La nueva hazaña de los olímpicos del 24

01.08.2016

A principios del siglo XX, Montevideo se había convertido en un potrero inacabable en el que se jugaban infinidad de partidos. El foot-ball que habían traído los trabajadores de los ferrocarriles se había propagado como una mancha de aceite por los campitos. Los pibes hacían pelotas con todo lo que pillaban por los rincones, mientras recitaban de memoria la alineación de su club favorito. El día festivo se convertía en una celebración familiar en los campos de fútbol, donde aquellos veintidós jóvenes se jugaban el dominio del balón. En la primera década, el balompié creció con piernas fuertes en el paisito; pero pronto fue obvio que el fútbol uruguayo atravesaba un periodo de cambio de mentalidad, sobre todo sus dos grandes clubes.

Peñarol había perdido el carácter ferroviario con que había nacido. Y La mítica frase de los patronos ingleses: «Quien organiza partidos de fútbol, no organiza huelgas», su vigencia. El Central Uruguay Railway Cricket Club -como se llamó en 1891 el club de los obreros del Central Uruguay Railway Company of Montevideo- había pasado por una transformación popular que lo convirtió en Peñarol. Nombre acuñado en honor a la pequeña localidad, situada a diez kilómetros de Montevideo, donde se encontraban las instalaciones principales. En 1911, la sección de fútbol pasó a manos de los aficionados. Arrancó una nueva etapa en la intrahistoria del club. Ese mismo año se sellaría el destino de Nacional con el Cisma, en el que la revolución democrático-burguesa saltó de las fábricas a los terrenos de juego. Al igual que Peñarol había arrancado las raíces del ferrocarril británico, Nacional necesitaba hacerlo con las suyas, muy elitistas, y convertirse en un club del pueblo y para el pueblo.

Los estamentos directivos se dividieron en dos secciones. Por un lado, un núcleo clasista y universitario que había apartado a jugadores como Ángel Romano o Pablo Dacal por sus orígenes. Querían convertir el club en una entidad todavía más elitista. En el lado opuesto, el grupo que formaban José María Delgado, el General Manuel Rovira Uriarte, Atilio Narancio o Restamo, entre otros, con un solo objetivo: convertir el Club Nacional de Football en el equipo del pueblo uruguayo. Estallaba la guerra entre los que querían un club para unos pocos y los que buscaban un club para todos. El futuro se decidió en las urnas. Y la propuesta encabezada por José María Delgado ganó las elecciones. Los miembros del grupo clasista, resentidos tras la derrota, pasaron a engrosar las filas del Bristol.

Aquellos cambios estructurales en los dos grandes equipos uruguayos hicieron evidente que el país, en su conjunto, sufría un proceso de cambio de mentalidad. José María Delgado, nuevo Presidente de Nacional, escribió un cuento titulado El General Manuel Rovira Urioste y su época, en el que plasmó aquel momento decisivo para el fútbol uruguayo:

«El ambiente había cambiado y era necesario amoldarse a él o perecer. Atravesábamos ese período de transición, de hipocresía forzosa, en que el profesionalismo no se puede imponer aun a carta abierta por muchas razones y el amateurismo no puede ya satisfacer los deseos de una afición cada vez más vasta y exigente, a la cual se le extraían domingo a domingo sumas cuantiosas. El football se había convertido en el deporte nacional. No existían nombres más pronunciados en todos los círculos que el de sus cracks y éstos, en su inmensa mayoría, no llegaban de las esferas señoriales, sino de las humildes donde el pan es difícil y duro. No era posible que las instituciones dejaran en harapos a los ídolos que las enriquecían, aunque tuviesen que socorrerlos a espaldas de los altares».

Corazón tricolor

La tribuna principal del estadio de Nacional, el Gran Parque Central, fue bautizada con nombre de poeta: José María Delgado. Él, por su parte, llevó el escudo del club en su corazón toda la vida, desde la infancia a la tumba. No es un decir: años antes de fallecer, dijo que su único deseo cuando estuviera allá arriba era tener «una ventana para poder ver todos los fines de semana a Nacional».

Recién licenciado en Medicina, en 1911, José María Delgado se involucró en la directiva del Club Nacional de Football. Junto a Manuel Rovira Uriarte, Narancio y Restamo creó La Lista Bolívar, con el objetivo de convertir Nacional en el club del pueblo. Aquella asamblea pasó a la intrahistoria del club como el Cisma de 1922. El joven poeta, con solo 27 años, se convirtió en el Presidente del club. Bajo su mando, armaron un equipo liderado por Abdón Porte. Sus escuderos: los albañiles Landoni, Briezan y Mazzulo, junto al vendedor ambulante Somma, a los que se unió el que pasaría a la historia como el primer futbolista de color de Nacional, Antonio Ascuzi. Con esta plantilla llegó la década más brillante de Nacional: seis ligas y cinco campeonatos rioplatenses, además de una gira por Europa en 1925, y otra por América, dos años después. En 1915 obtuvieron la Triple Corona y, dos temporadas más tarde, consiguieron la Copa Uruguaya en propiedad tras tres victorias consecutivas.

José María Delgado no solo fue un amante de los colores de Nacional, también del celeste de la Selección. Colaboró activamente para que Uruguay participase en los JJOO de París y aportó su granito de arena para conseguir que el primer Mundial de la historia se jugase en su país. Su figura fue clave en el delicado paso del amateurismo al profesionalismo que, en 1932, dio el fútbol charrúa. En 1939 escribió un ensayo titulado Vida y obra de Horacio Quiroga. Con el narrador uruguayo había mantenido una estrecha relación, afianzada desde que Horacio Quiroga literaturizase la dramática muerte de Abdón Porte.

José María Delgado quiso dejar huella de su amor por el club de su vida y, entre sus muchos versos, compuso el Himno de Nacional:

«Por tus bravos campeones izada
en el mástil de sumo laurel.
Nacional, venerado queremos
ver flamear tu bandera otra vez.
En los pechos no caben las almas
ya la lid gigantesca empezó
la ansiedad en mil gritos estalla
o enmudece en crispada emoción.
Dilatando su prez legendaria
va el glorioso adalid tricolor
al igual que por campos de estrellas
imponiéndose a todos va el sol.
Y otra vez, otra vez oh victoria
celebrando la hazaña sin par
sólo un nombre en los ámbitos vibra
¡Nacional, Nacional, Nacional!».

El oro de los Olímpicos 24

En 1924, la literatura todavía se negaba a ver el fútbol. En Europa, gracias al Pentatlón de las Musas organizado por Pierre de Coubertin con motivo de los JJOO, escritores como Henry de Montherlant habían participado con poemas como Las emociones del solitario, y el fútbol, poco a poco, ganaba metros a la literatura.

En Uruguay, solo a través de las crónicas deportivas de los diarios se podían seguir los avatares del deporte rey. La primera revista especializada de fútbol había nacido en 1911, Uruguay Sport. Ese mismo año, Carlos Sturzenegger había publicado el primer libro de fútbol, Football: Leyes que lo rigen y modo de jugarlo. Existían, desde 1913, los anuarios que los equipos publicaban con los resultados de la temporada, una tradición que comenzó Wanderers y el resto de equipos fueron imitando temporada tras temporada.

Cuando, en 1924, la directiva de la selección uruguaya decidió participar en los JJOO de París, el Comité Olímpico Uruguayo rechazó el proyecto. ¿Qué pensaban obtener aquellos bárbaros en la civilización europea? El equipo nacional estaba compuesto por repartidores de leche, vendedores ambulantes, trabajadores de almacenes, picapedreros. ¿Qué pensaban que podían enseñarles a los maestros? En París también les pusieron trabas: «Tratándose de una provincia Argentina no podría intervenir». Finalmente, gracias a la iniciativa de hombres como José María Delgado o de Atilio Narancio -que llegó hasta a hipotecar su casa- consiguieron el permiso y el dinero para el viaje. Aquellos futbolistas hicieron historia. Como afirmó un periódico francés después de la victoria: «A patadas metieron a Uruguay en la geografía».

En París, Henry de Montherlant quedó embelesado por el juego de los charrúas. «¡Una revelación! Esto es fútbol de verdad. Comparado con esto, los que conocíamos antes, eso a lo que nosotros habíamos jugado, no era más que un juego de niños de colegio». De aquella primera gesta, llegaron a Montevideo las crónicas de Lorenzo Batlle Berres, enviado del periódico El Día en la aventura europea del primer equipo olímpico. Sus artículos acompañaron a los relatos épicos que todo Uruguay escuchaba en las radios de galena.

«Una camiseta celeste se desprende entonces desde el conjunto. Es Petrone. Rápido como el pensamiento, con una resolución que pone bien de manifiesto el amplio pecho, las piernas fuertes, seguras y la cabeza erguida y desafiante, corre en busca de los adversarios. Ha quedado atrás de él, el primer camiseta roja que le sale al encuentro; después un back es también burlado; el otro le espera sereno, seguro de sí mismo, pero el camiseta celeste pasa a su lado a toda velocidad, saltando sobre la pierna que el zaguero extiende para detener la pelota».

De aquella gesta, daría fe José María Delgado con el poema titulado Olímpicos 24:

«Con oro arrancado a las minas de la quimera 
Habíamos bordado un sol en la bandera. 
Era así como la llama familiar 
Que reúne a los hermanos en un hogar; 
Un sol pequeño cuyos rayos 
Doraban sólo los campos y los pechos uruguayos, 
Pero a nosotros nos comunicaba más energía 
Que el que flamea sobre el claro estandarte del día».

La nueva hazaña de los olímpicos

Tras la medalla de oro olímpica, Uruguay se ganó su sitio propio en el mapa mundial, y un lugar privilegiado en la historia del fútbol. En los JJOO de París, los charrúas habían encajado solo tres goles, por veinte a favor. Sus futbolistas eran tan temidos que, en 1925, los europeos modificaron la ley del offside con la intención de dejar en claro fuera de juego a los temibles delanteros uruguayos.

La épica ya tenía motivos para contarse. Y para cantarse. No solo se hicieron famosos los goles de aquella demoledora escuadra, también los cánticos en los vestuarios antes de saltar al césped. En la caseta, alejados del público, los futbolistas cantaban a coro antes de la batalla. Era su ritual. Camino a la final de 1928, entonaban Vayan pelando la chaucha y Uruguayos campeones, compuesta en 1926. Sus voces hacían retemblar las paredes de los vestuarios, y las piernas de los rivales.

En 1925, los directivos de Nacional, con José María Delgado a la cabeza, decidieron realizar la primera gira del club por Europa. El éxito hizo que, dos años después, organizasen una por América. Estando en La Habana, uno de los reporteros de El Heraldo de Cuba se enteró de que, entre los jugadores, viajaba un poeta. Aquel descubrimiento le fascinó y quiso entrevistarlo. Dos años más tarde, el propio club Nacional, vista la trascendencia que aquel poeta estaba teniendo para el equipo, editó un libro titulado José María Delgado, Sport: Discursos, versos y semblanzas.

En aquel recopilatorio se encontraba el poema La nueva hazaña, donde José María Delgado contaba la victoria de la Celeste en los JJOO de Ámsterdam, en 1928. Para conseguir aquella segunda medalla de oro consecutiva, los charrúas vencieron a Holanda, Alemania, Italia y, en la final, a sus vecinos argentinos. Después de aquella nueva hazaña, a nadie en el mundo entero le quedaron dudas de que Uruguay era un país pequeño en extensión, pero inmenso futbolísticamente.

I

«... Y por una vez más al son rotundo
de los heraldos y de las trompetas
se congregan todos los atletas.

En la vereda de los años iba
la patria a hollar su secular estela.
Iba la amada patria a ser abuela.

Y como amor y asombro había sembrado
y era su pleno gozo compartido
fue su hogar, por palestra, el escogido.

Torre que con los astros intimara
construimos, y anfiteatro cuya grada
pudiera ser de un mar ribera holgada.

Y aguardando los huéspedes potentes
no hubo en el lar ni párpado caído,
ni ociosa mano, ni apagado nido.

II

Unos por las montañas y llanuras
otros vadeando oceánicos confines,
fueron llegando al lar de los paladines.

El blanco esclavo y el cobrizo azteca,
el yanqui recio, el galo incandescente,
el belga heroico, el brasileño ardiente.

El paraguayo de ágiles arrojos,
el nieto de los incas, el chileno
de alma impetuosa y corazón sereno.

El boliviano de tostado cuerpo
el rumano, irradiando amor latino,
y, en fin, nuestro gemelo el argentino.

Todos al verse ¡hurras! se cruzaban
tan fuertes, que los ámbitos del día
quebraban como truenos de armonía.

III

Así, junta la voz, los lienzos patrios
agitando en el aire, alta la diestra,
recorrieron la olímpica palestra.

Entonces el vibrar del mar humano
tal fue que sacudióse entre las gradas,
como un romper de enormes marejadas.

Al fin dióse bahía al crespo oleaje
y comienzo a las pruebas del torneo:
Centro del mundo fue Montevideo.

Todo suspenso estaba de la justa
que la cuadrada torre presidía
y en cuya cima un mástil sólo había.

El mástil de los triunfos cuya altura
reservada al país de los campeones,
miraban codiciosos los pendones.

IV

Duro bregar. Combates formidables.
Sólo agotada la última energía
y aún hostigando el alma caía.

Fueron así excluyéndose uno a uno
hasta que al fin de tantos briosos duelos
en pie sólo restaron los gemelos.

Gemelos tan iguales que las ansias
quedaron ya como sujeto potro,
pues era el igual el triunfo de uno y otro.

No obstante, por cumplir lo preceptuado,
trabáronse los dos en lid tremenda.
¡No se verá jamás mayor contienda!

Tercos, astutos, hábiles, exactos
eran y como rayos ligeros,
porteros, delanteros y zagueros.

Nueva cosecha al bronce y mármol daban
sus cuerpos, tensos como un arco extremo
o lanzados en ímpetu supremo.

De una red a otra red el balón iba
por veintidós prodigios requerido
y por cien mil asombros perseguido.

Saltaba la emoción del hielo al fuego
hasta que en la gramilla del estadio,
sólo uno quedó erguido: el uruguayo.

Estalló entonces tempestad divina
que hizo temblar un bosque de banderas
y llevó el alma a altísimas riberas.

Vibró un clarín llamando a los silencios
máximos. La alegría tempestuosa cobró,
de pronto, hondura religiosa.

Y entonces, en el mástil de la torre
desplegó, ya habituado a las alturas
el pabellón del sol sus franjas puras.

A los pasmados orbes proclamando
que otra vez, y de modo más rotundo,
el Uruguay era Campeón del Mundo».


FUENTES:

Capítulo Oriental 42: La historia de la literatura uruguaya, Fútbol y literatura, Franklin Morales

miguel ángel ortiz olivera
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