Javier Marías: más sentimentales que salvajes

07.05.2014

Cada vez son más los escritores que se declaran seguidores del fútbol y, a través de él, expresan la complejidad de la vida. Ya Camus, guardameta profesional al que la tuberculosis apartó de la práctica del fútbol, afirmó a principios del siglo pasado: «Aprendí que la pelota nunca viene hacia uno por donde uno espera que venga. Eso me ayudó mucho en la vida, sobre todo en las grandes ciudades, donde la gente no suele ser siempre lo que se dice derecha». Y es que en el fútbol, al igual que en el día a día, no solo cohabitan los valores atribuibles al deporte, sino que, además, como en otra historia cualquiera, la gesta futbolística la protagonizan el honrado y el tramposo, el noble y el villano, el ganador y el perdedor.

«Hace sólo veinte años -dice Marías al comienzo del libro- no había intelectual que se atreviera a confesar públicamente que le gustaba el fútbol, algo mal visto, "de derechas" si no franquista, una especie de opio laico del pueblo con el que se lo engañaba y se lo apartaba de la lucha social». El clásico pan y circo para el pueblo que tantas veces se ha repetido a lo largo de la Historia. Sin embargo, esa tendencia está cambiando, como apuntaba Javier Marías. Después de haber escuchado las opiniones de Montalbán acerca del fútbol de los 80, los 90 y principios del siglo XXI, ahora es el turno de su colega Javier Marías: «Cuando llega un Barcelona-Real Madrid o viceversa -contaba Montalbán-, casi siempre nos sacan a Javier Marías y a mí de nuestros cuarteles de otoño para que enseñemos el corazón tan blanco o tan blaugrana».

Marías sale de su cuartel con estos 42 artículos, titulados Salvajes y sentimentales, una colección de escritos que van desde el año 1992 al 2000, y que fueron publicados en El País o El Semanal. En ellos recuerda momentos y futbolistas que marcaron su vida y la de muchos otros aficionados: Di Stéfano, la Quinta del Buitre, la magia de Laudrup; el Mundial de EE.UU. sin los himnos de Inglaterra y Francia, los «hijos de puta» de Luis Enrique a Tassoti con la boca llena de sangre o las lágrimas del duro de Gascoin ante una tarjeta amarilla. Marías tiene razón cuando afirma que el fútbol no tiene memoria. Su argumento es irrefutable: «El triunfo de ayer no sirve de nada ante la derrota de hoy». Sin embargo, los aficionados al fútbol sí que la tenemos. Digo memoria. Y muchos de esos recuerdos se nos han grabado dentro y, al revivirlos, todavía nos ponen los pelos de punta.

Corazón merengue

«Pocas cosas me han hecho tanta ilusión en los últimos años -afirma Marías en el prólogo- como que me pidieran escribir sobre fútbol de vez en cuando: un descanso». Descanso que, según el escritor, no pueden permitirse los futbolistas, ya que el fútbol es un animal desmemoriado:

«A diferencia de otras actividades de la vida, en el deporte (pero sobre todo en el fútbol) no se acumula ni atesora nada, pese a las salas de trofeos y a las estadísticas cada vez más apreciadas. El héroe tiene que demostrar que lo es cada domingo. Sin embargo, si un domingo falla, la ilusión de sus feligreses se habrá renovado, sino por completo, casi, el fin de semana siguiente».

Desde pequeño, Marías soñaba con esos héroes. Los soñaba cada tarde cuando apretaba los dientes mientras corría la banda del campo imaginario que se montaban los niños del barrio de Chamberí. Jugaba de extremo. Era del Madrid, como él mismo explica: «Porque soy madrileño y no iba a ser del Atleti, qué ofensa; por Di Stéfano y por una niñera que me mentía de niño diciéndome que era novia de Gento, lo cual me lo hacía como de la familia». Y el equipo al que uno se afilia en la infancia, no se cambia por nada. Los colores se llevan dentro y el corazón de Marías siempre fue de merengue blanco. Como recuerda en el libro, su colega Montalbán tenía toda la razón al afirmar que cambiamos de todo -gustos, marcas, maneras de pensar-, pero que lo único que es inmutable es el equipo.

Aunque hubo un momento en que llegó a odiar al escudo de sus amores: cuando echaron a la Saeta Rubia, después de perder la final de Copa de Europa en 1960. Antes que Messi o Maradona, ya hubo un argentino que dominó el fútbol mundial: Di Stéfano, que llegó al Madrid con toda la polémica que levantó el fichaje en la Ciudad Condal. A sus 34 años, después de una brillantísima carrera con la zamarra blanca, fichó por el Espanyol. Marías, como muchos otros niños, siguieron con tristeza y decepción -las que suelen marcar los finales- el ocaso de la carrera del astro argentino hasta que se retiró en el Elche. Años más tarde, Marías volvería a sentir pasión por otro futbolista argentino, Redondo, del que dice: «Un jugador tan misericordioso que ni se ha hecho notar apenas en su ya larga estancia en el Madrid». Hasta que, en la hierba de Old Traford, Redondo le fabricó a Raúl uno de goles más míticos de la historia del Real Madrid en la Copa de Europa.

También habla de esa relación que siempre se establece entre el Madrid y el Franquismo: «Durante mucho tiempo se lo consideró emblema del régimen franquista, cuando más bien lo que hubo fue un aprovechamiento oportunista, por parte de la dictadura, de sus grandes éxitos europeos». Marías defiende el blanco hasta los límites permisibles por el árbitro; pero de ahí no pasa: «Que el club de mis amores de infancia lo siga siendo de mi edad adulta no significa que yo sea ciego a sus defectos». Eso lo afirmaba en 1998, cuando el club lo manejaba Lorenzo Sanz y a los jugadores, Heynckes. No le gustaba ni los unos ni el otro. Tampoco le gustaba un sector de la grada, «con sus cánticos y símbolos racistas y nazis y sus banderas franquistas, que no españolas». Sin embargo, esas banderas no empañan su recuerdo de aquellas tardes de fútbol en las que «el Madrid era un oasis como el cine de los sábados».

Carne de pantalla

Para Javier Marías, como lo era para Villoro y Montalbán, el fútbol es «la recuperación semanal de la infancia», una reconexión con esa parte salvaje que vamos perdiendo con el paso de los años. Un partido nos hace chillar, vibrar, saltar descontrolados; recupera esa porción de nosotros a la que los problemas de la vida adulta, día a día, van robando terreno. Además, Marías añade que el fútbol «es el circo de nuestro días, pero también el teatro. Ha de ser emoción, temor y temblor, desolación o euforia». Y de que esto ocurra, de que las pasiones que levanta el fútbol queden grabadas en la memoria colectiva de sus feligreses, se encargan las cámaras de televisión.

Todos los que participan de la eucaristía del fútbol moderno se convierten en sus personajes. Los milagros de los santos, la tristeza de los feligreses, la solemnidad de miles de gargantas coreando un mismo himno en una catedral abarrotada. Las cámaras lo inmortalizan todo: desde los gestos de dolor de los futbolistas, sus lágrimas, la celebración de los tantos, hasta los piscinazos en el área o el dolor fingido. No hay detalle, por pequeño que sea, que pase desapercibido a la decena de objetivos que vigilan los campos. Y no solo de los futbolistas: entrenadores, árbitros, aficionados, todo queda inmortalizado en imágenes que perdurarán en la memoria colectiva. «Los futbolistas -afirma Marías- no parecen darse cuenta de que hoy en día son carne de pantalla». El dedo de Mourinho en el ojo de Vilanova, los sobacos resudados de Camacho en el Mundial de Corea, el bis a bis de Maradona con la cámara en el de EE.UU.; momentos que, gracias a las cámaras, ya nunca olvidaremos los aficionados al deporte rey.

Si Montalbán defendía la tesis del fútbol como un negocio, de la lectura de los artículos de Javier Marías se desprende otra visión del deporte de la patada: su parentesco, cada vez más pronunciado, con el cine y, en definitiva, con la Literatura.

«Cualquier aficionado al fútbol, aunque conserve en lugar preferente de su retina unos cuantos goles magistrales con la estampa de sus genios, también sabe vislumbrar al instante, al mero conjuro de su nombre, las facciones, la carrera y la planta de cualquier oscuro defensa o sacrificado medio al que haya visto pisar un campo unas cuantas veces».

Todo gracias a las imágenes captadas por las cámaras y repetidas hasta la saciedad por las televisiones. Sin embargo, donde hay tele hay dinero. Y donde hay dinero ya sabemos lo que pasa. Como le sucedía a Montalbán, a Javier Marías tampoco le gusta el creciente protagonismo que han adquirido los mandamases de los equipos de la Liga española: «Hoy, en cambio, los técnicos y los dirigentes salen en la prensa tanto como los mayores astros del balón y mucho más, desde luego, que los jugadores secundarios». Para Marías los verdaderos protagonistas de la eucaristía del fútbol son los jugadores y lo defiende, de nuevo, desde el punto de vista cinéfilo: ¿De quién llevan recortes pegados en sus carpetas las chicas: de sus actores y actrices preferidos o de los directores y productores?

Uno entre muchos

«Hay individuos -dice Marías- que en el resto de sus actividades jamás permiten aflorar al niño que fueron y que sin embargo en el fútbol dan rienda suelta sin sonrojo a sus reacciones más pueriles». Habla de la famosa regresión que proporciona el fútbol a la infancia de sus feligreses. Sin embargo, esa vuelta a la irracionalidad de la infancia no se produce de la misma manera en todos los espectadores que llenan un estadio de fútbol. Hay casos y casos. Lo que está claro es que volver a ser niño con más de treinta años de experiencia puede ser peligroso. Y en algunos casos, desgraciadamente, la reacción es violenta y, muchas veces, es el propio futbolista el que sufre esta violencia.

Pongamos por caso a Cristiano Ronaldo: en todos los campos que pisa, recibe baños de insultos. Unos dicen que se los ha ganado; otros, que no. Pero lo que está claro es que ese comportamiento, el de insultar a un futbolista amparado en el anonimato de la masa, es de cobardes. Ensucia el deporte. Acaba con su nobleza. ¿Cuántos de esos que insultan a Cristiano Ronaldo lo harían a solas, en un callejón oscuro, cara a cara con el portugués? Muchos agacharían las orejas, humillarían los ojos y se morderían la lengua. ¿Entra en las funciones del futbolista tener que aguantar insultos? Cristiano Ronaldo, en ocasiones, responde con gestos desde el campo que son muy criticados por los medios. Pero ¿qué harías si empezase a llegar gente a su puesto de trabajo con la única intención de insultarle?

Eso se pregunta Marías, a raíz de un incidente que marcó el mundo el fútbol y, sobre todo, la carrera de un jugador brillante: Eric Cantona. El futbolista inglés fue desterrado del Manchester United y de la selección inglesa por propinar un «acrobático puntapié al hincha del Crystal Palace». Cantona, aquella tarde vestido de negro, se dirigía a los banquillos con el cuello de la camiseta no tan tieso como acostumbraba a lucir, sino húmedo de sudor. De repente, sin que nadie lo esperara, soltó una patada voladora hacia la grada y le clavó los tacos a un espectador de la primera fila. Nadie se movió; la patada dejó sin habla al resto del estadio. Enseguida, su acción fue «condenada por dirigentes, entrenadores y periodistas», acusándolo de «caprichoso e incorregible».

Y en parte había mucha razón en aquello: no era la primera vez que Cantona mostraba, dentro o fuera del terreno de juego, que la sangre que le corría por las venas iba bien calentita. Todos lo sabíamos. Pero ¿qué hay del agresor? Según nos cuenta Marías, el aficionado estaba fichado por la policía con antecedentes de robo a mano armada, además de ser conocidas sus ideas racistas. Una cosa no quita la otra: el insulto o los antecedentes no justifican la patada; pero quizás sí que deberían haber contado más en el juicio social al que fue sometido el futbolista después de su acción. «Aun así -afirma Marías-, Cantona no debió dársela y es normal que lo sancionen». Pero aclara a renglón seguido: «Lo que es más discutible es su condena moralista general. Sobre él llueven los insultos y las censuras, cuando lo que ha hecho, desde mi punto de vista, ha sido un acto de coraje e insumisión».

Coraje porque, al menos, Cantoná hizo lo que hizo a pecho descubierto. El aficionado, no; el aficionado hizo lo que hizo camuflado en la masa de la grada, escondido, amparado en la muchedumbre, atrincherado en el anonimato. El público ya no muestra respeto a los jugadores. Algunos individuos se amparan en el todo que forma una grada para insultar despiadadamente. O, incluso, para pegar palizas que acaban con trágicas muertes. Javier Marías vuelve a su tesis cinéfila del fútbol y se pregunta «por qué no sabemos interpretar la vida real con la misma nitidez, con la misma ecuanimidad que una película o una novela». Porque, al fin y al cabo, eso es lo que hizo Cantona: individualizó al agresor entre la masa y lo señaló para siempre con los tacos de sus botas.

Entre artículo y artículo, hay cromos en blanco y negro de los jugadores más míticos del Madrid y del Barça de los años 50 y 60, que Marías coleccionaba. En algunos artículos habla de las chapas que se hacía con su hermano utilizando las caras de aquellos futbolistas. A él, el pequeño, le tocaba el Barça; su hermano siempre era el Madrid. También recuerda la retirada del bueno de Butragueño, el ansiado fichaje de Laudrup o la larga espera en Chamartín para la llegada de una portería en semifinales de la Champions. Y es que, como afirma Marías, «el fútbol no es ni será sólo calidad y pizarra, porque en él están también los sentimientos que rigen la vida: hay coraje, hay solidaridad, hay vergüenza, hay revancha, hay nobleza y hay encono». Al fin y al cabo, más sentimentales que salvajes.


miguel ángel ortiz olivera
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