O'Rei, Ronaldinho Gaucho

24.12.2015

Las estrellas fugaces entran a gran velocidad en la atmósfera de la Tierra y pintan una estela luminosa en la oscuridad del cielo. Pueden brillar poco. O muchísimo. Normalmente, solo unos segundos. Lo que dura un control orientado. O la estirada del portero. Al contacto con la atmósfera, se queman. Desaparecen para siempre. Y, de ellas, solo queda el recuerdo en la constelación de la memoria de quien las vio.

Ronaldinho Gaucho pasó por la Liga como una estrella fugaz, dejando destellos de su luminosidad. Regates imposibles: amagos, bicicletas, caños. Goles de gran plasticidad: trallazos desde fuera del área, chilenas dentro de la chica, rabonas sobre la línea de cal. Dibujó pases que solo él veía. Inventó la espaldinha. Se lució con colas de vaca, regaló tacozanos, se adornó con pases de espuela. Lanzó faltas con la precisión de los elegidos: envenenadas de una rosca endiablada. Metió goles con vaselina, puso sombreros, batió con picaditas a enormes porteros. Rompió cinturas. Sentó rivales. Les provocó pesadillas. Aguantó, con el balón cosido a la bota, patadas, codazos, entradas infernales. Nunca le tembló el pulso al colocar el cuero en el punto de castigo. Y celebró. Celebró mucho, bailando samba con sus compañeros y hasta con el banderín de córner.

Su fútbol mereció infinitos elogios de los comentaristas. Provocó el miedo de sus rivales, la admiración de sus compañeros. Su magia arrancó los aplausos culés. Y hasta se ganó la ovación unánime del eterno enemigo en el templo blanco. Su nombre, Ronaldinho Gaucho, dio la vuelta al mundo cuando besó un balón hecho de oro. Adultos y niños llevaban su diez dorado a la espalda. Imitaban su señal de la Shaka. Hasta que, repentinamente, su luz se apagó. Su magia se quemó. Y, de él, solo quedó un recuerdo fugaz de su fútbol en la retina del que lo vio.

Durante los años que Ronaldinho brilló, fue amo y señor de las Ramblas. Todos los dibujantes y caricaturistas tenían su retrato. Primero, le perfilaban las enormes paletas, un poco torcidas, en el centro de la cara. Luego los labios, rojos y muy carnosos. El mentón afeitado, bien marcado. Los ojos achinados. Unas enormes orejas, la izquierda perforada por un diamante. El pelo, engominado hacia atrás. Los rizos de la coleta cayéndole sobre los hombros. El potente cuello, rodeado por una enorme cadena plata de la que colgaba una gran R engarzada con diamantes. Y, al final, le pintaban el escudo del Barça sobre el corazón.

En la Rambla, no solo le dibujaban. También le imitaban. André Porto, brasileño como su ídolo, cada día se vestía de corto, con el diez de Ronaldinho a la espalda. Se ataba las bambas. Se pintaba la cara, se ponía una peluca y se calzaba la cinta en la cabeza. Así se plantaba en medio de la Rambla. Enseguida, se arremolinaban los turistas a su alrededor. Fotos. Vídeos. André -ya transformado en Dinho- dejaba caer el balón sobre el empeine, y comenzaba la magia. Las virguerías. Los toques imposibles. Durante su espectáculo, la bola no tocaba las baldosas ni mientras subía a una escalera. Se decía por las Ramblas que el verdadero Ronaldinho, al oír hablar de su doble, le invitó a una de sus célebres fiestas en su casa.

En las Ramblas, hasta se bautizó un tipo de atraco con su nombre: «el robo Ronaldinho». Todo un clásico en el barrio. Se practicaba sobre todo con turistas, de madrugada. Una sombra los abordaba en una esquina. Les hablaba de fútbol. Una broma por aquí, otra por allá y, de repente, simulaba hacerle la zancadilla a uno de ellos. Se producía el barullo, la confusión. Un toquecito por aquí, un toqueteo por allá. Si había suerte, la sombra se alejaba de los turistas con la sonrisa pintada en la boca y la cartera a buen recaudo en el bolsillo.

El anuncio

Conocí a Ronaldinho Gaucho en 2005. Como muchos de los personajes de Bolaño, yo había ido a buscar suerte a Barcelona al terminar mis estudios universitarios en Salamanca. Allí no encontraba trabajo, y un amigo me dijo que viniera a Barcelona para trabajar en la hostelería. Me enchufó en un hotel de tres estrellas como recepcionista de noche. Aquel fue mi primer trabajo: pasarme las noches solo, en silencio, leyendo y bebiendo un café tras otro.

Meses después, conocí a uno de los muchos vecinos de la zona que tomaba café en el hotel. Era dueño de una empresa que conseguía extras para películas o anuncios. Cuando necesitaba gente de nuestro perfil, nos preguntaba a los trabajadores del hotel si queríamos sacarnos un sobresueldo haciendo de extra en tal o cual película. Como sabía que yo jugaba al fútbol, cuando salió lo del anuncio, fui al primero que le dijo de ir. Era para una compañía de teléfonos móviles brasileña. Se trataba de un anuncio, no de una película, así que habría un casting para decidir quiénes lo harían. Necesitaban a tres. No me aseguraba que me cogieran. Vestirían a los extras de futbolistas y actuarían en un escenario que emularía el vestuario de un equipo de fútbol. En cuanto me lo explicó todo, lo primero que le pregunté fue: «¿Sale algún futbolista famoso?». Y él respondió: «Uf. No sé. Creo que un tal... Ronaldinho». Y yo: «¿Ronaldinho?». Y él: «Creo que sí, ¿por?». Y yo: «¿No sabes quién es?». Y él (indignado): «No. El fútbol, cuanto más lejos, mejor».

Debía de ser de las pocas personas en Barcelona que no sabía quién era Ronaldinho Gaucho. Aquel año había sido su segunda temporada en el Barça. El astro brasileño había dejado muestras de su calidad, aunque sus dos mejores años estaban por llegar. Todavía no había ganado ninguna Liga. Todavía no había ganado ninguna Supercopa. Todavía no había puesto en pie al Bernabéu. Pero ya era el referente del Barça de Frank Rijkaard y su fútbol maravillaba allí donde lo veían.

Aunque dije que era del Madrid, pasé el casting. Estaba entre los tres elegidos. Nos citaron, la semana siguiente, en las instalaciones de las piscinas olímpicas de Montjuich. Allí se grabaría el anuncio.

Fui sin dormir. Salí de trabajar a las siete de la mañana y una hora después entraba en los vestuarios de las piscinas. Había dos cámaras, chicas de sonido y de maquillaje. Me presentaron a mis compañeros: dos chavales más o menos de mi edad que esperaban sentados en el banco. Nos miramos como diciendo: ¿Dónde está Ronaldinho? Pero ninguno preguntó. Nos dieron camiseta, pantalón corto y medias. No hacía falta ponerse botas, nos dijeron, porque los pies no saldrían en plano. Cuando estuvimos vestidos de corto, nos peinaron. A mí trataron de maquillarme las ojeras. Luego nos dijeron que comiéramos algo y, después del almuerzo, nos dieron las instrucciones: por dónde nos moveríamos, qué gestos debíamos hacer, dónde mirar. Estuvimos practicando nuestros movimientos durante un rato hasta que, más o menos, estuvieron dominados. No era difícil: nos movíamos de espaldas a la cámara, abriendo unas taquillas, cogiendo una pelota y saliendo del vestuario. Se suponía que, en primer plano, estarían el actor principal y Ronaldinho.

Pero ellos dos no aparecieron hasta la tarde. Primero llegó el actor, de quien no recuerdo el nombre. Era bajito, cuarentón, regordete y muy simpático, aunque allí nadie entendía muy bien lo que decía. Nosotros matábamos la espera dando toques a un balón que había por allí, enviando mensajes a los colegas o echando un cigarrillo afuera. Allí estaba yo, el piti en una mano y el tercer o cuarto café del día en la otra, cuando vi cómo aparcaba la reluciente furgoneta negra de cristales tintados. Tiré el cigarrillo, me bebí lo que quedaba de café de un trago y entré corriendo. Mis dos compañeros, tumbados en el banco de madera, se morían de asco esperando. Les dije que ya venía y se enderezaron de golpe. Iba a entrar O'Rei.

Cuando entró, fue como si el tiempo se detuviese. Una cinta le coronaba con el logo de R10 bordado con hilo de plata. Iba, como nosotros, vestido de corto: camiseta amarilla, como la de la canarinha, pantalón y calcetines blancos. La cadena que llevaba al cuello impresionaba más en vivo que vista a través de la televisión. Como si pesase dos o tres veces más. También sus piernas impresionaban muchísimo más en directo. Cuando le veías saltar al campo en la tele, no parecía de los futbolistas más grandes. Pero era enorme, como si la habitación donde estábamos le quedase pequeña. Sus piernas, ciclópeas, cada músculo cincelado a conciencia. Lo único que me decepcionó fueron sus paletas: no eran ni tan monstruosas ni tan deformes como las pintaban.

Dicen que son las pequeñas acciones las que nos definen. Ronaldinho, que en aquel momento despuntaba como crack a nivel mundial, quedó retratado en su primer gesto. Antes de saludar a nadie, se acercó a los tres que llevábamos todo el día disfrazados de futbolistas. «Primero, futbolistas», dijo dando una palmadita en el hombro al actor. Nos chocó la mano uno a uno, sin dejar de sonreír. A cada uno nos dijo, como si no lo supiéramos: «Soy Ronaldinho». Las dos palabras parecían escaparse entre las paletas, al tiempo que añadía: «Ronnie para los amigos».

miguel ángel ortiz olivera
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