La edad inolvidable de Ramiro Pinilla

09.01.2017

Escribir es una obsesión. Un narrador no solo emborrona cuartillas o aporrea el teclado; escribe también en su cabeza, una y otra vez, comiendo, trabajando, andando por la calle, cuando mira a alguien pasar, sin descanso, hasta que desentraña los nudos de la novela. Dijo su editor que Ramiro Pinilla falleció feliz. Abandonó este mundo haciendo lo que mejor había hecho siempre: pelear con las palabras en su cabeza, insuflar vida a las páginas que escribía su imaginación, tan prolífica que ni tan siquiera las asépticas paredes de una habitación de hospital podían encerrar.

Fue un escritor ingobernable, de los que ya no abundan. Hizo el camino inverso al que sueñan recorrer los novelistas. Después de alcanzar el éxito con sus dos primeras novelas, Las ciegas hormigas, en1960-Premio Nadal y de la Crítica- y Seno, en 1971, -finalista Premio Planeta-, se alejó de la grandilocuencia, de los elogiosos titulares y los flashes de los fotógrafos. Todo eso nada tenía que ver con su idea de escritura. Como Thoreau, relacionó la literatura con la vida sencilla y la tranquilidad necesaria para reflexionar con lucidez. Decidió vivir retirado del mundo, rodeado de los suyos y de libros. Creó la editorial Libropueblo con la idea de venderlos a precio de coste, y denunciar su precio abusivo. Libros que siguió escribiendo y publicando en su sello, y a cuyos manuscritos su hija siempre puso el punto y final.

Solo necesitó un escritorio, un bolígrafo y unas cuantas cuartillas de papel. Y un huerto que cuidó como si, en vez de surcos, lo atravesasen renglones. De su pluma nacieron personajes creados a su imagen y semejanza: héroes humildes, sin ansias de grandeza pero con una enorme dignidad. Como Souto Menaya, el Botas, protagonista de Aquella edad inolvidable: un personaje que no vende, por nada, su fidelidad por el Athletic: «Quieren comprar con plata un sentimiento de nuestro corazón que no tiene precio».

En la sociedad de usar y tirar todo se compra y se vende. Ni la literatura ni el fútbol se libran. Dos juegos, el del balón y el de la pluma, que han olvidado su esencia lúdica para venderla al mejor postor. Los futbolistas se han convertido en anuncios andantes. Los estadios cada vez se parecen más a centros comerciales y las marcas se anteponen a sus nombres. Se hace negocio con el sentimiento de pertenencia al club de los aficionados. Algo similar sucede en la literatura. Ya no están de moda los ratones de biblioteca, como lo fue Pinilla. No hay tiempo para reflexión en la época de la tiranía del clic. Los escritores, sin seguidores virtuales, corren el riesgo de naufragar en el tsunami editorial que engorda los escaparates de las librerías. Todo debe ser rentable: el poema y el regate, la rima y la pared, el disparo y la palabra.

Tras la Guerra Civil, el fútbol comenzó a perder los últimos flecos de romanticismo. En Aquella edad inolvidable, Ramiro Pinilla homenajea a un fútbol en peligro de extinción: el que se jugaba por amor a unos colores y un escudo. Un fútbol que practicaban «aquellos jugadores que no solo no cobraban un céntimo sino que se pagaban los viajes y se compraban las botas». Un fútbol que, todavía, se mantenía más cercano al barro que a los focos. Y, en algunos casos, insobornable, como la fidelidad del Botas al Athletic de Bilbao.

El fuego del fútbol

En una entrevista para El Mundo, Ramiro Pinilla aseguraba que «si otros temas literarios como el amor son muy personales y subjetivos, el fútbol si no se rodea uno de una cuadrilla, y no digamos ya de una provincia, no es fútbol». Desde bien joven, muchos domingos Pinilla dejaba a sus amigos en el barrio para ir a San Mamés a ver al Athletic. Si los leones perdían, contó en El Heraldo, él «se pasaba aquella semana vacío, no era persona». Desde que su padre lo llevase a ver a un partido a la Catedral, le ardía el fuego del fútbol dentro.

Sentimiento que comparte Souto Menaya desde que su padre, Cecilio, lo lleva de la mano a San Mamés. Entre ondeantes banderas rojiblancas, humo de puro y alientos de pacharán, Souto se embebe de la leyenda: el All iron lo cantaban los mineros ingleses cuando encontraban el preciado metal, y en San Mamés se canta por un gol. Cecilio le trasmite su amor por el escudo: «En este mundo hay que tener algo grande por encima de nuestras cabezas. Unos tienen a Dios y otros al Athletic». Las palabras se le traban en la garganta, como a un enamorado: «¿Cuándo has podido explicarte a ti mismo con palabras qué es el Athletic? ¡Nunca! Ni siquiera en las pausas del excusado. Es algo que se siente y se acabó».

Souto crece jugando al fútbol en plazas y descampados. Le bautizan como el Botas, cuando se convierte en el delantero del Getxo, club donde su padre militó durante quince años. Durante la semana, Souto se sube al andamio; los domingos, cambia el buzo por la camiseta de futbolista y taladra la red del rival. El fútbol, en la novela, es «la única pasión de los hombres en la que aún son posibles los milagros». Milagros que, en los tiempos que corren, de abismales diferencias de presupuestos, se venden cada vez más caros para los clubes pequeños. Y, como afirma Pinilla, milagros es lo que más necesita el aficionado:

«Cuando hay crisis necesitamos agarrarnos a algo, algo que esté a salvo de las fluctuaciones de los mercados, y el Athletic y el fútbol son dos sueños, y te agarras a ellos como te agarras a la creencia en Dios y en el más allá».

Para Pinilla «el fútbol solo es el jodido balón», y la vida se decide en sus botes. En la novela, el balón bota con distintas suertes: la mala empuja al hijo pequeño de los Menaya a las vías del tren, y la buena, a Souto a fichar por el Athletic. Los directivos crían con mimo al nuevo cachorro: «¿Crees en nuestra familia, Botas? Es lo importante. Nuestra gran familia athlética».Souto jugaría en el Athletic aunque no le pagaran ni un céntimo. No le importa ser suplente de Zarra. En el último suspiro de la temporada, llega su oportunidad en la final de Copa de 1943 contra el Real Madrid. Un polémico gol, lo corona entre sus seguidores. Aunque algunos afirman que lo ha marcado con la mano, ha escrito su nombre en la historia del club. «Uno de los encantos del fútbol es la democracia de los goles, pues tiene el mismo valor uno de sueño que otro metido con el culo».

En los 40, los años de más represión en España, el Athletic se convirtió en «un buen terreno para hacer patria». La Social y los grises se ensañaban con los vascos. Mordaza de silencio, cuchicheos por las esquinas, muertos en las cunetas. Las gradas de San Mamés se convirtieron en el único reducto al que no llegaban los tentáculos del régimen; el escudo del Athletic, en símbolo de libertad para el pueblo vasco.

«Aunque la directiva está bien vigilada por el régimen, el Athletic es hoy la única expresión libre de nuestro pueblo. La celebración de nuestros éxitos deportivos es el clamor de todo demócrata por la libertad [...] El Athletic es la única expresión, la única que tenemos para combatir a Franco».

No conviene, sin embargo, fiarse de los botes del balón. Y menos en aquel tiempo, cuando una lesión era tan temida como una pesadilla. La época dorada de Souto termina con la entrada brutal de un defensa criminal que le hace añicos la rodilla, y su sueño. «El Athletic nunca podrá pagar la gloria que le has entregado», brinda un directivo en su despedida. Y añade: «El Athletic nunca abandona a su hijos». Páginas después, no obstante, la promesa se rompe. No hay sitio para un cojo en el club. La vida conducirá a Souto al más caprichoso de los trabajos: ensobrador de cromos, trabajo que también realizó Pinilla. El último bote, el más amargo, se produce cuando acaricia su rostro en su cromo.

A pesar de la desgracia, Souto no vende sus colores ni tan siquiera por una oferta económica que le aseguraría una vida cómoda. Como afirma Cecilio, la afición hace al equipo: «Aunque nuestro equipo ganara todos los partidos en un San Mamés vacío, no habría Athletic. Y aunque perdiera todos los partidos en un San Mamés lleno, habría Athletic». Cuando el balón de la vida parece quieto, llega un niño y lo chuta con fuerza. La primera patada, el primer amor. Cecilio le agarra la mano y recorre un camino que parecía olvidado: el que lleva a las gradas de la Catedral. En los ojos de niño chispea la misma ilusión que un día brilló en los de Souto. Con él, la tradición queda asegurada. El fuego del fútbol arderá, domingo tras domingo.


miguel ángel ortiz olivera
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