Tomás Salvador, dos atracadores y un futbolista

Corría el año 1955 cuando Tomás Salvador publicó Los atracadores. Entre los acontecimientos más significativos de aquel año, España ingresaba en la ONU y se terminaba el aislamiento que, hasta la fecha, habíamos sufrido por parte de Europa a causa del régimen franquista. Minucias políticas. Aquí lo que interesa es el fútbol. A nivel Europeo, ese año nacía la Copa de Europa, y el balón volvía a unir a un continente que las armas habían dividido con un telón de hierro. Comenzaba una época dorada para el Real Madrid de Di Stéfano, que se coronaría campeón cinco años seguidos. A nivel doméstico, arrancó el vigésimo quinto campeonato de Liga que coronaría al Athletic de Bilbao como campeón y supuso su primera participación en la Copa de Europa. Los leones ganaron con un solo punto de ventaja sobre el Barça que, a tres jornadas del final, comandaba la clasificación. El trofeo Pichichi fue para Di Stéfano con 24 dianas, y el Zamora, para Ramallets, curiosamente, con el mismo número de goles encajados que había convertido di Stéfano.
En 2014, la editorial Salto de Página reeditó Los atracadores. Dejando a un lado su incuestionable calidad literaria, la novela destaca por otra cualidad: la utilización del fútbol para caracterizar a uno de los personajes, y como decorado de la escena final. Después de las novelas pioneras de Bugallal, Zunzunegui y Wenceslao Fernández Flórez, Tomás Salvador retomaba el tema del balón y precedía al boom de los años 60, cuando el fútbol y la literatura al fin afianzaron su relación en España. Puede sonar a poco con el actual florecimiento de novelas futbolísticas, pero en 1955 el fútbol y la literatura casi se repelían. El deporte del pueblo todavía no había calado en los intelectuales. Como si la sombra de Borges se cerniese sobre todos los escritores, la pelota se pinchaba si botaba sobre los renglones de una buena novela.
Javier Sánchez Zapatero afirma en el prólogo:
«Con Los atracadores -publicada originalmente en 1955 y llevada al cine en 1962-, Tomás Salvador demostró que era posible escribir novela policíaca en España durante la dictadura. De ahí que hoy, cuando el género ha conseguido integrarse en el canon y salir de su tradicional ostracismo, sea necesario -y de justicia- volver a los orígenes, recordar su nombre y recuperar obras como ésta».
Más allá de estos méritos, Tomás Salvador ganó prestigiosos galardones literarios como el Planeta, el Nacional de Literatura o el Ciudad de Barcelona. Sin embargo, encontrar hoy sus novelas en las estanterías de una librería es toda una odisea.
En los años del tedio, fue un innovador en muchos sentidos: sentó las bases sobre las que descansan los actuales thrillers; penetró, como el policía que fue, en lo más profundo de la psique del asesino; indagó las causas de la violencia, rastreó sus motivos. Fue, además, un transgresor, fiel a un estilo propio, sin filtros ni juicios, cercano en lo crudo y directo al de su colega Francisco Candel, al que, por cierto, escondió en su casa cuando se montó el follón por la publicación de Donde la ciudad cambia su nombre. A todo esto, hay que sumarle otro mérito a Los atracadores: incluir el fútbol en la narración sin obedecer al cartel de Prohibido jugar al balón que colgaba de las portadas de los libros.
También es transgresora la novela por otra razón: se acerca al fútbol de barrio, a los campos de tierra, a esos futbolistas en los que las aspiraciones por triunfar se van apagando. En un fútbol cada vez más profesionalizado, la edad por llegar al sueño se acorta. Si un futbolista no había dado el salto a temprana edad, se le complicaba el camino hacía la gloria. Por eso, los personajes buscarán el dinero por otra vía que se propagaba en las grandes ciudades como la peste de la modernidad: los atracos.
El equipo de los Corteses
«La banda de los Corteses», ese es el nombre del equipo de atracadores de Tomás Salvador.
La alineación: con el número TRES, el capitán, Vidal Ayuste, el Señorito, estudiante de Derecho, de familia acomodada que, como buen capitán, reclutará al resto de miembros de su plantilla y les manejará como marionetas. A sus órdenes, fiel y sumiso como un perro, el número DOS, el Compare Cachas, desclasado y repudiado que sobrevive en el metro y en los bancos de las Glorias. Finalmente, con el número UNO, debuta en la banda el Chico Ramón, futbolista amateur y peón de fábrica, que será el físico, el músculo, la tierna inocencia que se convertirá en brutal violencia.
Esta banda de tres -como la Santísima Trinidad- es el equipo ideal según el Señorito: «Es el número más perfecto que existe; ver, oír y callar; arriba, abajo y en medio; pensar, ejecutar y ocultar; sorprender, conquistar, conservar [...] Y yo, en el centro, con una mano derecha y una izquierda». Actúan en los solares de Tierra Negra, «un trozo de la anteplaya, en el puerto franco, detrás del Paralelo, refugio de maleantes y de busconas, ladrones de carbón e invertidos»;un barrio de los arrabales de Barcelona, ciudad donde la plaga social de los atracadores constituía una amenaza. Al principio, juegan pachangas: asustan vagabundos y viejas, propinan alguna paliza, sorprenden parejitas. Sus tácticas de ataque, a medida que obtienen victorias en atracos a cines y farmacias, se irán tornando más violentas.
Lo mismo que el juego de Chico Ramón en el campo de fútbol. A Chico Ramón «le sobraba tiempo para chutar en algún solar o en el propio campo de la Nevín, con otros aprendices. Pertenecía a la Asociación Deportiva Carranza y era preciso estar en forma. Tenían partidos de segunda regional todos los domingos por la mañana». Su sueño era el muchos chicos: que un patrón, o el propio Samitier, se fijase en él y le fichara para su club. Su entrenador, Míster Penalty, sabía que son muchos los peldaños y que muy pocos alcanzan el sueño:
«Podría llegar a ser una figura, pero como tenía ya dieciocho años, probablemente no tardaría en pasarse, o necesitaría todo su tiempo para sacar adelante su cochina vida. Generalmente los aficionados se desanimaban o se marchaban a un club de mala muerte cuando cumplían los veinte años. Era la edad peligrosa. La edad de las mujeres, de las ambiciones, de la impaciencia».
De esa idea se aprovechó su nuevo entrenador, el Señorito, para ficharle en su equipo de atracadores. Miraban jugar a unos chavales cuando dijo: «El deporte es el opio de los pueblos». Chico Ramón se ofuscó y, al verlo, el Señorito añadió:
«Juegas bien, no te enfades; pero te falta un buen padrino. [...] Tantos años de jugar en terreno sin hierba endurece al jugador, le quita flexibilidad. Es una edad muy adelantada la tuya para empezar a adaptarte a un buen campo, y más considerando que aunque ascendieras de categoría esto no podría ser repentinamente. Habrías de ir pasando a categoría nacional, por lo menos, a Tercera División, a Segunda. Total, con suerte, tres o cuatro años más».
Sin que Chico Ramón se diese cuenta, las palabras del Señorito ya estaban royendo las entrañas de su sueño.
Tras esa conversación, Chico Ramón cambió radicalmente: «Se creían que jugar al fútbol era importante. No sabían lo que había pasado». Dejó de confiar en Míster Penalty. A sus ojos, el que fuera su entrenador se trasformó en un «badanas que ni era entrenador ni era nada, porque si hubiera sido entrenador de verdad no estaría en un equipo de barrio». En los partidos, Chico Ramón jugaba disperso, incluso lesionó a dos contrarios.
Míster Penalty le contó que él lisió a un adversario y todavía se arrepentía; pero a él ya no le conmovían los sentimentalismos, solo pensaba en ganar. Míster Penalty, entonces, le contestó: «Hay algo más importante que ganar. Y es jugar. ¿No comprendes la tremenda importancia de esta palabra? Jugar, jugar, jugar...». Pero Chico Ramón ya no le escuchaba, solo atendía a las traicioneras palabras del Señorito: «Me parece que muchos entrenadores se olvidan de que los contrarios también juegan».
El Señorito, sin que él lo supiera, solo tenía un objetivo en mente, una jugada: «la destrucción de aquella deportividad, el fair play inglés» de Chico Ramón.
El último partido
Aparte del duelo de entrenadores, en la novela el fútbol funciona como decorado. Será en un campo de regional donde estallará el clímax que ha ido in crescendo página a página.
Aquella mañana de partido, la madre de Chico Ramón le lustraba las botas. Su hermana y su padre iban a ir a verle jugar. También el Señorito y Compare Cachas. Míster Penalty les había aconsejado, el día antes: «No llenar demasiado la barriga. Tomad mucho azúcar y pocas grasas. Y cuidado con el café, es un doping». Horas antes del encuentro, se reunieron en el bar donde el club tenía su sede. Allí les esperaba la camioneta en la que se desplazaban hinchas, jugadores y familiares a los campos contrarios. En la previa del partido, las promesas de los aficionados -«Café y copa por cada gol que metas»- se mezclaban con la ilusión de los niños que revolotean entre las piernas de los futbolistas. Ya en los vestuarios, Míster Penalty les dio las últimas consignas antes de saltar al campo.
Cuando llegaron a la grada, el Señorito y Compare Cachas vieron que «los equipos ya estaban en el campo, calentando los músculos y pateando balones frente a las respectivas porterías. En los graderíos, sobre todo en la parte de sol, había mucha gente. El campo estaba en una hondonada y tenía hierba, cosa rara en equipos de aquella categoría». Arrancó el partido. Aplaudieron cada jugada de Chico Ramón que, «con la camisola y el calzón, parecía más pequeño, más fuerte». Estaba cuajando un gran partido y «no pasaba un minuto sin que de una forma u otra interviniera en la jugada». Hasta que recibieron un desafortunado gol en contra.
El partido empezaba mal, pero en el fútbol se puede empezar perdiendo y acabar ganando. Otra cosa es en la vida, como intuyó Chico Ramón al verles entrar: «Tenían un aspecto inequívoco. Pudieran ser cualquier cosa, pero no eran espectadores de fútbol. Conocía a los espectadores de fútbol». Aunque el árbitro aún no había pitado el final, el partido había terminado para el equipo de los Corteses.
