Foot-ball: un sport, no tan viril

08.09.2017

Aunque le gustaba afirmarlo, es imposible saber con exactitud si el de Manuel Bartolomé Cossío fue el primer pelotón de reglamento que botó en España; por mucho que, en Elogio de la inquietud, Ernesto Winter Blanco escribiese que:

Quizá ese detalle sea lo de menos porque, por esas mismas fechas, habían atracado muchos otros balones en varios puertos españoles. Lo verdaderamente importante es que el foot-ball en la capital empezó siendo de todos: comenzó a jugarse en escuelas regidas por la Institución Libre de Enseñanza, donde niños y niñas convivían en las aulas. Es fácil imaginarse al joven Cossío sujetando con las dos manos aquel balón de reglamento que, según él, era único en España, hasta que, de repente, lo deja caer hacia su zapato y le propina un puntapié con todas sus fuerzas. Es fácil imaginarse cómo el pelotón vuela hacia el inconfundible cielo de Madrid para, desde lo más alto, caer lentamente a la tierra del patio.

«Así se juega al foot-ball», explicaría Cossío a los niños y niñas que lo rodeaban, «con los pies. Nada de tocar el pelotón con las manos. Eso está prohibido, es foul».

Niños y niñas se mirarían unos a otras y, sin dudarlo mucho, saldrían corriendo tras la estela del balón. Entre chillidos, comenzarían a patear el cuero y por supuesto las espinillas de sus compañeros. Mientras, Cossío pasearía por el patio con el resto de profesores de la ILE, les explicaría su grata experiencia en Inglaterra con Sir Stewart Henbest Capper y les hablaría de la fiebre que los ingleses tenían con aquel sport. Les contaría cómo había visto jugar, en los verdes prados de Oxford, a cientos de jóvenes universitarios. Les enumeraría sus múltiples beneficios, no solo para desarrollar los músculos, sino para reforzar el carácter y la voluntad. Porque el foot-ball no era solo un juego, les diría, aunque pudiese parecerlo a simple vista; era una manera de enfrentar la vida.

Y les comentaría sus planes: había vuelto a Madrid con la firme convicción de educar a las nuevas generaciones a través de aquel pelotón. Quería que el sport se transformase en un estilo de vida, en una herramienta para arrancar al español de la taberna. Anhelaba que la cultura física complementase a la intelectual, y por eso, todos los domingos desde entonces, cuando salieran a pasear por Moncloa y Puerta del Hierro, les enseñaría a sus alumnos las reglas de aquel sport.

Y así sucedió, como relata El Libro de Oro del Real Madrid:

«Una mañana, uno de aquellos graduados de Oxford o Cambridge suelta un balón sobre las praderitas que Goya ha inmortalizado en sus tapices y en sus cuadros. Es cosa mágica: los chicos, como los corzos jóvenes de la vecina Casa de Campo, corren alegremente detrás de la pelota y aprenden la gran lección futbolística que les brindan sus profesores».

Aquel juego no necesitó mucho tiempo para esparcirse por los patios de las escuelas, y de ahí, saltar a las plazas y descampados de Madrid. La calle se convirtió en el mejor profesor de fútbol. Con enmarañar unos trapos viejos, el balón tomaba forma y empezaba la magia. Tanto ellas como ellos, como es natural, desatendían los estudios por correrle detrás y, al llegar a casa con las rodillas magulladas, los pantalones sucios y los zapatos deslenguados, recibían la merecida tundra de sus abnegadas madres.

El sport viril de don Gregorio Marañón

El pequeño Gregorio Marañón Posadillo, por aquel entonces, sacaba sobresalientes en todas las asignaturas. La única mácula en su brillante expediente la ponía la gimnasia: un triste aprobado. No es raro que se fracturase una pierna jugando al fútbol con sus amigos. Cuentan que el cirujano Camisón, médico de la familia, le sanó la pierna con sus manos, sin tan siquiera quitarse ni sombrero ni levita. Otros hablan de que para curar aquella fractura utilizó un artilugio de hierro que él mismo diseñó y fabricó. Lo único cierto es que, una vez recuperado de la fractura, el pequeño Gregorio Marañón volvió a darle al pelotón. «Jugaba de mediocentro derecha», contó Fernando Ponte en El Correo Gallego, «en el Vitoria, el primer club que hubo en Madrid, fundado por el Coronel de Artillería, Sr. Méndez».

Desde que Cossío hiciera botar el primer balón, el fútbol floreció a pasos agigantados. Tras los pasos del Rio Tinto Foot-ball Club, vinieron el Recreation Club en Huelva, el Eastern Telegraph Company en Vigo, el Athletic Club en Bilbao, el FC Barcelona de Gamper y el New Football Sky en Madrid. Apenas dos décadas después, la primera Selección de la historia consiguió la medalla de plata en los JJOO de Amberes y el fútbol se convirtió en el entretenimiento patrio por excelencia, por delante de los toros. Aquel foot-ball exigía virilidad para no achicarse en una melé, coraje para rematar el pelotón aun a riesgo de que la correílla te abriese la cabeza. Un sport de gladiadores, resumido en la mítica frase de Belauste: «¡A mí el pelotón, que los arrollo!».

A las mujeres, de pronto, se les prohibió su práctica. A las pertenecientes a la aristocracia se les permitía la hípica, el tenis, la natación, la gimnasia, el esquí o el cricket; pero el fútbol se convirtió en un deporte vedado a las sportwomen. Aunque había nacido en las escuelas mixtas de la ILE, las mujeres que lo practicaban, para muchos, se transformaron en marimachos. Así les ocurrió en más de una ocasión a las Spanish Girl's Club, el primer equipo femenino de España, dirigido por Paco Bru. Durante unos meses, en 1914, estas muchachas osaron internarse en el que había sido el rectángulo masculino por antonomasia: el campo de fútbol. Una odisea que comenzaba a dar sus frutos cuando el estallido de la Primera Guerra Mundial obligó a desmantelar el equipo.

Sin embargo, siguiendo su ejemplo, vinieron muchas otras. Y arreciaron críticas como la que, en 1926, escribían en Aire Libre:

«Grupos de muchachas, llevadas por el prurito de imitar al hombre, cultivan el deporte de su predilección, sin excluir el fútbol. [...] Nunca se combatirán bastante tales instituciones en las que se consiente a la mujer la práctica de ejercicios que no corresponden a su condición orgánica».

Ese mismo año, don Gregorio Marañón Posadillo -convertido ya en un excelente y afamado médico- publicó Sexo, deporte y trabajo, un ensayo donde abordó, entre otras, la polémica cuestión de la feminidad y el deporte, dejando claro el pensamiento dominante de la época.

El único deporte que debían practicar las mujeres -que eran como debían ser- era el de la reproducción. «El deporte es originalmente una actividad masculina», escribió, «y sólo en épocas muy tardías de la evolución humana la mujer normal, no la de excepción, se hace deportista». La mujer "normal", en su opinión, practicaba deportes en la soltería y lo hacía como afectada por una fiebre pasajera que, al casarse y tener hijos, se pasaba. Precisamente entonces, «la feminidad verdadera se impone y la mujer deja sus hábitos deportistas, que son tan varoniles en el sentido de la actividad como en el de la indumentaria». La función de las mujeres en el deporte se limitaba al papel de «espectadora; papel no pasivo y accidental, como pudiera creerse, sino lleno de transcendencia directa».

Mientras ellos peleaban cuerpo a cuerpo en el estadio, la mujer, atenta espectadora, debía resignarse a esperar pacientemente en los graderíos para convertirse en otro trofeo del vencedor. Por suerte, periodistas como Jacinto Miquelarena debatieron esta tesis. En Stadium. Notas de sport, afirmó que, «por fortuna, el sport ha arrancado [a la mujer] de la mecedora, de la tristeza del canario y de los tiestos y de esa báscula que las iguala en grasa a las hembras orientales». El deporte no restaba un ápice de feminidad, sino todo lo contrario: iluminaba a una mujer moderna, «llena de encantos nuevos, esencialmente femeninos. La mujer gana horizontes con el sport».

Nuevos horizontes como los que atravesó la portera Irene González, que rompió esquemas jugando en el Orillamar, un club masculino. Y eso no fue todo: incluso creó su propio equipo, el Irene FC. Sin miedo a las limitaciones del área, ejerció como capitana en una plantilla de fornidos hombres a los que, con inusitada virilidad, ordenaba cómo colocarse ante los ataques del rival. Defendió la portería hasta 1928, cuando, desgraciadamente, una virulenta tuberculosis le sesgó la vida.

Contaba Carlos Freire en Todo sobre o fútbol galego que fue admirada por muchos guardametas de la época, pero ella siempre tuvo como referente a Ricardo Zamora. Como él, «ponía un muñeco futbolista en el fondo de la portería para que le diese suerte [...] y durante todo el partido no paraba de gritar y de moverse dando instrucciones a sus defensas, que le obedecían como buena capitán que era».


FUENTES:

La aguja del pajar: el origen del fútbol en Madrid, Luis Javier Bravo Mayor y Víctor Martínez Patón, CIHEFE.

Irene, la jugadora de fútbol más extraordinaria, Isabel Bugallal, La Opinión, A Coruña.

Irene González, una mujer futbolista en la Galicia de los años 20 del siglo pasado, El País.

Sexo, deporte y trabajo, Gregorio Marañón, Biblioteca nueva, Madrid, 1926.

Stadium. Notas de sport, Jacinto Miquelarena, Plinto Editorial, 1934.

Pupitres con cuatro siglos de historia, Rafael Fraguas, El País.

El discreto Dr. D. ricardo Varela y Varela, Fernando Ponte, El Correo Gallego.

miguel ángel ortiz olivera
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