El florecimiento del balompié

24.11.2016

La semilla del foot-ball se había plantado en tierra fértil, y no tardó en florecer. Por mucho que intelectuales de la talla de Unamuno, Ortega y Gasset, Machado o Ramón y Cajal se opusieran, el sport del pelotón echó raíces en suelo español y germinó en todos los estratos sociales. No solamente sucedió con el fútbol. Boxeo o ciclismo también brotaron con fuerza y, en pocos años, se profesionalizaron. El motor, por su parte, experimentó un gran crecimiento debido, en gran medida, al rey Alfonso XIII, que se declaró su más ferviente amante. Su esposa, la reina Victoria Eugenia, no quiso ser menos y promocionó eventos y sociedades deportivas, convirtiéndose en el modelo castizo de sportwoman de la época. Como escribió Castro Lés en Gran Vida: «¡Hermoso espejo tienen dónde mirarse las jóvenes de la generación que llega!».

Ni que el sport fuese símbolo de distinción social, ni el neutralismo en la Primera Guerra Mundial, ni tan siquiera el creciente poder adquisitivo de la clase trabajadora. Lo que coronó al foot-ball como deporte rey fue la gesta de Amberes, en 1920, de los futbolistas comandados por Paco Bru. En su primera participación olímpica, la Selección volvió a España con una medalla de plata que sabía a oro, lograda a base de casta, bravura y cojones. El mismísimo Alfonso XIII presidió el apoteósico recibimiento de los héroes en San Sebastián, y los felicitó personalmente. Para la historia había quedado la frase de José María Belausteguigoita Landaluce, al que todos sabiamente llamaban Belauste: «¡A mí el pelotón, Sabino, que los arroyo!». El periodismo había creado el mito. Manuel Castro Hándicap, el único reportero español en aquellos Juegos, la publicó en una de sus crónicas, y en aquella frase, quedó resumida la filosofía de la temida furia roja, por mucho que los italianos se mofaran con lo de furia rossa.

El nacimiento, en 1897, de la revista Los Deportes había resultado decisivo en la difusión del sport. La cobertura de competiciones internacionales, como los JJOO, creó un nuevo puesto en las redacciones: el enviado especial. El primero en ocuparlo fue Jorge Peano, en 1899, corresponsal de Los Deportes enviado a Argentina. A raíz de la plata de Amberes, cambió el panorama periodístico en España. Rubryk, Hándicap, Balompédico o Rampoleón se convirtieron en las firmas más buscadas para conocer la última hora deportiva. Los propios deportistas, una vez retirados, agarraban la pluma para nutrir con su experiencia las crónicas. Como Paco Bru, aunque, en una ocasión, acudió al estadio como reporteroy terminó jugando el partido. Sucedió en la eliminatoria de Copa, entre Madrid y Barcelona, de 1916. Minutos antes de comenzar el segundo choque, en la grada comentaban que el tren que traía a Massana y Vinyals había descarrilado. Cuenta la leyenda que Bru no se lo pensó. Enseñó el carnet de socio, pidió unas botas y saltó al campo vestido de corto.

En aquel partido, trabajaba para El Mundo Deportivo, periódico que, desde 1906, se había convertido en el primero dedicado exclusivamente al fútbol. Su publicación allanó el camino a decenas de revistas, semanales y diarios íntegramente deportivos. El periodo de entreguerras multiplicó las tiradas. Ciudadanos de todas las capas sociales se hacían con su ejemplar para enterarse de lo que sucedía a su alrededor. Muchos periódicos comenzaron a fichar a escritores profesionales y pensadores como colaboradores. Con la censura de Primo de Rivera, el material footbollísitico aumentó su peso en los diarios. Había que encontrar temas que no abriesen viejas heridas, y el foot-ball era en una apuesta segura: el pelotón entretenía al país como el circo había hecho con Roma.

Al fin, los cronistas deportivos abandonaron las páginas de sociedad y se ganaron una propia. En poco más de una década, las crónicas de matches pasaron, de simples menciones a equipiers y goals, a largos párrafos sobrecargados de extranjerismos, en los que se alaban las cualidades de los ases del balón. Comenzaron a introducirse, aderezados con giros literarios y florituras adjetivales, anécdotas, situaciones coloristas y, en algunos casos, hasta las preferencias de los propios redactores. Tanta pasión, la mayoría de las veces, saturaba los textos y terminaba convirtiéndolos en artefactos pedantes y rimbombantes.

Sin embargo, hasta que la fotografía invadió los periódicos, la épica y el agon fueron los primitivos cinceles con los que los redactores esculpieron, a golpe de palabra, la novedosa figura del héroe moderno: el futbolista.

miguel ángel ortiz olivera
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