Las emociones del solitario Montherlant

07.07.2016

Durante los JJOO de París, Henry de Montherlant y Giraudoux, entre otros escritores, pusieron sus plumas al servicio del proyecto olímpico del barón Pierre de Coubertin. No solo escribieron obras para optar a los premios literarios, sino que entrevistaron a muchos de los atletas. Giraudoux, entre otros, al corredor finlandés Paarvo Nurmi, conocido como Flying Flinn, estrella en aquellos JJOO porque solo necesitó una hora para lograr dos medallas de oro. Giraudoux, además, formó en el jurado -junto a Paul Claudel, Blasco Ibáñez o Marcel Prévost- encargado de otorgar el premio literario en el que participó Montherlant. Coubertin había calificado la obra de Montherlant, Les Olympiques, como «la Ilíada deportiva», pero no consiguió la medalla de oro. El ganador fue Geo-Charles, seudónimo de Charles Louis Prosper Guyot, con Jeux Olympiques, evocación poética dedicada al lanzamiento de martillo y las carreras:

«Los corredores se inclinan, flores tensas,... 
Un lanzamiento: ¡una palabra violenta!
Y de repente
Los cuellos se extienden, hacia delante
como tallos
caras como manzanas
pálidas y robadas
dientes y mandíbulas lanzándose al
espacio».

Durante las siete primeras ediciones de los Juegos, se continuó celebrando el famoso Pentatlón de las Musas. Por desgracia, muchos de aquellos textos dedicados al deporte no se conservan. Poemas como Las instrucciones de un jinete a su amante, del alemán Rudolf Binding, han sido rastreados, sin éxito, durante décadas. A pesar de que aquel poema se alzó con la medalla de plata en las Olimpiadas de Ámsterdam, en 1928, no ha quedado rastro alguno de sus versos.

En las primeras ediciones del Pentatlón de las Musas, se abrió un debate sobre la calidad de los textos: el hecho de los que los artistas, al igual que los deportistas, tuvieran que ser amateurs no gustaba a cierto sector intelectual. Polémica que se acrecentó con la edición de Berlín, en 1936. La aplastante victoria de poetas fascistas confirmó las vergonzosas maniobras de Goebbels para que todas las medallas terminasen colgadas del cuello de bardos alemanes o italianos.

Tras esta edición, su prestigio fue declinando hasta que en los Juegos de Londres, en 1948, se entregó la última medalla de oro a la finlandesa Aale Maria Tynni. Aquel fue el último suspiro de la poesía olímpica. En los JJOO de Helsinki, en 1952, se suprimió para siempre el Pentatlón de la Musas.

«Animales tramposos»

Desde la escuela, Giraudoux fue un amante de los deportes. Sobre todo del fútbol, del que fue un férreo defensor: «Más aún que el rey de los deportes, el fútbol es el rey de los juegos». En el prólogo que escribió para La gloire du football, una recopilación de las mejores páginas escritas sobre fútbol en la que participaron Jules Rimet, Montherlant o Coubertin entre otros, Giraudoux afirmó que «todos los grandes juegos del hombre son juegos con pelota». Y añadió: «La pelota está en la vida pero se escapa a la mayoría de leyes de la vida». Conocedor de la protohistoria de los diferentes juegos de pelota de los que procedía el foot-ball moderno, no admitía el uso de las manos. En su opinión, las manos habían sido concedidas para los «animales más tramposos», como el hombre y el mono, y «la pelota no admite trucos, solo efectos estelares» que debían realizarse exclusivamente con los pies.

Seguramente, Henry de Montherlant habría estado de acuerdo con todo, excepto con lo de «animales tramposos». Él jugó al fútbol siempre con las manos por delante. Fue portero, por pura vocación, no porque le faltase habilidad con la pelota en los pies. Fue -aunque él no lo supiera- el primero de una larga estirpe de escritores que elegirían aquella posición en el campo, sin duda la más literaturizada. Dicen que los porteros son gente solitaria, extravagante. De alguna manera, tienen que serlo. Juegan para evitar el éxtasis del fútbol. Su labor es detener la fiesta el gol, despejar la euforia de la hinchada contraria. Los porteros viven, como afirmó Montherlant, enjaulados en el área en una eterna espera.

En una de las fotografías que lo inmortalizó, Henry de Montherlant aparece vestido como los goalkeepers de la época: jersey de cuello de cisne, guantes para protegerse de los cañonazos, rodilleras blancas salpicadas de barro y los ortopédicos botines altos. Apoyado en uno de los palos, el cuerpo relajado, la mirada desafiante.

Las emociones del solitario

Como Píndaro, Henry de Montherlant no se conformó con centrarse en un solo deporte. Entre los poemas que cierran Les Olympiques, los hay dedicados a corredores de relevos, a una joven que gana la carrera de los mil metros, al pan compartido por los miembros de un equipo e incluso al público que acudía a los eventos deportivos. Y, cómo no, varios al fútbol.

En uno de los más famosos, Las emociones del solitario, definió al portero como un enamorado en eterna espera durante los noventa minutos. Una espera que, en ocasiones, se volvía tensa, angustiosa, desasosegante. Un portero sabe que en cualquier jugada aislada puede ser batido. Un error le condena, un desliz le mata, un despiste le manda a los infiernos. Quizás, por esa razón, en un momento del poema se lamente de no ser uno más del montón, un futbolista de los que corren libremente por el campo, lejos de los límites del área.

Conocía muy bien la sensación de soledad que producía vivir bajo palos: «El del zaguero es un juego de abnegación», escribió sobre su ofico. «Subsanar, ante todo, las fallas de los otros, parando la pelota que ellos han dejado pasar». Sabía que era la última barrera, el último resorte del cerrojo, el último soldado para evitar el tanto del enemigo.

«-Guardameta, guardameta,
te dicen con los dedos: «Sólo seis minutos». 
Manos fuertemente cubiertas, muslos desnudos hasta arriba,
rodillas lustrosas como una hoja.
Va y viene en su jaula como un enamorado que espera. 
-Guardameta, ahí están, los nervios del «fútbol latino».
Guardameta, estás muy pálido. Dime lo que te pasa.
-Tengo el pecho a rebosar y, en las pantorrillas, nada. 
-Guardameta, guardameta,
te dicen con los dedos: «Sólo tres minutos». 
Lejos, el ataque: mar adentro, nace una ola. 
Él cree ver el pez gordo en su red. 
Se asusta. Sale de su portería. ¡Soldados! ¡La huida hacia delante!
La ola llega hasta él, con un olor de cuerpos y de tierra.
(Cierto, mejor ser del montón, que estar en el lugar del solitario.)
Y el primer gol, y el único, es marcado a la luz del crepúsculo. 
Se derrumba. Permanece inmóvil.
Se arranca los cabellos, como Aquiles.
Se relaja. Le vuelve el color. 
Está sonado como los hombres de Verdún. 
Guardameta, guardameta, 
eso valió la pena cuando diste la voltereta».

Un extremo es un niño perdido

Una guerra no solo produce heridas en el cuerpo. También desgarra el alma.

Henry de Montherlant perteneció a la generación de jóvenes que arriesgaron sus vidas en la Primera Guerra Mundial. Volvió del frente herido, con varias esquirlas de obús incrustadas en el cuerpo. Pero la guerra no solo le dañó físicamente. Como muchos otros, tuvo secuelas psicológicas. Sufrió los horrores del combate en sus carnes. Tuvo que matar para poder vivir. Además de las esquirlas que le extirparon, a Montherlant le quedaron otras dentro, tan profundas que no llegaban los bisturís. A la vuelta del frente, cuando Europa despertaba de la pesadilla, el deporte se convirtió en una de las válvulas de escape para estos jóvenes. Una manera de olvidar la angustia. Una forma de convivir con el tormento existencial.

En 1922, Montherlant publicó su primera novela, Le Song, himno que alababa la camaradería de los soldados en el frente. Fue un intento por sacarse una de aquellas esquirlas. Vendrían más. Sus textos deportivos, por ejemplo, están salpicados de términos bélicos. El equipo es frecuentemente comparado con un ejército; el capitán, con un sargento; los futbolistas con soldados; el partido con una lucha y el terreno de juego, con el campo de batalla. Pero es una guerra pura, limpia, cuerpo contra cuerpo. Sin armas. Sin muertos. En sus textos, entre las gestas deportivas se cuelan recuerdos de la experiencia traumática de la guerra, del deterioro del cuerpo, del fracaso y, sobre todo, de la muerte:

«Desde los puestos de observación interrogaba el horizonte preguntándome dónde caería el próximo obús: del mismo modo busco en el cuerpo en qué punto será atacado y destruido. ¿El corazón?; ¿el cerebro?; ¿el estómago?; ¿los intestinos?».

En su poema titulado Un extremo es un niño perdido, Montherlant acude al lenguaje bélico para comparar al extremo con un soldado. Durante la contienda, en el ejército francés se llamaba enfant perdu al soldado enviado solo en reconocimiento o a un puesto avanzado. Antes de que saliera de la trinchera, sus compañeros se despedían de él. Se le consideraba abandonado, sacrificado, perdido para siempre.

«Ha conquistado el balón, y solo, sin
apresurarse, dribla hacia la meta enemiga.
¡Oh, majestad ligera, como si corriese
a la sombra de un Dios!
Seis muchachos se lanzan en su persecución;
y tierra surge detrás de ellos. 
Diríase su estela desplegada,
fuerza fresca, esta marejada humana,
este amplio y gracioso abanico que
barre la llanura con su viento.
Ante él salta la bestia pérfida,
medio cautiva, irritada,
llevada a fuerza de caricias rabiosas
y con el interior del pie,
y sus pies son inteligentes,
y sus rodillas son inteligentes.
Magnífica es la gravedad pura
de este rostro joven, siempre riendo. 
Corre acosado y en él hay algo
de inmóvil.
Sus ojos, bajos y fijos en el balón,
como en la página de Virgilio. 
Sobre su pecho descubierto
veo que brillan las medallas de oro. 
Ángel de la Guarda, ¡inspira su juego!
De pronto, el balón en el aire
como una negra y veloz bola de fuego. 
De pronto, él que se escapa;
sus omóplatos como alas cercenadas. 
Y el chasquido musical del cuero,
como la risa de la bestia pérfida,
porque ha fallado, fallado, fallado. 
Un gesto dominador del árbitro. 
Pienso en una frase del manual:
«Un extremo es un niño perdido».

Sobre unas botas de foot-ball

Contaba el diario The Guardian que la doctora Maria Hayward, adjunta al Centro de Conservación Textil de la Escuela de Arte de Winchester, hizo, en una de sus investigaciones, un hallazgo curioso: descubrió que, con fecha de 1526, entre la ingente cantidad de prendas de vestir del armario de Enrique VIII, se encontraban un par de botas de fútbol.

Ahondando en el descubrimiento, se supo que el rey Tudor las había mandado confeccionar a un artesano llamado Cornelius Johnson, en 1525. Eran de cuero de la mejor calidad, pesadas y altas para cubrir los tobillos, y le costaron cuatro chelines. En la Edad Media, el mob football era una práctica repudiada por los intelectuales y la Iglesia, además de penada por la Monarquía, por su violencia. Sin embargo, este par de botas demuestran que Enrique VIII, además del vino y las mujeres, también fue amante del fútbol.

Siglos después, las primeras botas que se utilizaron fueron los zapatos de las fábricas. Con un refuerzo de acero en la punta, cubrían los tobillos y muchos obreros les añadieron tacos en las suelas para mejorar el agarre. A finales del siglo XIX, se fabricaron las primeras con cuero. Pesaban alrededor de medio kilo, y lo doblaban si llovía. En 1905, nació en Leicester la marca Gola, a la que se unieron Valsport o Hummel. En esa misma década, Rudolf y Adolf Dassler lanzaron su propia marca de botas, las primeras con seis tacos intercambiables.

No sabemos qué marca usó Henry de Montherlant, pero las quiso hasta el punto de dedicarles estos versos.

«Botazas, base de la pierna joven,
cuero de vaca apenas pulimentado,
único grosor sobre este cuerpo que
no tiene contacto sino con ligerezas.
Os saco del morral en desorden, donde
dormíais con el pantalón sucio.
Pitidos del árbitro en el aire cortante,
terreno que cruje... Sale el invierno todo.
Entre mis manos, instrumentos de la vitoria,
vistos tan de cerca, un poco disminuidos,
interés, vosotros que voláis, que golpeáis,
vivos y a las órdenes del espíritu,
duros e infantiles a la vez,
grandes y pequeños, grandes y pequeños,
¡como él mismo que también sabe
llorar con sus ojos entornados
de pequeño condotiero!
Pringosas todavía de buena grasa,
todavía con cortezas de barro,
fuerza oliente, con vuestro olor de alga
y vuestra elegancia hecha de brutalidad,
con vuestro peso y vuestros arañazos;
vuestra pátina y vuestro misterio.
Sois tan nobles como la tierra,
y la vida no os ha abandonado.
La hebilla os ha hecho una marca
redonda como el umbo de la rodela,
el empeine os ha curvado y os ha
modelado como único ejemplar.
Me parece que sin saberlo podría
reconocer a quién pertenecéis.
Mi mano sobre vuestro contrafuerte
se llena de respeto y dulzura.
Estoy penetrando de tal emoción que
siento mi corazón arder en lo más hondo».


FUENTES:

El Cultural, Juegos Olímpicos: la cultura también gana.

Who's the fat bloke un the number eight shirt?, Marua Hayward, The Guardian.

Las Olímpicas, Henry de Montherlant.

miguel ángel ortiz olivera
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