El Napoleón del foot-ball

15.06.2016

El primer día de 1863, nació Pierre de Coubertin en París. Ese mismo día, muy lejos de allí, en Estados Unidos, se dio uno de los primeros pasos en la autarquía de los esclavos: entró en vigor la Proclamación de Emancipación en todo el territorio confederado. Proclama que, así y todo, no evitó que horas después se luchase en la batalla de Galveston. Diez días más tarde, en Londres, se inauguraron los seis kilómetros iniciales del primer sistema de ferrocarril metropolitano. Mediado el mes, de nuevo a muchos kilómetros de la casa de los Coubertin, en Méjico, el ejército imperial francés bombardeó Acapulco en lo que fue conocido como La Segunda Invasión Francesa. Aquel otoño, cuando el pequeño Coubertin avanzaba hacia el año de vida, doce caballeros se reunieron en la Freemason's Tavern, en el corazón de Londres, para crear la Football Association y brindar por el nacimiento del fútbol moderno.

También fue 1863 el año en que llegó a las librerías de toda Europa Los miserables, de Víctor Hugo, novela que hizo retemblar los pilares éticos del viejo continente. De familia acomodada, Pierre de Coubertin mantuvo, desde la infancia, una relación estrecha con los libros y tuvo la suerte de crecer rodeado de las novelas de Zola, Balzac, Stendhal, Flaubert o Maupassant. Cursó estudios en un colegio jesuita y, al acabarlos, empezó la carrera de Ciencias Políticas. En la facultad conoció a dos profesores que le influenciaron en su pensamiento: los historiadores Albert Sorel y Anatole Leroy-Beaulieu. Sin embargo, pronto abandonó la carrera; lo que realmente le apasionaba era la pedagogía, la filosofía y la historia. Y, sobre todo, el mundo griego y su uso de la gimnasia en la formación intelectual del hombre.

Tenía un sueño: reformar el modelo educativo a través del deporte. Y detrás de él viajó a Inglaterra para empaparse del sistema pedagógico victoriano. En 1883, en una visita a la escuela pública de Rugby, quedó embelesado con aquellos jóvenes que pugnaban, cuerpo a cuerpo, por el dominio de la pelota. Viendo aquel partido se materializó su idea: la lucha deportiva en el césped debía sustituir a la que terminaba con la vida de los hombres en los campos de batalla. Desde entonces, Coubertin siguió de cerca la evolución de los equipos de rugby universitarios, en aquellos años divorciado de un deporte emergente, el fútbol. Fundó asociaciones deportivas en institutos y escuelas que se unieron en Union des Sports Athlétiques. Y contribuyó a la expansión del deporte a través de artículos, publicados en la primera revista deportiva francesa, Revue Athlétique.

A finales del siglo XIX, la imagen del gobierno francés se desgastaba por el desastre de la guerra con Prusia, la caída del Segundo Imperio y la rebelión de los comuneros de París. Había que buscar soluciones que contentasen al pueblo y lavasen la imagen del gobierno. Coubertin fue uno de los elegidos para dar aquel paso. El gobierno le envió a EEUU a terminar sus investigaciones deportivas, de donde volvió con una idea metida en la cabeza: crear un festival del deporte en el que participasen las principales naciones del mundo. Su sueño era que las batallas que tenían lugar en las calles de Europa se trasladasen a los estadios. Que se abandonasen las armas y se luchara con el cuerpo. Fraternidad, solidaridad, igualdad. Esos eran los valores que debían reinar en el mundo.

El Napoleón del football

En 1892, Coubertin lanzó un manifiesto en favor del restablecimiento de las Olimpiadas, en la reunión de la Unión Deportiva de París. No tuvo éxito. ¿Reunir a todos los países del mundo para hacer gimnasia? ¿Volver la mirada al mundo griego? ¿Se había vuelto loco? La negativa no le detuvo. Insistió hasta que, el 15 de enero de 1894, volvió a plantear su proyecto, en el Congreso Internacional de Amateurismo. Esta vez, la idea tuvo una excelente acogida. Los catorce países reunidos en la Sorbona votaron a favor y comenzaron a sentar las bases de lo que terminaría convirtiéndose en el Comité Olímpico Internacional.

Ese mismo año, publicó un artículo titulado Napoleón y el fútbol. La idea central del reportaje había surgido en su viaje a EEUU, donde había conocido a Lorin Delan, seguidor apasionado del Harvard además de fanático de las técnicas bélicas de Napoleón. Charlaron de aquellos dos conceptos, indisolubles a primera vista. Lorin Delan tenía una teoría: creía que las tácticas bélicas napoleónicas podían aplicarse, con matices evidentes, en el terreno de juego. ¿No era, al fin y al cabo, el partido una batalla y los jugadores, los soldados? ¿No luchaban por la victoria? Volvió a casa, pero no olvidó la idea:

«Napoleón se distinguía por su táctica de reunir de pronto a las masas humanas y lanzarlas de improviso al lugar donde el enemigo menos lo esperaba. El capitán de fútbol puede actuar de la misma manera si cuenta con un medio para transmitir a sus hombres órdenes precisas de manera rápida y secreta».

Hablaba de rugby, pero sus planteamientos fueron rápidamente absorbidos por otros deportes, como el fútbol. Desde la publicación del artículo, la figura del capitán tomó una inusitada relevancia tanto dentro como fuera del campo: en el terreno de juego, como organizador táctico; fuera, como soporte moral del resto de compañeros. En deportes como el fútbol, los jugadores -que pocos años atrás corrían libremente por el campo- comenzaron a entender la importancia de las zonas y las posiciones. El partido se convirtió en una batalla estratégica en la que cada metro tenía un valor decisivo en la victoria o la derrota. Se alumbró la primera táctica, ultraofensiva, con dos defensas, tres medios y cinco delanteros. Coubertin, en su artículo, sentenciaba que, «el solo hecho de haber podido aplicarle una transformación tal, derivada de principios militares, establece indiscutiblemente su carácter intelectual».

El deporte no solo se practicaba con el cuerpo; la mente, desde entonces, pasó a convertirse en herramienta fundamental del deportista. En 1897, escribió sobre el fútbol que se practicaba con los pies. Publicó el texto Notas sobre fútbol, en el que hablaba de la fría acogida que se había dispensado al deporte rey en Francia debido a sus raíces inglesas. Para el barón, los ingleses eran pioneros en su concepto de deporte para terminar con la vida sedentaria, y marcada por la guerra, que asolaba a la juventud europea: «El fútbol hizo su entrada entre nosotros precedido por una brutalidad claramente establecida», dijo: «todas esas madres francesas que temen los resfriados y sabañones, por tanto, no podrían darle una cálida bienvenida». Era consciente de la importancia de las normas, y de que el espectador las conociese para entender la complejidad de aquel deporte.

Muchos periodistas de la época habían fomentado una imagen ruda y brutal del fútbol. Crónicas que habían horrorizado a las madres y que llegaron a provocar que muchos profesores lo prohibieran en sus escuelas. Coubertin, por su parte, lo recomendaba abiertamente a todos los jóvenes.

«Hasta ahora solo había hablado del juego llamado rugby: el fútbol se juega también bajo otras normas llamadas reglas de Association. El Association es un deporte muy elegante, fino, pero que no se puede comparar con el rugby. Está prohibido tocar el balón con las manos [...] Se trata de un «balón al pie», ingeniosamente reglamentado, pero sin las combinaciones y peripecias del rugby».

Aquel sport de caballeros, viril y elegante, reunía valores como iniciativa, coraje, juicio, lucha y destreza, y que cada vez se diferenciaba más del rugby.

Desde que naciera Coubertin, en 1863, la Football Association había perfeccionado el reglamento del fútbol año tras año. Los largueros de las porterías, el árbitro pitando desde dentro del campo, las líneas que delimitaban las áreas. La FA impuso sus catorce reglas fundacionales en todo el terreno británico para unificar equipos y torneos. Como resultado de la fiebre del fútbol, el 5 de marzo de 1870 se había disputado el primer choque entre selecciones. En el Kennington Oval, de Londres, se enfrentaron Inglaterra y Escocia. Acabaron con un caballeroso empate a uno, que nada tuvo que ver con los doce goles con los que Alemania, la primera selección que visitó la tierra de los maestros, volvió a casa en 1901.

El Pentatlón de las Musas

Pierre de Coubertin es, sin duda, una de las figuras más destacadas en la historia del deporte mundial. Además de articulista y ensayista, fue un visionario que quiso un mundo mejor e hizo todo lo que estuvo en su mano para lograrlo. No descansó hasta que, en 1894, nació el COI, del que fue designado Presidente Constantino Vikelas. No fue hasta 1896 cuando Coubertin, padre del movimiento olímpico, tomó posesión del cargo.

El 25 de marzo de aquel año, el Rey Jorge I inauguró los I Juegos de Atenas. El deporte volvió a sus orígenes, a las arenas donde se habían vivido las gestas de los primeros atletas; gestas que inmortalizaron las plumas de Píndaro, Homero y Mirón, transformándolas en odas, cantos y crónicas. Más de 750 mil espectadores acudieron a la cita en el estadio Panathinaikos para ver a los 214 atletas procedentes de 14 países. En el discurso inaugural, se cuenta que Coubertin dijo: «Lo más importante en los Juegos Olímpicos no es ganar, sino participar, así como en la vida lo más importante no es el triunfo, sino la lucha. Lo más importante no es la conquista, sino el combate». En realidad, aquellas palabras las pronunció el arzobispo de Pensilvania en la ceremonia previa a la inauguración de los JJOO de Londres, en 1908.

Fueron, precisamente, estos JJOO los que promocionaron el fútbol a nivel mundial. A principios de siglo el fútbol se expandía y sorteaba fronteras como una saludable enfermedad, pero necesitaba de un detonante que le diera cobertura mediática. Ese detonante fueron los Juegos Olímpicos, única y embrionaria manifestación del deporte por aquel entonces. Daniel Burley Woolfall -segundo presidente de la FIFA tras el francés Robert Guérin- no desaprovechó la ocasión y decidió unir la suerte del renovado sport de la patada con el olimpismo de Coubertin.

Las primeras Olimpiadas modernas nacieron vinculadas a las preocupaciones de los intelectuales. Pero no fue hasta los Juegos de Estocolmo, en 1912, cuando se consolidó la relación entre deporte y arte. Como en las antiguas olimpiadas griegas, donde se daban cita literatos, poetas, filósofos, retóricos, escultores e historiadores, en Estocolmo se celebró, paralela a las pruebas deportivas, una competición artística bautizada como Pentatlón de las Musas. Arquitectos, pintores, escultores, músicos y escritores participaron por plasmar el espíritu olímpico en sus obras de arte. Para Coubertin, la relación entre deporte y arte estaba clara: «El arte quizás sea un deporte, pero el deporte es un arte». Él también participó. Su Oda al deporte -publicada bajo el seudónimo de George Ohrod- obtuvo la Medalla de Oro al mejor texto, y fue considerada como el nacimiento de una nueva literatura: la deportiva.

Por desgracia, la Primera Guerra Mundial frustró el imparable avance del deporte. Woolfall falleció en octubre de 1918, a treinta días del final del conflicto. Los JJOO de 1920, finalmente disputados en Amberes en vez de Berlín como se había previsto antes de la guerra, fueron saludados como los Juegos de la Paz. En contra de la opinión de Coubertin, las naciones agresoras -Alemania, Hungría, Austria, Bulgaria y Turquía- fueron excluidas del campeonato. Un año después, tras el breve mandato de Carl Hirschmann, tomó posesión del cargo de Presidente de la FIFA Jules Rimet. Finalizados los JJOO de 1924, en París, Rimet decidió que el fútbol merecía su propio espacio fuera del olimpismo. El deporte rey debía de crecer separado de los Juegos si quería reinar.

Cuatro años más tarde, en el congreso celebrado en Ámsterdam durante los JJOO, se tomó la decisión definitiva: el fútbol tendría su propio Campeonato del Mundo.

Oda al deporte

Coubertin ocupó el puesto de presidente del COI hasta 1925. Contra lo que cabría esperar, no tuvo una vida fácil. En el plano económico, derrochó toda su fortuna persiguiendo su sueño olímpico, hasta el punto de quedarse sin casa propia. En lo personal, tampoco le acompañó el azar: sus dos hijos murieron jóvenes en un sanatorio mental. Se retiró después de que, en 1924, se inauguraran los primeros Juegos de Invierno, como complemento a los de verano. Aunque alejado del cargo, durante más de una década, pudo comprobar cómo su sueño crecía y, en cada edición, se sumaban más países a las competiciones.

Falleció en Ginebra, en 1937, cuando Hitler despertaba a Europa del sueño olímpico y la conducía hacia la más sangrienta pesadilla de su historia. Ese año la Olimpiadas debían disputarse en Barcelona, pero la guerra civil española obligó a suspenderlas. Tras su muerte, su corazón fue separado del cuerpo y enterrado en Olimpia. En el templo de Atenea, descansó para siempre su sueño. Su espíritu quedó encerrado en los versos de la Oda al deporte:

«¡Oh Deporte, placer de los dioses, esencia de la vida! Has aparecido de repente en medio del claro gris donde se agita la labor ingrata de la existencia moderna, como un mensaje radiante de épocas pasadas, de aquellas épocas cuando la humanidad sonreía. Y sobre la cima de los montes destella un resplandor de la aurora, cuyos rayos de luz salpican el suelo de los oquedades sombríos».



FUENTE:

Los poetas del fútbol, Carlos Fernández del Ganso.

miguel ángel ortiz olivera
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