El fútbol en Senegal (I)

05.09.2014

En Ébano, Kapuściński decía que en África el tiempo «aparece como consecuencia de nuestros actos y desaparece si lo ignoramos o dejamos de importunarlo. Es una materia que bajo nuestra influencia siempre puede resucitar, pero que se sumirá en un estado de hibernación, e incluso en la nada, si no le prestamos nuestra energía». Nada que ver con la esclavitud occidental al tiempo. Para el africano no existen las manecillas del reloj ni las fechas determinantes ni los agobiantes plazos. Viven el tiempo de otra manera: «en el estado de inerte espera». El occidental posee el reloj, pero ellos son los verdaderos dueños del tiempo.

Vestidos de sueños

En Senegal, los minutos discurren abrasados en un calor sofocante que levanta hondas de polvo. Transcurren en la humedad que se pega a la ropa. En las gotas de sudor. En el zumbido soporífero de las moscas que se posan en el pelo y los labios. El polvo todo lo va cubriendo con el paso de las horas. Los hombres se sientan a la sombra de un baobab o se acuclillan a la puerta de su choza y miran, sumidos en un sueño profundo, el discurrir monótono del sol. Nada sucede alrededor hasta que el bote desinflado de un balón resuena en la gravilla del camino: pies descalzos y roñosos, pies de niños, corren detrás de él. El tiempo vuelve a tomar forma: la de un partido de fútbol.

Al salir el sol, las mujeres y las niñas bajan al río con grandes cestos de ropa sucia en la cabeza. En la orilla, frotan y frotan cada prenda en el agua gris del río para quitarle el olor de la humedad y las mordidas del polvo y la mugre. Cuando todo está limpio, se bañan ellas: las mujeres rápido, las niñas deleitándose y salpicándose en el agua. Luego, se cargan los cestos en la cabeza y vuelven a los poblados para tender. Las que no tienen cuerda, cuelgan la ropa en los palos que cercan su choza. Cuando el sol empieza a abrasar el vuelo de las moscas, decenas de prendas colorean de rojo y verde y amarillo y azul la gama de grises y marrones que pintan los poblados.

Hay una prenda que sobresale por encima del resto: las camisetas de fútbol. Nunca, en ningún país que haya visitado hasta ahora, vi tantas camisetas y de tantos equipos diferentes. De todos los clubes: Bayer de Múnich, Chelsea, Manchester United, Liverpool, Inter, Milan, Fiorentina, Mónaco. También de equipos que, difícilmente, se encontrarían las camisetas en tiendas españolas: Lille, Santos, F.C. Dallas. Y de selecciones: España, Brasil, Alemania, Italia. Hasta la de Grecia.

La del Barça, la de Messi, y la del Madrid, la de Cristiano Ronaldo, son las que más triunfan. El blanco de la del Madrid no resplandece impoluto, sino lleno de lamparones y roña. La del Barça, la lucen con el cuello desgarrado y el diez de la espalda despellejado. A los niños, esas minucias no les importan. Las camisetas de sus ídolos son miles de reflejos de un único sueño: futbolista profesional, Europa. Un sueño más barato que el del cayuco.

Cracks mundiales

En Senegal he visto a Lionel Messi, empapado en sudor, sembrando campos de arroz bajo un sol febril. He visto a Cristiano Ronaldo cargando con un cubo en la cabeza por una carretera que atravesaba la nada. He visto a Cesc Fàbregas, con el diez a la espalda de la selección, subido en un carro, cargado de leña, del que tiraba un buey. A Fernando Torres pidiendo con una mugrienta lata de tomate vacía por las callejuelas de un mercado. A Didier Drogba, ayudado por Chicharito y Lampard, empujando un cayuco para sacarlo del mar. A Totti con una barracuda en cada mano, los pies descalzos sobre la arena de la playa. He visto, en una playa desierta, a Adriano pastoreando un rebaño de vacas. A Neymar vendiendo pulseras y collares con los colores de la bandera de Senegal. A Kaká con el amarillo de la canarinha negro de humo, ahumando pescado en el puerto. He visto a Robben tirando de un burro que, a su vez, tiraba de un arado en medio de un campo seco. A Sergio Ramos, sentado a la sombra, vender bolsitas de cacahuetes fritos a veinticinco cefas. A Ribéry llenando un barreño de agua en un pozo. A Gündogan atando a las cabras para que no se le escaparan. También he visto a Eto'o, todavía con la camiseta del Inter, bailando bajo la lluvia con un machete en la mano. A Özil hacer tintinear unas monedas roñosas en la mano mientras decía: «Toubab, cadeau». He vuelto a ver a Zidane vestido de corto, tirando piedras a un árbol para que cayesen mangos. Y al pipo Baraja, de nuevo con el ocho a la espalda, ejerciendo de jefe de un poblado.

La danza del fútbol

No es difícil que el toubab, el blanco, se sienta en casa. La palabra teranga, hospitalidad, les define. Así es conocida la selección de fútbol: Leones de Teranga.

Al llegar a cualquier poblado, la palabra toubab salta, resuena en el sopor que lo adormece todo. Los niños salen corriendo de todos los rincones: de las chozas, de las cunetas, de los campos de arroz. Se despegan de los coloridos faldones de sus madres. Se pelean por conseguir una mano blanca. Como niños de padres pobres que son, piden un cadeau, una pastille, un chocolat. Si lo hay, se apelotonan alrededor del toubab mientras saca la bolsa de la mochila. Si no lo hay, siguen cogidos de la mano blanca lo que dure el recorrido por el poblado. Una reluciente sonrisa cada vez que sus ojos se cruzan con los del toubab.

El baile es otra manera de dar la bienvenida al forastero. Forman un corro en la plaza del pueblo, a la sombra de un baobab. Con las cortezas pulidas de una palmera, castañean: lento cuando no hay nadie en medio del círculo, rápido cuando alguien sale a taconear la tierra. El baile se convierte en motivo de fiesta. Cambian el sudor del campo por el de la danza. Llevan el ritmo en las venas, heredado. Si el toubab no sale a bailar, se acercan. Le dan la mano. Le pasan el pañuelo. Se acaba la vergüenza.

Algo similar sucede con el fútbol. No hace falta conocer los nombres, basta con llamarles por el que llevan en sus camisetas: «Messi, Ronaldo, Lewandowski, Isco». Si hay un balón cerca, los niños llaman al toubab. Un gesto, una mirada, una sonrisa. Un pase es suficiente para que empiece el partido. Ni porterías ni equipos ni árbitros. Un poquito de aire en el cuero. En Senegal, eso es suficiente para bailar la danza del fútbol.

miguel ángel ortiz olivera
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