El peso de la copa del mundo

27.07.2016

Es, sin duda, el partido con el que más tinta han derrochado los cronistas deportivos. El partido al que más adjetivos le han dedicado los poetas. El que más novelistas han tratado de encerrar en sus párrafos. No en vano, se obraron dos milagros aquel 22 de junio de 1986 sobre la hierba del Estadio Azteca. En el primero, Dios bajó de los cielos para anotar un gol con la mano, detalle que solo percibió Peter Shilton y que millones de argentinos, que no lo vieron en directo, recordarán una y otra vez durante el resto de sus vidas. Minutos después, el gran milagro inundó de luz la cancha. Se obró el bautizado como Gol del Siglo que convirtió al hombre de carne y hueso, el petiso Maradona, en la divinidad futbolística más grande de todos los tiempos. Fue fugaz, sucedió en segundos: en solo 37 zancadas, en 11 toques de pelota. Y cuando el balón besó las mallas, arreció el torrente de palabras para narrar lo inenarrable.

En realidad, aquel gol comenzó a gestarse muchos años antes del partido. Maradona era todavía el Diego para sus amigos de Villa Fiorito. Daba toques a una pelota mordida por la tierra del potrero. Tocaba con la derecha, con la izquierda, dormía la pelota sobre su cabeza. En la espalda ya lucía el número diez que le haría eterno. Anudada a los cordones de las mugrientas zapatillas, ya tenía la magia. Había comenzado su idilio amoroso con el balón, y quería que todos lo supieran. No le intimidaban las cámaras. Tanto era así que, desmelenado y sudado, se plantó delante del objetivo y profetizó su día más glorioso: «Mi primer sueño es jugar un Mundial, y el segundo es salir campeón».

Afirmaba Juan Villoro que «los goles decisivos son algo más que recuerdo: vuelven a suceder». El que convirtió Diego Armando Maradona contra Inglaterra en los cuartos de final del Mundial de México 86 ha sido, sin lugar a dudas, el que más veces ha vuelto a repetirse. Aquel gol no era simplemente el tanto que daba el pase a las semifinales. No solamente un gol de bellísima factura. No únicamente el gol del capitán de un país; la lucha de un solo hombre, arrancando desde su propia trinchera contra todo un ejército de ingleses. No. Aquel gol era, ante todo, el que cientos de jóvenes argentinos no habían podido celebrar porque habían muerto en una absurda guerra.

Maradona se lo recordó a los soldados de su ejército cuando saltaban al campo. Se ajustó el brazalete de capitán en el brazo izquierdo. En la mano derecha cargaba con el banderín albiceleste. En el largo pasillo abierto que los conducía al rectángulo de hierba, dijo: «Esto no lo podemos perder, ¿está claro, muchachos? Aquí hay que dejar la vida por los que la dejaron allá, ya saben dónde, somos once contra once y les vamos a pasar por arriba».

Así ganamos la copa: México 86

«Les habla Diego Armando Maradona, el hombre que hizo dos goles a Inglaterra y uno de los pocos argentinos que saben lo que pesa la Copa del Mundo». Ese es el comienzo de México '86. Así ganamos la Copa, libro en el que Maradona rememora aquel Mundial de México en el que Argentina salió campeona y él se coronó como uno de los mejores futbolistas de la historia.

La narración arranca meses antes de que levantase la copa del mundo. Para la selección argentina, aquel Mundial comenzó con polémica en el banquillo. Maradona recuerda una llamada que recibió del Gobierno para informarle del inminente cese de Bilardo. Su respuesta fue contundente: si el entrenador salía, él seguiría el mismo camino. «En aquellos años yo era de los menottistas, pero levanté la bandera de la causa del grupo». Menotti había comandado el banquillo del Barça y había estado junto a Maradona en las buenas, como la tarde en que marcó el mítico gol al Real Madrid, y en las malas, cuando Goikoetxea le astilló el tobillo.

Su relación con Bilardo, en cambio, nunca fue tan buena. Pero Maradona sabía que no podían continuar con aquella lucha interna que solo provocaba rupturas en el vestuario cuando más unidos debían estar. Son muchos los momentos del libro en los que reprocha a Bilardo. Por temas personales: él siempre dio la cara por su entrenador para no desestabilizar al grupo, pero Bilardo no la dio por él cuando Maradona lo necesitó. Y en el plano futbolístico, restando importancia a su papel como entrenador. Aquella táctica de tres defensas de la que tanto se habló, según él, no fue tanto un acierto de Bilardo como la evolución natural de un equipo que jugaba sin instrucciones. Para él, el triunfo en aquel Mundial comenzó a gestarse con la derrota en el Mundial de España, cuatro años antes. Desde entonces, él se preparaba para la nueva cita. En los meses previos al Mundial, Bilardo le había confirmado que sería el capitán. «Si no me morí de un infarto en ese momento», recuerda, «no me muero más».

No le asustaba el peso del brazalete. Y tenía mono de calzarse la zamarra albiceleste: durante dos años no había podido ponérsela porque los clubes europeos no permitían a los jugadores viajar con sus selecciones para disputar amistosos. Maradona recuerda este periplo sentado en el sofá de su mansión de Abu Dabi, después de haber visto los vídeos de los partidos por primera vez. Analiza jugadas, lo que pudo ser y no fue y lo que fue y nunca pudo ser otra cosa. También los momentos oscuros en su carrera. «¿Sabés que jugador habría sido yo si no hubiera tomado drogas? Habría sido por muchos, muchos años, ese de México». Pero las tomó, recayó una y otra vez hasta que lo crucificaron. Sabía cuánto pesaba la copa más preciada, conocía el sabor de sus besos, y vivir con aquel peso se convirtió en una carga insoportable.

Bajo el ardiente sol de mediodía

Maradona dijo que sí a muchas cosas que debió decir no, y dijo no a muchas otras que todos decían sí. Escribió Albert Camus que el hombre rebelde era aquel que tenía el valor de decir no. El Pelusa nunca se mordió la lengua, y esa rebeldía, para bien y para mal, fue una de sus señas de identidad.

Antes del Mundial, los futbolistas argentinos organizaron reuniones secretas, a espaldas de Bilardo, para debatir las viáticas y primas, y también para aclarar ciertas asperezas, como la que surgió entre Diego y Passarella a raíz de la capitanía. No se muerde la lengua Maradona al afirmar que Passarella se borró intencionadamente de aquel Mundial fingiendo una diarrea que no tuvo. Tampoco para criticar a la FIFA por obligarles a jugar bajo el ardiente sol de mediodía, por la ausencia del tan alabado Fair Play o por los arbitrajes sospechosos: «En México», recuerda, «empecé a ser un tipo incómodo para la FIFA».

El Mundial había comenzado con una victoria por la mínima contra Corea del Sur. Maradona, en ese partido, notó que el plan físico que le había preparado Del Monte, sumado al mes que el equipo llevaba adaptándose a la altura, le hacían sentirse en la cancha como un cuchillo afilado capaz de abrir heridas en cualquier línea defensiva. Jugar en el Nápoles había sido el mejor entrenamiento para aguantar estoicamente la hondanada de patadas que le tenían reservadas los coreanos. Fuera del campo, en el hotel de concentración, los asados que preparaba su padre para toda la plantilla y el buen ambiente eran los ingredientes secretos con los que se aderezaba la receta del éxito.

En el segundo partido les esperaba un rival de entidad al que Maradona conocía muy bien: Italia. Era la prueba de fuego, el partido en el que los albicelestes debían dar el do de pecho. Y Maradona marcó uno de los que, para él, fue de los mejores goles de su carrera. Se había acostumbrado en el Nápoles a plantarles cara a los más poderosos sin arrugarse, y con aquel gol comenzaba a ganarse la Copa del Mundo. Después del empate contra la azurra, empezó a ser consciente de que estaba bien pertrechado para la batalla: «Mis armas eran las piernas, y mi bala, la pelota».

El partido que cerró la fase de grupos, contra Bulgaria, sirvió para demostrar que Maradona había encontrado un escudero de lujo. Los dos goles de Valdano clasificaban a los argentinos como líderes del grupo, sin haber perdido un solo partido.

El realismo mágico de Maradona

Todo el mundo vio cómo brotaban destellos de magia de sus botas. Un chispazo que alumbraba puro fútbol. Fogonazos de imaginación. El realismo mágico de Maradona. Durante todo el Mundial se calzó las mismas, las Puma King, lustradas a base de crema de silicona mezclada con keroseno, brebaje que las hacía brillar en cada partido como si fueran nuevas.

En el primero de los cruces, aquellas botas pasaron con nota el examen. Era verdad que no habían perdido ningún partido, pero también era cierto que aún no habían ganado nada. Les esperaba el clásico contra Uruguay, ese choque que para Maradona no tiene edad. Fue un encuentro duro, disputado: «Cuando te van al tobillo, duele en serio: otro te pisa, el uruguayo te pega. Directo, de frente». Pero Argentina también tenía una defensa férrea, comandada por una de las revelaciones del torneo, el joven Tata Brown, y aguantaron con la portería a cero. Maradona paró el partido en la jugada del gol, por aquí, por allí, y luego les acompañó la suerte de los rebotes para que Pascualli marcase el gol de la victoria.

En los cuartos de final les esperaban los ingleses. Un partido que no solo era un partido por las implicaciones políticas de la guerra de Malvinas: «La política siempre usó al fútbol y lo seguirá haciendo, que no quepa la menor duda». Maradona recuerda una anécdota con la camiseta suplente. No era de la misma calidad que la titular, apenas transpiraba en aquel bochorno infernal. Mandaron a Moschella que se patease todas las tiendas deportivas en busca de otra mejor. Entre las dos que encontraron, Maradona eligió una y profetizó: «Con esta camiseta le ganamos a Inglaterra». Escogió una Le Coq Sportif, sin escudo ni número, y tuvieron que bordarlas y estamparlas a golpe de plancha en las horas previas al partido.

De los dos goles de aquel partido se ha escrito hasta la saciedad. Maradona solo apunta que «del gol con la mano no me arrepiento en absoluto». Había marcado goles así desde bien chiquito, en esos potreros donde triunfa el más pillo. «Es muy difícil que la jugada no sea vista por dos personas: el árbitro y el juez de línea. Por eso dije que fue la mano de Dios». En el segundo gol, fueron las botas de Dios las que le ayudaron a marcar. Además del consejo del Turco, su hermano de siete años, y de otra complicidad del árbitro, Bennaceur, que nunca detuvo la que se convertiría en una de las mejores jugadas individuales de todos los tiempos: «Podría haber parado la jugada en el comienzo, cuando me reclamaron una falta. Y después, ya en su carrera, dos o tres veces, por foul, pero usted seguía y seguía y yo lo acompañaba diciendo: ¡Ventaja, ventaja!».

Y es que, en un gol, aunque sea el más bonito de todos los tiempos, no solo actúa el que lo marca. Aquel gol no solo fue de Maradona. Fue de todo un equipo. De Valdano, que corría a su lado. De los miles de argentinos que lo vieron desde sus casas. De los cientos de jóvenes muertos en una guerra absurda, que nunca pudieron celebrarlo. Y fue también del uruguayo Víctor Hugo, que le puso voz para que nunca se borrara del recuerdo del mundo entero. «¡Genio, genio, genio! Ta-ta-ta-ta-ta-ta-ta... ¡Gooolll! ¡Quiero llorar! ¡Dios Santo! ¡Viva el fútbol!».

¡Campeones del mundo!

Hay cruces de cuartos que son finales anticipadas.

Aunque Argentina ya se sintiera campeona tras vencer a Inglaterra, todavía les quedaban dos pasos para levantar el trofeo más preciado. El partido de semifinales parecía uno de fase de grupos, aunque Argentina se midió a la potente Bélgica que, a finales de los 80, contaba con una de las mejores plantillas de toda su historia y había apeado del Mundial a la España de Butrageño y Muñoz. Sin embargo, la magia de las botas de Maradona acababa de explotar y dos goles con su firma mataron el partido y certificaron el pase a la finalísima. Maradona, y el resto de la plantilla, estaban en su mejor momento y al fin se habían ganado el respaldo de todo un país.

La noche antes de la final, no podía dormir. Le podía el ansia porque empezase el partido. Enfrente les esperaba un hueso duro de roer: Alemania; pero en el autobús, camino del estadio, volvieron a escucharse los mismos cánticos. En el vestuario, la Virgen de Luján presidió la última ceremonia antes de saltar al césped. El público animaba a los alemanes, a pesar de jugar un equipo latinoamericano, pero aquello, en vez de amedrentar, motivaba a Maradona. Al fin sonaron los himnos. «Me llegó como siempre», recuerda: «a mí el himno me llena el alma, me infla el pecho».

A los diez minutos, ganaban por dos goles a cero. Pero los alemanes vendieron cara la derrota y empataron a base de bombardear el área argentina con balones colgados. Sin embargo, aquel era el momento del Diego y él lo sabía. Cuando el árbitro pitó el final, se desató la locura. «¡Campeón del mundo!», exclama el recordarlo desde su sofá. «¿Sabés lo que es eso, sabés lo que es ser campeón del mundo con la camiseta de tu país, con tu camiseta? No se compara con nada más». Muchos aficionados saltaron al terreno de juego. Entre ellos, Roberto Cejas, un argentino que había viajado a México sin entrada y que acabó llevando sobre sus hombros al hombre que acababa de convertirse en rey del mundo. Cuenta Maradona que le pidió sus botas, las Puma King mágicas, y que tuvo que negarse a entregárselas.

Durante el viaje de vuelta a su país, en el avión, apenas soltó la copa. La acunó, la besó, la arrulló, se durmió con ella y seguramente tuvo miedo de despertar de aquel dulce sueño. Al llegar fueron conscientes de lo que habían logrado. Todo el pueblo se había echado a las calles para recibirles. «Al salir al balcón de la Casa Rosada, con la Copa del Mundo entre las manos, me sentí Juan Domingo Perón cuando le hablaba a la gente». Acababa de convertirse en uno de los pocos argentinos que sabía cuánto pesaba la gloria de todo un pueblo. Algo que nunca olvidará porque, como él dice, le pegaron todo tipo de patadas, pero ninguna en la memoria.


miguel ángel ortiz olivera
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