Mahi Binebine y los caballos de dios

13.11.2016

Parecía un viernes y trece más que acababa. Mediada la primera mitad, Francia y Alemania empataban a cero en el encuentro amistoso que disputaban sobre el césped del Stade de France. Cerca de las nueve y media de la noche, de repente, dos explosiones sacudieron los pilares del estadio. El pulso del partido se ralentizó. Los futbolistas, por unos instantes, se miraron unos a otros. Algunos, incluso, se volvieron al árbitro, el español Mateu Lahoz, pero continuaron jugando al ver que no pitaba nada. En las gradas, los aficionados confundieron las explosiones con potentes petardos. Solo el Presidente Hollande fue informado de lo que sucedía y, minutos después, evacuado disimuladamente del palco. El resto de aficionados vio los goles de Giroud y Gignat, ambos en la segunda parte, sin saber que, en las inmediaciones del estadio, dos terroristas se habían inmolado.

Aquellas detonaciones solo fueron el principio. La pesadilla culminaría, poco después, con el infierno de los jóvenes que bailaban en la sala de conciertos Le Bataclan. Dentro del estadio, los futbolistas se enteraron de la tragedia cuando terminó el partido. Los alemanes decidieron que, si la situación no mejoraba, pasarían la noche en los vestuarios. Los galos se solidarizaron con ellos, y no quisieron dejarles solos en su casa. Los aficionados ya estaban informados por las noticias que incendiaban las redes sociales de todo el mundo. Siguiendo el protocolo de seguridad, se les reagrupó a todos en el césped. Las fotos de miles personas sobre el campo corrían por internet como la pólvora. Fuera del estadio, todo era caos, horror, desconcierto: gente corriendo despavorida, ambulancias aullando, gendarmes cortando las calles.

Cerca de una hora después del final del partido, se decidió llevar a cabo la evacuación del estadio. Mientras los miles de aficionados lo abandonaban, en un orden y un silencio poco habituales, de repente, resonó una nota de esperanza. Un aficionado comenzó a entonar La Marsellesa. Se le unió otra voz, y luego otra, y luego otra más, hasta que el popular himno francés resonó con fuerza en los intestinos de hormigón del Stade de France. No había colores ni razas ni escudos que diferenciasen a alemanes de galos. No existían rivalidades en ese partido que comenzaba a jugarse contra el terror.

Los conocidos como Caballos de Dios -mártires que trotarán hacia el paraíso tras crear un infierno en la tierra- tenían la intención de sembrar el pánico atacando uno de los pilares de la sociedad occidental, el fútbol. En la memoria de todos quedará, para siempre, aquel viernes trece como el día en que el terrorismo yihadista amenazó el deporte rey. El ataque en las inmediaciones del Stade de France, mientras se disputaba el Francia y Alemania, ponía en duda por primera vez que, desde entonces, se pudiese volver a jugar un encuentro amistoso en Europa.

Las estrellas de Sidi Moumen

Días después de los atentados de París, mientras todavía resonaba La Marsellesa entonada por los aficionados, llegó a las librerías Los Caballos de Dios, del escritor marroquí Mani Binebine. Su narración ahonda en las raíces del terrorismo, a través de la historia de unos niños del Sidi Moumen y su pasión por jugar a la pelota.

En 2003, los mártires que perpetraron los atentados contra Casablanca procedían, precisamente, de las chabolas de Sidi Moumen. En ellos está basada la novela. Binebine, en su libro, muestra al lector que los mártires no siempre fueron fanáticos adiestrados para inmolarse. Un día, antes de que la maquinaria propagandística terrorista les lavase el cerebro, fueron niños. Chavales que vieron cómo sus padres fracasaban en el intento de escapar de la pobreza. Chicos que soñaban, como cualquier occidental, en convertirse en uno de esos héroes del balón que ven al otro lado del televisor. Hubo un día en que fueron niños que jugaban al fútbol, entre montañas de deshechos, con balones a los que quedaba poco aire.

Las montañas de basura eran su único horizonte. Un alto muro social les separaba de la próspera medina. Los protagonistas de la novela son niños que han crecido en familias desestructuradas, rotas, sin anclajes a los que agarrarse cuando la pendiente se pone cuesta arriba. Como dice el narrador: «hacía la tira de tiempo que Dios había apartado la augusta mirada de Sidi Moumen». No hay futuro para ellos. No les salva la educación: ninguno acude a clase. Nadie les ofrece un trabajo. Palizas, amenazas, robos y trapicheos conforman su día a día. Quizás rebuscando en la basura saquen algo de valor. Quizás vendiéndolo consigan un poco de tabaco amarillo, una china de hachís o unos tiros de pegamento.

Cuando fuman y esnifan consiguen reírse. Cuando fuman y esnifan olvidan que su única herencia será la miseria de sus padres, un techo de uralita, unas babuchas desastradas. También se olvidan de todo cuando juegan al fútbol. Es su droga más sana. Su equipo es el «orgullo de la barriada: Las Estrellas de Sidi Moumen». Dar patadas al balón y a los rivales se convierte en una manera de fuga, un escape, un desahogo. En su única forma de soñar.

La tela negra de la araña

«Jugando al fútbol, todo el mundo os lo confirmará, soy el mejor portero de la barriada. Mi ídolo se llama Yashin. El famoso Yashin. Nunca lo vi en acción, pero se cuentan tantas historias acerca de él. [...] En cualquier caso, yo quería ser Yashin o nada. Así que me cambié el nombre para usar el suyo». 

Así se presenta la voz narradora del relato. Es el portero de las Estrellas de Sidi Moumen. Como él mismo dice, uno de los pilares en los que se sustentan sus compañeros: «Con mis proezas al parar balones imposibles me ganaba torrentes de aplausos». Su hermano mayor, Hamid, es otro de los pilares. En el campo, juega rudo, igual que vive la vida fuera de él. Rebusca en la basura para costearse su dosis de hachís, y nunca deja tirado a su hermano pequeño. Lleva una cadena de bicicleta en el bolsillo y no duda en desenfundarla cuando el partido de la vida se complica.

«Nuestros rivales eran muchos. Todas las barriadas de chabolas tenían su agrupación»: los Leones, los Águilas, los Tomahawks, las Serpientes de Douan Lahjar. «Nos reuníamos los domingos en el vertedero para celebrar nuestros encuentros legendarios que solían terminar en combates de gladiadores». El día de partido, para ellos, es sagrado. Ni siquiera Hamid se dopa antes de jugar, «como si el fútbol lo dopase más que las guarrearías que se pasaba la vida inhalando». Después de jugar, encienden la radio. Sintonizan, con viejas ollas de cocinar cuscús, los decisivos partidos que se juegan en las ligas europeas, y vibran al escuchar las gestas de sus héroes.

En el vertedero, los compañeros de equipo se convierten en la verdadera familia. Con el balón en los pies, se dan cuenta de las diferencias que hay en el mundo: «En el fútbol, los defensas tienen menos prestigio que los delanteros. Solo queda grabado en la memoria el recuerdo de los que meten goles. Y, sin embargo, el combate de verdad se riñe en la retaguardia y en el centro del campo». Ellos saben que sus goles no son decisivos. Que el vertedero donde juegan no tiene glamour. Que su equipo tiene menos prestigio que cualquiera. Los turistas que pasean por la medina ni se acercan por su barriada. La vida de verdad se juega en otros campos, y ellos nunca clavarán sus tacos en esa hierba.

A medida que crecen, caen uno a uno en la trampa de la araña. Cuando el narrador deja atrás su infancia, se olvida de su ídolo, la Araña Negra Yashin, y solo tiene ojos para el imán que le promete un futuro con el que ni se había atrevido a soñar: el paraíso. Desde entonces, «a Hamid no le interesaba ya el partido de los domingos». Ya no hay escape para ellos. Están enredados en la negra tela de la araña.

Un balón olvidado

«Cada vez jugábamos menos al fútbol», dice Yashin. Las Estrellas de Sidi Moumen dejan el balón olvidado cuando el imán les ofrece un trabajo, tres comidas al día y cobijo. Y las amables lecciones del Corán. «Se sabían el Corán de memoria y las palabras de El Profeta como si hubieran vivido en su entorno», dice Yashin. «Nos acomplejaban». El imán les habla con suavidad, con palabras dulces; desea enseñarles, no imponerles. Todos quieren estar cerca de él, hacerle los recados, servirle el café. Para no sentirse inferiores, comienzan a estudiar concienzudamente el libro sagrado. Se dejan barba como sus maestros, se alejan de sus familias. En vez de drogarse, recitan sus versos. En vez de horas jugando al balón, rezan y rezan.

No se necesita mucho para convertir a un hombre en una bomba, si no tiene nada que perder. «Teníamos armas con las que no contaban los impíos, nuestra carne y nuestra sangre». Los Caballos de Dios no dudan en pagar el peaje al paraíso. La pobreza, como muestra la novela, es un abono inmejorable para el yihadismo. La incultura, el agua que la riega. El fanatismo religioso, el veneno. Los muros que levantan los países ricos, un azote continuo. Sin embargo, no se puede construir un muro capaz de detener este problema. Como muestra la novela, nada puede parar a un hombre sin miedo a morir. Unos meses de entrenamiento son suficientes para azuzar la hoguera de la ira. Unos días para aprender a defenderse, a manejar armas. Visualizan vídeos de matanzas infringidas sobre su pueblo. De ataques inmisericordes de Occidente. Los versos del Corán retumban en sus cabezas.

La semilla de la venganza ha germinado. La ira les guía. La promesa de la luz les ciega. «No había más salvación que la yihad. Dios nos la pedía. Estaba escrito, y muy claro, en el libro de los libros». Las Estrellas de Sidi Moumen están listas. Les espera el paraíso, con solo tirar de un cordel del cinturón. «La hora del yihad había sonado». Ya no queda rastro de aquel balón que botaba en su infancia. Ni tampoco de los niños que corrían tras él entre la basura.


miguel ángel ortiz olivera
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