Las jóvenes promesas de Amberes

02.07.2016

Así nació la leyenda. Eso es lo que cuenta Jóvenes promesas, novela de Juanjo Díaz Polo, con todo lujo de detalles: los orígenes de lo que más tarde fue bautizado como la furia roja. Todo lo que sucedió en aquella expedición a tierras belgas en la que, por primera vez en su historia, se embarcó la selección española de fútbol para disputar una competición fuera de sus fronteras.

Las primeras décadas del siglo XX eran «un tiempo feliz en el que las máquinas, los ideales y el deporte prometían desterrar todas las miserias humanas». Los Juegos de Amberes, en 1920, no solo fueron una oportunidad para nuestro fútbol, sino también una odisea minada de retos. Comenzaron los problemas antes de partir. El Gobierno se opuso a financiar el viaje. Muchos jugadores vascos se negaron a acudir a los partidos previos de preselección por las rencillas de encuentros anteriores. Pero allí estaba él.En medio de toda aquella vorágine olímpica, la figura de Paco Bru se convirtió en el soporte sobre el que se levantó el sueño deportivo de un país. Gracias al empeño del mister, la Selección volvió a casa con la medalla de plata al cuello, y con un porvenir esperanzador por delante.

La historia la cuenta Elena Díaz, hija de un cronista deportivo que se camufla bajo el pseudónimo de Rampoleón. A principios de siglo, era peligroso firmar los artículos con nombre y apellidos. Incluso para un reportero afamado como Rampoleón, vieja gloria de La Tribuna, Madrid Sport o Vida Sana; un reportero que había sido testigo privilegiado de los Juegos de 1900 en París, además de haber mamado el nacimiento del football en los principales estadios de España. Un enamorado del sport, como lo fueron tantos otros: Rubryk, Hándicap, Balompédico. Elena Díaz acompañará a su padre en el viaje más importante de su vida. El último. Una gran aventura que, por desgracia, la enfermedad le borrará de la memoria, al igual que toda una vida dedicada a contar el auge del deporte en España.

Rampoleón había sido un ferviente defensor del olimpismo, uno de los muchos soñadores que siguieron el camino iniciado por Pierre de Coubertin. Hombres que creyeron firmemente en los valores del deporte para renovar la sociedad. Porque, en aquella época, el deporte simbolizaba «la gran revolución humana, una religión de hombres civilizados que prometía acabar con las guerras y mejorar la raza».

Paco Bru, el alma

El entrenador es el alma de un equipo.

Por eso, ser el primer seleccionador de España era una gran responsabilidad. En un principio, se decidió que serían tres los hombres que cargarían con aquel peso. José A. Berraondo, Julián Ruete y Paco Bru fueron los elegidos. Pero, a las primeras de cambio, Bru se quedó solo al frente del proyecto. En realidad, siempre lo estuvo. A excepción de sus dos fieles escuderos: Lemmel como mano derecha, e Isidro como utillero.

No fue un camino fácil. Desde el principio, Paco Bru encontró trabas. El Gobierno no quiso ayudar económicamente a los futbolistas: nadie creía en aquellas jóvenes promesas. Además, el míster se encontró con objeciones por parte de muchos jugadores. Los vascos, por ejemplo, se negaron a acudir a los partidos de entrenamiento previos al torneo. Por eso solicitó la ayuda de Rampoleón: si un cronista reputado escribía sobre la importancia de aquellos encuentros, el asunto cambiaría. También tuvo que lidiar con las rencillas personales entre los jugadores, como la que enfrentaba a Belauste con Arrieta, después de un derbi vasco en el que habían terminado a trompazos.

Pero Paco Bru era un hombre curtido en mil batallas, y aquella no le iba a amilanar. Experto en jiu-jitsu, en su etapa de futbolista nunca se había achicado ante un contrario. En su paso por el mundo arbitral, solo sufrió en su debut, pero lo solucionó rápido: antes del partido, sacó un revólver y se lo mostró a los jugadores. «Como sé que el ambiente está calentito, porque entre ustedes hay cuentas pendientes», dijo dejando la frase en el aire. Y empezó a cargarlo: «Me gustaría arbitrar muchos años, no quiero malas experiencias». Contaba la leyenda que tuvo que pegar un tiro al aire cuando el público tomó el campo. «¡Podemos hacer dos cosas: o terminamos el partido otro día o unos cuantos salimos en las necrológicas!», espetó a la muchedumbre. Mano de santo.

También había demostrado su valía años después. Antes de convertirse en seleccionador, en 1914, había entrenado a un equipo femenino, las Spanish's Girls Club, y para eso, en aquel tiempo, sí que había que tenerlos bien puestos. Como entrenador de la primera Selección, no iba a dejarse intimidar por minucias. Había confeccionado un equipo potente, luchador, sólido. Si perdían, no iba a ser por no ponerle pelotas al asunto. Aquel espíritu era el que había convencido al presidente del COE, el Marqués de Villamejor, para avalar el proyecto con ciento veinticinco mil pesetas de su bolsillo. Creía en Bru y en sus chicos, aquellas jóvenes promesas.

Ricardo Zamora, el Divino

Las volvía locas a todas. Y ella no iba a ser una excepción.

Elena Díaz se quedó prendada de él la primera vez que lo vio, durante el partido que enfrentaba al Barça y al Athletic, en el Molinón, en la final del Campeonato de España de 1920. Aquel niño se había ganado el respeto de los hombres con sus paradas. Los forwards, incluso, le pedían disculpas cuando le marcaban un gol dándole la mano. En aquel partido no fueron sus guantes los que evitaron el gol, sino un error garrafal del colegiado Bertrán de Lis, que días después anunciaría su retirada.

Elena Díaz no era la única; miles de jovencitas suspiraban por los huesos de aquel chaval de dieciséis años que ya era el mejor goalkeeper del país. Zamora era todo un dandi. Lucía la gorra bien calada, escondiendo su reconcentrada mirada. El peinado a la modé, brillante de velutina, imitando el de los cantantes de jazz. El elegante jersey de cuello alto le distinguía del resto de porteros. Las manos enguantadas, como todo un caballero, junto con las embarradas rodilleras completaban su armadura. Aquellos despejes con el codo que mandaban el balón hasta el centro del campo eran su sello bajo palos. Y sus temerarias salidas a los pies de los forwards. Además de su voz autoritaria cuando le señalaban un penalty en contra y él, con parsimonia, se quitaba la gorra, se recolocaba los guantes y pedía serrín para aplanar el área pequeña.

Elena Díaz no podía evitar mirarlo, en el tren, camino de Bélgica, aquel 7 de agosto en que «Amberes dejaba de ser un sueño lejano y empezaba a tomar aspecto de emocionante realidad». Mientras el tren avanzaba hacia los Jeux Olympiques, Ricardo Zamora fumaba un pitillo con Samitier. Todos en aquel vagón sabían que Zamora era uno de los pilares en los que se sustentaría el equipo de Paco Bru. A pesar de contar con Eizaguirre, portero veterano curtido en mil batallas, como suplente, Bru tenía claro quién defendería la portería. Allí empezaba el equipo. También tenía claro que necesitaba de la furia vasca si querían hacer un buen papel en Bélgica.

La furia vasca, el corazón

«Sin vascos no hay selección española», le había dicho a Ruete. En Bélgica se jugaba en hierba, y los jugadores del norte estaban acostumbrados a ese fútbol: bregar, pases bombeados y derroche físico para pelear todos los balones. Siguiendo su instinto, Bru había confeccionado su lista definitiva:

Zamora (Barcelona) y Agustín Eizaguirre (Real Sociedad), fueron los dos porteros elegidos. El primero, aportaba el descaro y la vitalidad de la juventud; el segundo, el saber estar que da la experiencia. En defensa: Arrate (Real Sociedad), Carrasco (Real Unión), Otero (Real Vigo Sporting) y Vallana (Arenas). Hombres fuertes, que iban bien en el juego aéreo, correosos. El medio campo lo componían: Eguizabal (Real Unión), Belauste y Sabino (Athletic de Bilbao), Samitier y Sancho (Barcelona) y Artola (Real Sociedad). Clase, velocidad, Y en la punta de ataque: Patricio (Real Unión), Vázquez (Racing del Ferrol), Pichichi y Acedo (Athletic de Bilbao), Silverio (Real Sociedad), Moncho Gil y Ramón González (Real Vigo Sporting), Pagaza (Arenas) y Sesúmaga (Barcelona).

Nada más conocerse, arreciaron las críticas por la multitud de futbolistas vascos que la componían. Pero a Bru le dio exactamente igual. No le preocupaban los dimes y diretes. En realidad, solo le preocupaban sus footbollistas. Por eso les apoyó en el momento decisivo. Siguiendo el ejemplo de los americanos, los españoles organizaron un pequeño motín contra el COE. Tenían motivos de peso. Habían recorrido media Europa -devastada por la guerra- en tercera clase. En Amberes, les habían instalado en un orfanato. Chopos como Belauste debían dormir en camas de niños, y solo disponían de dos duchas para veinte hombres. Ni siquiera tenían un campo de entrenamiento cerca. A todo esto había que sumarle la vergüenza que pasarían en el desfile inaugural, ante todo el mundo, vestidos con sus camisetas rojas -el león de Brabante dorado bordado en el pecho- a falta de chandails como el resto de países.

Precisamente, aquellas dificultades unieron al grupo. Así se forjan los grandes equipos: en la adversidad. Los problemas limaron las asperezas entre catalanes, vascos y gallegos, esa «salmódica nacional de siempre, el duelo de paisanos a garrotazos de Goya». Por supuesto, también las noches de farra en el Zjderoute, un mugriento cabaret regentado por Carmencita de España, en el corazón de Amberes. Unos tragos de cerveza, unas risas y unos bailables siempre ayudan a engrandecer el alma de un equipo. «¡Be-laus-te-gui-goi-tia, Pa-ga-za-ur-tun-dúa! ¡Irurá, irurá, irurá!», cantaban los jugadores haciendo la conga.

La plata de Amberes, la primera gran victoria

Los Juegos de Amberes, los primeros tras la devastadora guerra que había asolado Europa, fueron bautizados como los Juegos de la Paz.

En el primer partido, el 28 de agosto, España tuvo que enfrentarse a uno de los favoritos, Dinamarca. Paco Bru lo vio desde la banda, actuando de linier y entrenador. Desde la línea de cal gritaba la consigna: «¡Rigorismo, señores, rigorismo!». El partido fue disputadísimo, hasta el punto que Zamora acabó con el jersey desgarrado; pero con la portería a cero. Hubo muchas bajas para el segundo encuentro, al día siguiente, contra los anfitriones. El león de Brabante de la camiseta abrió viejas heridas y provocó la hostilidad de la grada. Aquel partido, España cayó derrotada pero se defendió como un felino panza arriba. Nació la furia roja, el pundonor español. La frase de Belauste, «¡A mí el pelotón, que los arrollo!», resumió aquella filosofía. El partido contra los suecos fue una auténtica batalla campal. El árbitro, italiano, lo permitió: el que ganase debía enfrentarse a sus compatriotas en la siguiente ronda. Contra los italianos, España jugó con un hombre menos desde el minuto diez y, más tarde, con Silverio de portero tras la expulsión de Zamora. Aún así, llegaron a la petit finale contra los checos.

El fútbol español, gracias a la garra, había conquistado Europa en su primera participación. Vendrían más tardes de gloria y furia. Por la Selección pasarían grandes jugadores y entrenadores. Pero todo había empezado allí, en Amberes, en 1920, con la plata de los hombres de Paco Bru. Ante el objetivo de la cámara de Passavolant «se inmortalizaban los héroes y heroínas modernos, como en la antigua Grecia se les perpetuaba en mármol», para que la leyenda nunca se olvidara.



miguel ángel ortiz olivera
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