El fútbol de la inmensa minoría

Texto| Javier Ceresuela Bermejo
Cuando jugaba al fútbol en el equipo de mi colegio, nunca sentí la competitividad de una manera tan intensa como lo hacen el Retaco, el Pista, el Chusmari y el Peludo en el Iberia. Era un paquete, de los que el entrenador, casi por obligación, sacaba a jugar unos minutos y hacer así el viaje hasta el campo algo menos inútil. Lo que sí he sufrido en mis carnes es esa rabia por enfrentarte a un equipo intocable, al que nunca se le podía ganar. Como les sucede a los protagonistas de La inmensa minoría en el partido que debería convertirse en su «domingo de gloria».
Aun siendo un paquete, sí que conozco ese jugar al fútbol para disfrutar de la amistad; jugar sin importarte el resultado, por el placer de estar juntos y, juntos, ganar o perder. Mediante el juego los protagonistas descubren la vida y lo que esta les depara. El fútbol se convierte en lucha, sufrimiento, risas, lágrimas; en descubrir que siempre ganan los otros. Porque, en esta segunda novela de Miguel Ángel Ortiz, pocas veces ganan los nuestros, lo que la convierte en algo más verosímil y sincero. Como reza la contraportada, para el Retaco y compañía el fútbol es «metáfora, aprendizaje, combate y sueño». En esta segunda novela la constante del fútbol es diferente a Fuera de juego. Mientras que en la primera era más un elemento de afirmación de Koldo y compañía, un tema más constante e intenso en la vida de los protagonistas, en esta segunda el fútbol se ha convertido en una especie de antídoto que ayuda a hacer más pasable la realidad de los personajes.
En La inmensa minoría, el fútbol, los partidos que los chavales juegan en el Iberia cada fin de semana, muchas veces no consigue hacerles olvidar sus problemas. Sin embargo, es el fútbol de bar, parroquia de la televisión y las cervezas, el que les da un respiro. No es casualidad el trasfondo histórico de la novela: el Mundial de 2010, el primer campeonato, después de la Eurocopa del 2008, en el que España daba alegrías, la oportunidad de reunirse y hacer los días más pasables con lo extraordinario que supone un partido del Mundial. Los protagonistas viven ese verano con la ilusión de ver a La Roja hacer algo grande. Sueñan. Se evaden durante los noventa minutos del partido. Pueden escapar de la mediocridad del barrio.
El perdedor radical
Tanto en la vida como en el fútbol, los protagonistas de La inmensa minoría siempre pierden el partido.
Pierden cuando quieren comunicarse: decirle te quiero a su novia, pedirle perdón a su madre, darle un abrazo a un amigo; pierden en el colegio, incapaces de concentrarse y aprobar. Pero sin duda la derrota futbolera es la más dolorosa para ellos: cuando el Iberia parece que puede acabar el partido con un empate que les vale para subir de categoría, un penalti les arrebata su «domingo de gloria». Después de una temporada brillante en la que acarician el tan ansiado ascenso -incluso esa perspectiva iba a llevar a los directivos al esfuerzo de abandonar el campo de tierra por uno de hierba artificial-, el empate que les valía se convierte en una derrota por la mínima y provoca el hundimiento de las ilusiones de jugadores, club y afición.
Lo que más escuece de la derrota es que los sacrificios hechos y lo que estaban por venir se echan a perder. Y es que la gente de la que habla Miguel Ángel Ortiz nunca gana porque en la vida nunca se gana. Es la tristeza que expresa el Retaco en su diario:
«Por mucho que tu entrenador te diga que corras más, que luches, que puedes dar más, tú sabes que no es así, que si estás en el banquillo es por algo, que por mucho que entrenes nunca vas a llevar el balón cosido al pie como el Messi ni vas a hacer una bicicleta como el Cristiano Ronaldo. Lo sabes. Aunque juegues por divertirte o por hacer deporte, lo sabes. Y por eso juegas en tercera».
Esta categoría de perdedor radical con la que cargan el Retaco y compañía es más evidente si comparamos su suerte con la de La Roja. La victoria en el Mundial de 2010 es la única alegría en toda la novela. Un claro juego de espejos: los grandes éxitos de la Selección, contra los grandes fracasos de la gente del barrio; el esfuerzo desmedido de La Roja, con sus frutos, contra el paro, la precariedad y las vidas al límite de la gente del barrio. Durante la novela asistimos a esta dualidad de suertes, y la de la Selección es la que les alivia durante las jornadas mundialeras. Solo el Iniestazo lleva un poco de suerte y alegría al barrio:
«Hasta que el Iniesta lo golpeó con el alma en el empeine y el chute entró a media altura, por el palo largo de Stekelenburg. Entonces empezaron los saltos y los gritos y la locura y las caídas. Chocabas las manos con todos y nos abrazamos a las chicas y gritamos gol y España y joder y campeones del mundo y oeoeoeoe»
Lo cambia todo. Porque quien vivió ese último partido de ese inolvidable campeonato, sabe que esa victoria nos hizo olvidarnos de todo lo malo y vivir, por unos días, en un sueño.
El gol de Iniesta hizo estallar la alegría contenida hasta ese momento. Y dio igual que el fútbol, ese gran negocio donde todos se lucran menos tú -como dice el padre del Retaco-, siguiese lucrando a todos menos a ti, porque por unos segundos tú te habías lucrado también. Por unos instantes el fútbol te devolvía más de lo que le diste. Por un momento había buena suerte de la que podías participar; de esa que abunda poco, y la poca que hay, nunca la tienes tú. El fútbol, durante unos días, se humanizó. Aunque al acabar, se cumplió el vaticinio del Legis: «Nos han tenido atontados con el fútbol, pero ya veremos qué pasa ahora que se acaba el verano, ya veremos si la gente se despierta de una vez o volvemos a lo de siempre». Lo de siempre, la vida de la gente del barrio.
Estaría por ver cómo hubieran vivido los protagonistas la gran humillación del último Mundial en Brasil. No existirían los contrastes porque, de seguir la misma línea, la vida de los chicos se hubiese complicado más y ver la temprana eliminación de la Selección habría sido ver la suya propia. Algo así decía Vázquez Montalbán: Si en el fútbol delegamos nuestra percepción de la derrota o la victoria en equipos, selecciones y jugadores, si el que siempre pierde ve perder, no le queda más que apagar la televisión y rendirse. Y esperar al próximo contraste.
Eduard Manchón y la Zona Franca. Temps era temps
Como Pereda en Fuera de juego, en La inmensa minoría aparece nuevamente un jugador al que la historia oficial y oficiosa no hizo justicia. Y que, además, funciona de nexo que une el presente de los protagonistas con el pasado del barrio. Eduard Manchón, uno de los míticos jugadores del Barça de Las Cinco Copas, y que junto a Basora, César, Kubala y Moreno, mereció los elogios de Serrat o Vázquez Montalbán, por hacer del fútbol un arte y una ilusión cada domingo. Temps era temps.
Manchón se crió en la Zona Franca, más concretamente en Can Tunis, y jugó en el Iberia. De los campos de tierra saltó al Camp Nou defendiendo la camiseta del Barça y, después de doce temporadas en Primera División, volvió al Iberia y se retiró en el Hospitalet. Un hombre de orígenes humildes que ascendió al cielo futbolístico pero que en sus últimos años volvió a sus raíces. Para los chavales, Manchón simboliza el apego a unos colores, a unas ideas y sentimientos, a un lugar y una clase. Como dice el Retaco al principio de la novela:
«Yo no hubiera querido nacer en ningún otro barrio de Barcelona. No hubiera lucido otros colores que los del Iberia. No hubiera defendido otro escudo. Me gustaba vivir allí con lo bueno y con lo malo».
Aunque no se sea un hooligan, me identifico con el fútbol de las novelas de Miguel Ángel Ortiz porque no es el de los clubes poderosos y las grandes promesas, ni el del que sueña con ser un crack; es un fútbol a ras de calle, del que te da alegrías y penas, del que separa y une. Todos hemos sido el Retaco, el Pista, el Chusmari y el Peludo celebrando el Iniestazo. Todos hemos sentido la rabia al ver cómo se esfuma nuestro «domingo de gloria». Todos hemos sido el padre del Retaco echando pestes sobre el negocio del deporte rey. Todos, en definitiva, hemos sentido ese fútbol: el real, el de la vida, el del club de barrio con chavales de barrio. Un fútbol al que no le pides mucho porque sabes que sus alegrías dependen más de la suerte que no de la propia voluntad. Y lo más seguro es que de suerte haya poca.
