria, como si de un poema se tratase, la alineación: Soler, Navarro, Sánchez, Daniel, Trino, Ruiz, Pi, Gramalier, Adrover, Valls y Mariano. El que más le fascinaba, sin duda, era Manuel Soler, Lolo, el valiente arquero. Quizás por las similitudes del portero con el poeta: en soledad, siempre observando desde su atalaya la batalla. Siempre el último defensa: como la poesía, última esperanza cuando lo demás ha fracasado.
Tanto lo admiró que, tiempo después, le dedicó un poema. Seguramente influenciado por la Oda a Platko de su admirado Rafael Alberti, Miguel lo tituló Elegía-al guardameta. El poema, como algunos goles, nació en un córner. Lolo se lanzó para despejar el remate y se golpeó con el poste. Como a Platko en la final de Copa de 1928, una brecha le abrió la cabeza. Afortunadamente, el Lolo de carne y hueso no murió.
A Lolo, sampedro joven en la portería del cielo de Orihuela.
Miguel se ahogaba en Orihuela. Necesitaba huir en busca de su nuevo yo. Dejar atrás la sombra del pastor y dedicarse en cuerpo y alma al incesante rayo de la poesía. Pagándola a plazos de cinco duros, se compró una Corona portátil para redactar sus poemas. Pero necesita más. Tampoco el primer premio en un certamen literario le llenó. Necesitaba salir, y hasta la llamada del servicio militar le parecía un canto de sirenas. Sin embargo, quedó exento por exceso de cupo. Y no dudó en escribir a Juan Ramón Jiménez:
«Tengo un millar de versos compuestos, sin publicar. En provincia leen pocos los versos y los que los leen no los entienden [...] Soñador como tantos, quiero ir a Madrid [...] Abandonaré las cabras -oh, esa esquila en la tarde- y con el escaso cobre que puedan darme, tomaré el tren».
Aunque no recibió respuesta, el 30 de noviembre de 1931 metió la Corona portátil en la maleta, guardó sus cientos de poemas en una carpeta, se calzó su único traje y se despidió de los compañeros de la Repartiora y de sus amigos en la estación de tren.