El fútbol bicéfalo de Vázquez Montalbán

¿Quién no ha oído hablar alguna vez del detective Carvalho? El extravagante investigador privado, mordaz, gallego de pura cepa, que dio fama mundial a Vázquez Montalbán. Sin embargo, hay vida más allá de Carvalho en la literatura de Montalbán. Y Fútbol. Una religión en busca de un Dioses un buen ejemplo de ello. Aunque, a primera vista, el libro parece alejado de aventuras detectivescas, sería un caso interesante para el agente Carvalho: en el fútbol moderno es difícil separar el deporte de las multinacionales, las marcas y los traspasos millonarios. De esa suciedad con la que el dinero empaña todo lo que toca.
Fútbol es una recopilación de los artículos que Montalbán escribió a lo largo de su vida, pero que la muerte no le permitió ver publicada. Falleció en 2003, en el aeropuerto de Bangkok, a causa de un paro cardíaco. Hacía escala para regresar a Madrid desde Sídney. Tenía 64 años y 4 bypass en el corazón. Llevaba con él, como siempre, su ordenador portátil. En el disco duro, estos artículos almacenados. En muchos de ellos, parece que Montalbán dialogase sobre fútbol con Villoro. A pesar de las diferencias generacionales -los textos de Montalbán se remontan a los 80 y los 90-, muchas crónicas tratan los mismos «instantes de excepción», como Villoro los bautizó. Pero escriben dos plumas diferentes: mientras que Villoro narraba con la tinta de las pasiones, la de Montalbán, más fría, no pierde nunca de vista la parte más materialista del fútbol.
Esta sería la primera pregunta que se formularía el detective Carvalho: ¿Estamos ante una religión o un negocio? El fútbol, como cualquier ideología, cuenta con santos propios, los futbolistas; con feligreses, las aficiones; y con catedrales, los estadios. Cada domingo los parroquianos se reúnen en sus respectivas catedrales para el oficio semanal de sus santos. Tanto Villoro como Montalbán creen en los milagros futbolísticos: los dos saben que, sin ellos, no hay fe ni religión.
Al comienzo del libro, Montalbán se pregunta de dónde nos nace la fe a los feligreses de la pelota: «En algún momento de nuestra infancia -reflexiona- percibimos el instante mágico en el que un artista del balón consigue ese prodigio inolvidable que relatarán los que lo presenciaron, luego los que no lo presenciaron y finalmente entrará en la memoria convencional de las generaciones futuras». Unas líneas después, presenta la tesis que se repetirá a lo largo del libro: la del «fútbol bicéfalo: por una parte religión laica de masas y por otra negocio multinacional». Con las páginas y los años, el niño inocente que habitaba en Montalbán se va descreyendo: «Los jugadores ya no son los sacerdotes fundamentales, como tampoco los feligreses son los dueños de la iglesia: la llenan, pero el poder condicionante del dinero pasa por las exclusivas de televisión y publicidad».
Ya lo decía el refrán, y el refranero es sabio: «Del ocio, nace feo negocio». El dinero llegó al fútbol para convertir los equipos en multinacionales y la Liga, en un campo de batalla donde gana el presidente que más talonarios extiende. Ya no es el futbolista la figura central: «En principio, la hegemonía del espectáculo la tenían los futbolistas, luego pasó a los técnicos, a los estrategas de victorias y derrotas, y ahora los verdaderos protagonistas de la fiesta son los empresarios, los presidentes de club». Este proceso comenzó con la Ley Bosman: unos equipos se argentinizaron, llegó la fiebre por los yugoslavos, la moda de los portugueses. Fiebres pasajeras y modas perennes que amenazaban el sentimiento de pertenencia al club. Ya hace años, Montalbán ponía la lupa en un tema que hoy sigue siendo polémico: los sueldos de los jugadores en comparación con la tarea que desempeñan:
«Más vejatorio es comparar esos ingresos con los que tienen la inmensa mayoría de los trabajadores y con los que no tienen los parados. ¿Cuántos puestos de trabajo social podrían crearse con lo que se ha invertido en fichar a superestrellas del fútbol?».
Mesías sin discusión
Vázquez Montalbán, evangelista balompédico como Villoro, también relata la llegada de uno de los profetas futbolísticos: «Hubo que esperar que naciera Maradona, nacimiento mítico como en las leyendas primeras, el de un niño nacido lumpen que alcanzará la condición todavía no de Dios, pero sí de la mano de Dios». Montalbán se acerca a la figura del Pelusa desde el lado más económico. Obvia lo que todos sabemos -que Maradona la tocaba como nadie-, para reflexionar sobre el lado monetario de su carrera: la mala gestión de Czysterpiller, los desastrosos contratos publicitarios, los años de Coppola, las desafortunadas relaciones con la camorra, con Menem y Fidel, el tatuaje del Che.
También repasa las incontables reapariciones del santo antes de retirarse -¿para siempre?- al limbo futbolístico: su paso por el Sevilla, el Newell's, la vuelta a Boca de sus amores. Y por supuesto, su vuelta más trabajada para renacer de las cenizas como el profeta del fútbol: el Mundial de EE.UU. En 1994, Maradona era el único profeta al que seguirían las masas y las grandes multinacionales, y la FIFA necesitaba de sus milagros para expandir la fe balompédica en tierra de descreídos. Montalbán define aquel campeonato como la «plataforma fundamental para conseguir un mercado mundial futbolístico, auspiciado por la industria, los medios de comunicación y la publicidad».
Había muchos intereses que dependían de los pequeños pies de Maradona y, de ellos, nació uno de los goles más bonitos del torneo: un zapatazo desde el borde del área que se coló por la escuadra. Maradona dejó una celebración, bis a bis con la cámara, que se grabó en el recuerdo de todos. Y no precisamente dedicándole el golazo a Fidel. Como Cristo por los mercaderes, fue expulsado del Mundial: «Se utilizó a Maradona como mito del fútbol que podría sobrevivir a sí mismo, y luego como un demonio culpabilizado sobre el que caía todo el peso del puritanismo ético de un deporte que cree en Dios, en la familia y en la propiedad privada».
Antes de abandonar al mito argentino y concentrarse en la Liga española, Montalbán nos relata un partido que presenció en el palco de la Bombonera: «Es austero, apenas una barra de bar precaria, pocos asientos, la sensación de ser un intruso en la familia que vive los lances del partido con una pasión no reprimida». Al otro lado de los vidrios, asomaban las empinadas gradas, que los hinchas iban llenando de banderas de colores. Desde allí, veía el palco privado del Pelusa: «Resulta imposible saber si Maradona está o no está en cuerpo presente en su habitáculo, pero el público quiere creer que el Pelusa siempre está ahí vigilando y protegiendo al equipo que más le ha representado y que más ha respetado».
La liga más mediática
Después de Maradona, la industria del fútbol se quedó sin mito. Y tuvo que fabricarse uno nuevo. Como dice Montalbán: «Aquellos que dependemos de los instantes mágicos de jugadores como Maradona para seguir creyendo que el fútbol no se ha convertido definitivamente en un acuerdo entre mafiosos», necesitábamos uno. Ronaldo fue el elegido. Sus potentes piernas y la FIFA lo alzaron a lo más alto. Se convirtió, con 20 años, en el «dios menor heredero de Maradona capaz de oficiar en la religión del fútbol sin tomar cocaína». Cumplió su cometido celestial hasta que las rodillas le fallaron.
El problema de la FIFA -encontrar una cabeza visible- parecía solventarse en España, donde los jugadores de otras galaxias aterrizaban a puñados. El Madrid de Raúl tenía a Zidane, Roberto Carlos, Beckham o Figo. En la Ciudad Condal, Ronaldinho se unía a los Deco, Puyol y Eto'o. Los grandes clubes españoles contaban con los mejores cromos para la partida. Comenzaba una nueva era en la que los jugadores eran tasados por dos motivos: «por su contribución a los resultados deportivos y por su contribución a la venta de productos relacionados con su imagen».
Al Barça y al Madrid, Montalbán les dedica un capítulo aparte. Nadie escapa de su mordacidad. Muchas de las perlas que dedica a los protagonistas de los clásicos del siglo pasado incendiarían la barra de un bar. Empieza con el lema més que un club:
«Cuando tienes que explicarle a un extranjero por qué el Barça es algo más que un club, es necesario remontarse a Adán y Eva, y no por vicio historicionista, sino porque la significación del Barcelona se debe a las desgracias históricas de Cataluña desde el s. XVII, en perpetua guerra civil armada o metafórica con el Estado español».
Schuster, Gaspar, los goles de Romario; los de la casa, como a Sergi o Guardiola. Los últimos años de Cruyff como entrenador. La traición de Figo. Los 80 y 90, años en los que el Barça quedó varado en el segundismo: «El barcelonismo es como una mayonesa a la que basta que se mire de reojo para que se desligue la emulsión y se convierta en una papilla grasienta e incomible».
Cuando se ha despachado a gusto con los suyos y los madridistas se preparan para el chaparrón que se les viene encima, Montalbán advierte a todos los culés que se frotan las manos: «Maliciosamente se me pide que comente la crisis del Real Madrid, desde el supuesto que lo voy a hacer babeante de gusto, desde el placer del sectario barcelonista ante el antagonista caído». No hace sangre del enemigo, sino que analiza con objetiva frialdad al eterno rival. No esconde su admiración por el Buitre, ni por la Quinta de los Yeyés. Tampoco esconde sus dudas sobre los métodos de Mendoza: «Emergió como un triunfador imparable, así en las carreras de caballos como en las ferias de amores, así en los negocios como en el fútbol. Carrerón ultimado con la presidencia del Real Madrid, que es, después del Corte Inglés, el segundo poder cultural fáctico de este país». Recuerda la victoria en la séptima Copa de Europa frente a la Juventus, las nefastas campañas ligueras de los 90, la llegada de Zidane coincidiendo con el caso Gescartera, al mítico vecino Jesús Gil y Gil o algunos de los mejores clásicos del siglo pasado.
Pared de títulos
Vázquez Montalbán titula: Fútbol. Una religión en busca de un Dios. Y Villoro: Dios es redondo. Quizás en este juego de títulos esté una de las claves para entender la esencia del fútbol. Todos se empeñan en buscarle una deidad al deporte rey, pero ha estado ahí siempre. No es el dinero, ni los clubes ni sus presidentes; tampoco los jugadores ni los aficionados. Los griegos ya tenían la clave: ¿Existe algo más perfecto que la esfera? Esa esfera que es muchas y una sola. Maraña de papel y cinta que rueda sobre la gravilla de las barriadas pobres. De plástico, que bota en los patios de los colegios. La de cuero picado que se disputa en los campos de tierra. La pelota reluciente que se desliza sobre la alfombra verde de un gran estadio de fútbol. Todas son una y, de sus caprichos, se desprende la verdadera esencia del deporte de la patada.
