Lo mejor de todo para Ray Loriga

07.04.2015

A pesar de que a mediados de los 50 apareció en la gran pantalla en películas como Once pares de botas (1954), La saeta rubia (1956) o Los ases buscan la paz (1954), el balón todavía tardaría unos años en introducirse en la novela. Había salido a la luz, en 1927, El coloso de Rande, de José Luis Bugallal, la que fue la primera novela española dedicada al futbol. Un año más tarde, veía la luz Judas, futbolista, de Francesc Rosell y Rossend Pich, en catalán. Tres años después, en 1931, les seguiría Zunzunegui con Chiripi. El ensayo futbolero -y los famosos «vicegoles»- floreció con el narrador gallego Wenceslao Fernández Flórez, unos años después, con De portería a portería (1949)o El sistema Pelegrín (1949). En 1955 se produjo un chispazo, el de Los atracadores de Tomás Salvador, historia barcelonesa en la que uno de los personajes juega al fútbol en regional. Sin embargo, no fue hasta los 60 cuando la novela futbolera se asentó. Pan y fútbol, en 1961, de Antonio Zúñiga abría la veda. Un año después, Luciano Castañón publicaba Los días como pájaros. El mismísimo Cela publicaba en 1963 sus Once cuentos de fútbol y, en 1964, Gonzalo Suárez publicaba Los once y uno, protagonizada por Helenio Herrera y polémica por sus críticas al Real Madrid.

Años después, a finales de los 80, apareció El delantero centro fue asesinado al atardecer, de Vázquez Montalbán; pero en esa década aún era una rara avis la novela que tratase de fútbol. Hasta que llegó, en 1992, Lo peor de todo, de Ray Loriga, y lo cambió todo. O al menos muchas cosas. Junto a otros escritores de su generación, como ocurrió con Historias del Krönen (1994), de José Ángel Mañas -que arranca, por cierto, con una alusión al fútbol- o Dibujos animados (1991), de Félix Romeo, donde el Gordo, el narrador, no es capaz de formar equipo con «los del fútbol», se alzaron nuevas voces que abrieron mundos inexplorados: jóvenes inadaptados, drogas, la violencia en la televisión, lo anecdótico del ahora y la oscuridad que estaba por venir. La modernidad, al fin y al cabo. Una modernidad que traía temas, como la música o el fútbol, que habían sido intrascendentes para los escritores anteriores.

Lo peor de todo trajo algo más: una nueva manera de tratar esos temas. En la novela de Loriga el fútbol ya no es contado, como había ocurrido antes, sino que es el fútbol el que cuenta. A través de él, la voz del protagonista encajará las piezas del rompecabezas de su vida o describirá a los personajes que le rodean. En definitiva, a través del fútbol contará la vida.

El fútbol: lo mejor de todo

Camus dijo que todo lo que sabía sobre la moral del hombre, al fútbol se lo debía. Los críticos literarios dijeron que Loriga escribía como un hijo bastardo de Camus. Al margen de los parecidos literarios, en lo futbolístico, Camus y Loriga -o al menos el protagonista de esta historia, Élder Bastidas-, no tienen mucho que ver: Camus fue un arquero que disfrutaba de la soledad del área; Élder Bastidas, todo lo contrario:

«Estoy seguro de que hay al menos doscientos millones de cosas peores, lo que pasa es que cuando me toca de portero no consigo acordarme, sólo sé que algún animal va a venir de un momento a otro a reventarme los huevos de un balonazo».

Para Élder Bastidas solo importan sus hermanos, Fran y M, el amor que siente por T y el fútbol. Quitando eso, no guarda recuerdos agradables de la infancia a los que agarrarse para no naufragar en el mar revuelto de la adolescencia: «Cuando eres niño no quieres ser buena persona por nada del mundo, quieres tumbar a los pesos pesados, ser expulsado de dos de cada tres clases y hacerte pajas hasta que te den calambres las manos». Tampoco atisba un futuro alentador: trabajos basura para subnormales, encargados ineptos, adultos enfermos, relaciones estériles. Como si le hablase a un psicólogo, Élder Bastidas abre las puertas de su mundo, en el que solo dos amores le animan a narrar: el que siente por T, la rubia escandinava, y el que le tiene a la pelota. «Lo mejor eran los partidos de fútbol», dice.

Esos partidos serán la única manera a través de la cual consiga contar cómo es él fuera del campo. Para Élder Bastidas, el fútbol diferencia a chicos y chicas, les da un lugar en la sociedad: «A T le encantaba jugar a los disfraces, se imaginaba que era una princesa y eso; a mí en cambio me gustaba el fútbol, supongo que así debe ser, no lo sé». El fútbol, asimismo, diferencia a los buenos de los malos en su mundo:

«En mi colegio había un buen montón de bastardos despreciables. Entre los peores estaba Labanchy. No tenía la más remota idea de cómo se juega al fútbol, se limitaba a pegarle al balón con todas sus fuerzas cada vez que le pasaba cerca. Dos de cada tres partidos con Labanchy terminaban con el balón en paradero desconocido».

A través del fútbol cuenta cómo es su hermano Fran, con y sin balón: «Cuando corría por la banda le faltaba campo. Se adelantaba el balón y salía disparado detrás como si le empujase Dios. Le llamaban jabalí, si te marcaba podías escuchar su respiración en la nuca todo el partido.» No es capaz de ver los defectos del hermano fuera del campo, como no se los encuentra al defensa dentro de la cancha:

«El defecto más común entre los defensas consiste en un erróneo sentido de la anticipación que les lleva a sacar la pierna antes de tiempo, facilitando enormemente la acción del delantero. Fran aguantaba, cuando estabas frente a él no sabías cómo quebrarle; algo inaudito, en diez años sólo conseguí regatearle seis o siete veces».

Además, el fútbol, como la vida, le obliga a tomar partido: «La gente buena no se conforma con lo buena que es y tiene que estar mirando siempre lo malos que son los demás. Lo mismo les pasa a los hinchas del Barcelona. Yo siempre he sido del Real Madrid. Es un equipo como cualquier otro, pero es que en el fútbol si no tomas partido no te diviertes».

Y es que, para él, el fútbol dicta lo que es importante y lo que no:

«Hugo Sánchez daba una voltereta después de cada gol. A la gente le encantaba. Hugo Sánchez ganó cinco trofeos «Pichichi» en seis años [...] El primer portero que se llevó el trofeo al portero menos goleado fue Ramallets [...] Tengo todos esos datos apuntados porque pienso que son importantes [...] Me refiero a que algunas cosas son importantes y otras no».

Plantilla de perdedores

«Mientras M entraba y salía de los manicomios con peligrosa insistencia, Fran y yo militábamos en el peor equipo de fútbol de los últimos setenta y cinco años». Juegan en la liga de El Plantío, su barrio, y es allí donde se dan cuenta que, como les ocurrirá fuera del campo, solo acumulan derrotas. Entre las razones, Élder Bastidas destaca dos: la primera, que no tienen un buen portero que escampe la lluvia de goles y, en su lugar, solo hay un enorme agujero detrás del último defensa. La segunda, que no tienen un entrenador competente: «No le pegaba una patada a un bote. Corría, saltaba, hacía flexiones, era alto y rubio como un alemán, pero no sabía diferenciar un balón de un cigüeñal».

«En general nuestro equipo no era muy bueno, pero nos entrenábamos y nos esforzábamos muchísimo». Uno a uno, Élder Bastidas cuenta cómo son sus compañeros dentro y fuera del campo: los hermanos holandeses, Carlos y Rogelio, que acababan los partidos a tortas entre ellos; su hermano Fran, defensa que por mucho que brega no evita las palizas; Antonio Álvarez Cedrón Hernández que, pese a su clase, pese a ser un jugador mágico, le falta gol. Y él mismo: «Yo disfrutaba jugando al fútbol, no corría mucho pero tenía un buen regate. Era lo que se llama un jugador de ráfagas, a veces mucho y a veces nada».

Élder Bastidas forma parte de una plantilla de perdedores que «por otro lado eran buena gente, pero lo uno no quita lo otro. Se puede ser un cielo en la vida y un pedazo de mierda en el campo, también se puede ser gloria bendita en el campo y un pedazo de mierda en la vida, pero esto último es mucho más perdonable».

A medida que la narración avanza, el fútbol se va difuminando. Élder Bastidas entra en el mundo adulto, sufre la insatisfacción del trabajo y las ganas de acabar con todo se adueñan de él. Su relación con T se rompe, el fútbol ya no le sirve para contar nada. El balón que rodó en su infancia se pierde definitivamente:«Acabó en la carretera porque el animal de Labanchy le pegó con todas sus ganas y el balón subió y subió hasta que casi no se veía y después fue a caer en la carretera. Los tíos como Lavanchy no deberían jugar al fútbol, tendrían que estar dándose patadas los unos a los otros».

El fútbol, en esta segunda parte, se convierte en un recuerdo cálido al que volver. Queda muy lejos aquella gran jugada que trajo una pizca de gloria a su vida y por la que hasta el capitán rival le felicitó:

«Quebré a uno, dos y hasta tres contrarios antes de llegar al portero, rascando, templando, en una palabra, mandando. Amagué al portero con más clase que ganas y deslicé finalmente el cuero sin pararme a mirar cómo cruzaba la línea de gol».

Se ve incapaz de salvar a su hermano a través de los partidos de juventud: «Fran tiró del balón y tras él vino la pierna, rota en tres sitios. Querían expulsar a Fran del campeonato, pero ni siquiera había sido falta». Como le sucede en el campo, Élder Bastidas siente que es expulsado de la vida, que el árbitro, injustamente, le ha enseñado la roja por una falta que él no ha cometido.

Entonces empieza a venir todo lo malo y uno cierra el libro con la sensación de no saber si lo peor de todo ya pasó o está por venir


miguel ángel ortiz olivera
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