Jack London: La llamada de lo salvaje

10.03.2017

«¿La vida?», repitió Jack London la pregunta. «¡Bah!», respondió. Y añadió: «No vale nada. Dentro de lo barato, es lo más barato».

No era un desgastado tópico más. Sabía lo que decía. Al igual que había trabajado de marinero, pescador o estibador, y después había escrito novelas de aquellas experiencias como El lobo de mar, Jack London se asomó a la miseria de los bajos fondos londinenses para escribir La gente del Abismo. Quería escuchar en primera persona el desgarrador grito de la calle para después contarlo tal y como lo había oído. Como si de un abismo se tratase, descendió a los barrios más marginados de Londres para explorar aquella falla geológica que abría una grieta entre las capas sociales británicas.

Guardó unos papeles amarillentos en el bolsillo y afiló la punta de su lapicero. Se llevó también una navaja, un pañuelo, picadura de tabaco y unos chelines para una eventual emergencia. Se acercó a los que nadie se acercaba. Los vagabundos se convirtieron en sus testigos principales. Cada noche, anotaba sus conversaciones. Tenían la versión de los hechos que él buscaba. La otra versión. La de la vida en el abismo: alcohol, enfermedades, uñas roñosas, sonrisas desdentadas. La historia que se contaba en la orilla del Támesis que no estaba iluminada; esa donde la gente era engullida «por el repulsivo y podrido lado de la humanidad que los poderes fácticos estaban desplazando desde el centro de Londres hacia el este».

Escribió sobre esos a los que los viandantes miraban de reojo para, dos manzanas después, olvidarlos y poder dormir de un tirón. Las esquinas estaban llenas. Los albergues no daban abasto para acogerlos. Una moneda de cobre podía cambiarles la suerte de todo un día. «Se ha dicho que mis críticas acerca de la situación en Inglaterra son demasiado pesimistas», dijo Jack London. «Debo decir en mi defensa que no hay nadie más optimista que yo». Era fácil tildarle de sensacionalista. Lo único cierto es que en una sociedad dividida siempre hay dos historias, pero solo una se cuenta a sí misma; la otra suficiente tiene con poder sobrevivir un día más.

En el prefacio, recuerda a los lectores que todo sucedió durante el verano de 1902. Meses después, el invierno asolaría ese mundo subterráneo donde Jack London -un californiano alto y fornido- sintió el mismo terror que ante la inmensidad del mar. Todos sus conocidos le habían aconsejado que no lo hiciera; pero él se guiaba por instintos, no por consejos. Y no iba a desatender la llamada de la miseria. 

Sabía lo que se hacía. No era la primera vez que vivía sin techo. En su país, en 1894, después de deslomarse en un molino de yute y en una central eléctrica, se unió a los manifestantes de la Kelly's Industrial Army, y vivió años en la calle. Incluso pasó un mes en la penitenciaría de Erie County. Cuando salió, se embarcó en varias aventuras en alta mar. Volvió a Okland en 1896 para ingresar en la universidad. Solo un año. No tenía suficiente dinero para pagarse las matrículas. Trabajó durante meses en una enlatadora, pero el enlatado era él y decidió volver a la inmensidad del mar. Buscó oro, como tantos otros afectados de fiebre dorada. Enfermó de escorbuto. Y en 1902 viajó a Londres para escribir sobre la guerra de los Boers; pero, una vez allí, le cancelaron el encargo.

Así que decidió escribir sobre los suburbios londinenses. Se vistió con harapos de marinero sin trabajo. Automáticamente, sintió cómo «el valor de mi vida se había abaratado en función de mi ropa». Se adentró en «aquella jungla humana de la que nadie parecía saber nada». Sintió miedo: «Por primera vez en mi vida el miedo a la multitud me aplastó», escribió. Ese miedo lo paralizó durante unos segundos antes de bajarse del coche de caballos que le condujo al submundo. Finalmente, descendió al infierno de ladrillo donde habitaba una raza de hombres de la que nadie quería hablar. Se mezcló con ellos. Las noches que hubo suerte durmió en albergues públicos o al calor de un prostíbulo; las que no, al raso, como todo hijo de vecino en los barrios del East End.

Contrastó sus vivencias con artículos periodísticos, estadísticas, opiniones de entendidos. Aprendió que los números no pasan hambre. Pensó que ningún Dios aguantaría con la mirada alta todas aquellas desgracias. La única felicidad para esas gentes era la pinta y la pipa al final del día, mientras esperaban el siguiente. Si la máquina de matar llamada Londres les aplastaría, que fuese con la barriga llena. En realidad, todos eran héroes por aguantar un día más. Un viejo de 87 años condecorado con la Cruz Victoria. Mujeres que se vendían por un mendrugo de pan. Viejas sin dientes para masticar. Jóvenes ahogados en el fondo de una botella. Niños andrajosos sin destino. Marineros sin mar. Todos esperando a que «la negra noche de Londres cayese sobre ellos como una negra mortaja».

Jack London se convirtió en un nómada más que, como tantos otros pobres, eran desplazados al este. La ciudad crecía y les reclamaba sus ruinosos pisos para edificar bancos, fábricas, hoteles, edificios oficinas. «No había sitio para ellos en el tejido social mientras todas las fuerzas de la sociedad se dedicasen a empujarles hacia abajo hasta hacerles desaparecer». Al final de su aventura, una pregunta le torturaba: «¿Cómo puedo haceros entender lo que sufriríais si tuvierais que pasar una noche fatigosa en las calles de Londres?», se preguntaba. ¿Alcanzaban las palabras? ¿Podían sus imágenes hacer temblar de frío al lector?


miguel ángel ortiz olivera
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