El gol más lindo del mundo

15.06.2015

La crítica literaria le ha comparado con el maestro don Camilo José Cela. Él, en cambio, es más humilde y sabe que don Camilo es un «gigante al que un servidor intenta igualar y que lo único que consigue es tiznarse con el betún de la derrota».

Montero Glez luce el pelo engominado hacia atrás, a lo torero. Patillas anchas, en forma de hacha. Tiene una mirada transparente; los ojos verdes, del color de los mares lejanos. Ojeras grises, de noche mal dormida. Una media sonrisa arrabalera le acentúa las arrugas de una vida exprimida. Bien exprimida. La barba, de tres o cuatro o cinco días -¿qué más da?-, ya blanquecina, esconde sus afiladas facciones. Asomándole entre los cuellos de la camisa, suele calzar pañuelo, rollo patriarca gitano. De los labios se le descuelga un sempiterno cigarrillo de cuyo humo azulado nacen sus historias.

«No hay una manera de jugar, sino tantas como balones», dice Montero Glez en una de las piezas futboleras que componen El gol más lindo del mundo. Aplicado a la escritura, vendría a decir que no hay una sola manera de escribir, sino tantas como plumas. La suya es inconfundible: lenguaje callejero, adjetivo castizo, verdades de barra de bar. La pluma de Montero Glez dibuja futbolistas que salen de noche, pinta los goles más lindos y clava su punta afilada en el cáncer que corroe el fútbol moderno. Y todo esto así, sencillo, al primer toque; porque «el arte es fácil o no es arte». También le dedica unas palabras al periodismo, ese «oficio de mercenarios que vende su trabajo al mejor postor». Él no lo hace. Su pluma no está en venta. Es difícil encontrar una voz como la suya entre los cronistas del balón. También entre esos otros que escriben novelas. Y es que Montero Glez es todo genio y figura, «que diría Sancho Panza con tanto ripio a la mano en materia de episodios».

Pluma y balón

El fútbol y la música van de la mano. También el fútbol y la farra. Y el fútbol y las putas; eso ha sido así desde que el balón es redondo. Pero, sobre todo, van de la mano el fútbol y la literatura. La pluma y el balón. Así lo dice Montero Glez: «El fútbol es un juego; la literatura, otro y, por pelotas, ambos dos están condenados a entenderse». O: «El fútbol y la literatura se juegan juntos». Más claro, el vodka.

Desde su nacimiento, la palabra ha estado al servicio de los actos. Nació para contarlos. El hijo de dios colgado en la cruz fue narrado en el libro más vendido de la historia. Las lecciones de los más sabios y las guerras comandadas por los más ineptos han sido relatadas infinidad de veces. Y los goles, que tantas pasiones despiertan, también merecen ser contados. «Gracias al milagro del verbo, hay goles que quedan para los restos en la memoria de la afición, aunque la afición ni tan siquiera los haya presenciado». Montero Glez no solo habla de goles en los artículos recogidos en El gol más lindo del mundo, sino que también reflexiona sobre la poesía de Zidane sobre el césped, el metrosexualismo de Beckham en los vestuarios o el fútbol que Mágico González se sacaba de la chistera; recuerda a Puerta, ese futbolista que murió con las botas puestas y al que ya ninguno olvidaremos, o a Zabaleta, ese aficionado que se ganó un rinconcito en nuestra memoria futbolera.

Pero no solo del recuerdo vive el buen reportero. La pluma de Montero Glez no tiene pelos en la lengua y señala lo que está matando la esencia del fútbol y de todo lo demás: el dinero, el nuevo dios que ha impuesto el capitalismo al mundo del fútbol en particular y a la sociedad, en general.

Fashion y fútbol

El ciudadano de a pie imita a sus héroes hasta límites enfermizos. Sale algo en la pantalla de la caja tonta -cualquiera de las dos, la del ordenador también me vale- y todos como borregos a imitarlo. Que fulano se hace una rayitas en la testa, rayitas en la testa para todos; que mengano se tatúa noséqué en el antebrazo, todos igual; que el otro sale a jugar con una tirita en la nariz, todos a lucir tirita; que aquel saca unas botas de colores, yo también las quiero; que le cuelga un rosario del cuello, yo me cuelgo otro. Y así con celebraciones de gol, andares, ropa; todo en los futbolistas, los héroes modernos, se imita sin conocimiento.

En unos años, hemos pasado de los futbolistas con tripita y pelo en el pecho, a los metrosexuales que anuncian gayumbos; de las pelucas de los 70, a los tatuajes del fútbol moderno. «El tatuaje estuvo fuera de juego hasta el otro día, cuando se convirtió en fashion y, de las gradas del patio del trullo saltó a la primera división». Como explica Montero Glez, «a falta de goles, lo que se lleva ahora es marcar estilo, calzarse botas de colores, de esas que dejan el césped clavadito de puntos suspensivos, y jugar poco pero lucir mucho». Día sí, día también, algún futbolista es portada de una revista rosa. Y es que, cuando el buen fútbol escasea, hay otras cosas que contar: «Lo primero que hace un futbolista cuando gana parné es echarse una novia vistosa. Luego lucir un buga de alta gama y después pillar un casoplón en propiedad». Y el bueno de Montero Glez se queda corto. ¿Cuántos bugas tienen? ¿Cuántos casoplones? ¿Y novias?

En los vestuarios «ya no se la miden a ver quién la tiene más larga». Ese fútbol ha pasado a mejor vida. Deberían abundar los jugadores como Javi Poves, ex del Sporting, al que solo le hicieron falta diez minutos en Primera División para darse cuenta de que, más que fútbol, aquello era un circo. «Porca miseria», se lamenta Montero Glez, «para un deporte donde la habilidad se tiene que demostrar jugando con los pies y no con los bolsillos».

Magia y pelota

Mágico González, el futbolista que realizó la jugada del que, para Montero Glez, ha sido el gol más lindo de la historia, demostraba su fútbol con los pies. Hecho de otra pasta, un futbolista de antaño, uno de aquellos ídolos que «eran de carne y sangre y estaban al alcance de los humanos». Un futbolista melenudo entre los calvos, bigotudos y las piernas peludas del fútbol de los ochenta. Aquel en el que las entrevistas a los jugadores todavía se realizaban dentro de los vestuarios.

«Dicho a la gresca», escribe Montero Glez, «existen dos tipos de futbolistas. Por una lado están los tontos y por otro los que se van de fiesta». Mágico González pertenecía, claramente, a los segundos. Lo demostró en infinidad de ocasiones durante los años que pasó en Cádiz. Aunque había nacido en El Salvador, por las venas le corría sangre gitana y «combinaba la velocidad del torero con el típico de bailador flamenco, digamos que de gitano acostumbrado al zapateo sobre la cama de las mujeres». Sus botas taconeaban a ras de hierba, repiqueteaban sobre el césped; bailaba como nadie, en una baldosa, el cuero sempiternamente pegadito a las botas. Y de ellas nació el gol más lindo del mundo.

«Ocurrió en España, en los campeonatos mundiales de fútbol del 82, cuando lo de Naranjito, los Stones y toda la pesca». Concretamente, el 15 de junio, en el estadio de Elche. En la segunda mitad, la selección de El Salvador saltó al campo con una manita de goles a la espalda. Todavía le caería otra más encima en los siguientes cuarenta y cinco minutos. Pero antes del bapuleo, Mágico González hizo honor a su nombre y se sacó de la chistera una jugada de fábula que culminó Pelé Zapata. No lo marcó él pero ya se sabe que hay goles que pertenecen más al que da el último pase que al que los convierte. No fue, tampoco, un gol de una belleza excepcional. Sin embargo, aquel gol transcendió las redes de la portería, atravesó el charco y unió a un país dividido por una guerra civil. «Fue un único gol que se convirtió en un gol único y aunque no pudo parar la guerra del todo, sí lo hizo por momentos».

Plumillas y jugones

La de portero es la posición más literaria que existe. El arquero, además de jugársela en soledad, ve los partidos con distancia, coloca a sus jugadores y carga con una responsabilidad más que el resto: evitar el gol del contrario. «Y es que el puesto de guardameta es el más codiciado por los escritores». Henry de Montherlant, Camus, Kapuscinski y Nabokov lo fueron. Benedetti también defendió una portería. O Miguel Delibes, que de niño jugaba de delantero, defendió el arco del Sedano F.C. hasta bien entrados los cuarenta.

Cada vez son más los plumillas que narran el fútbol, un deporte que, como dijo Villoro, nació para ser contado. «Desde que los chinos inventasen tan glorioso deporte, han sido abundantes los guiños que los plumillas hemos dedicado al balompié». Montero Glez cita a los bardos de la protohistoria del fútbol, tales como Antífanes, Maquiavelo o Shakespeare, entre otros; para después alabar al gran Eduardo Galeano, el evangelista moderno, y dedicarle, cómo no, una pieza futbolera a Vázquez Montalbán, ese escritor que, «cuando en España la mayoría de los eruditos dieron la espalda al fútbol y lo señalaron como droga dura» se calzó las botas y saltó al campo. También tiene un sitio en su once literario Paco Peláez, a quien «además de jugar al fútbol, le gustaba tocar el piano, el cine, el mar y «escribir por escribir», sin preocuparse por el éxito».

Éxito al que siempre han aspirado la mayoría de plumillas y al que ahora muchos tratan de trepar con novelas futboleras. Montero Glez, sin embargo, avisa al lector: «Es hora de dejar el saco y ponerse a separar el grano de la paja editorial que se traen al escaparate con la moda de los títulos futboleros. Hay que advertir que cada vez son más las pajas y menos las chispas que obligan a incendiar nuestro intelecto con el goce de un buen libro, vicio noble donde los haya aunque deje ciego». Vamos, que no es orégano todo lo que reluce ni es todo el monte de oro. ¿O era al revés?



miguel ángel ortiz olivera
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