Un Nobel y once cuentos de fútbol

03.06.2015

En 1989 Camilo José Cela ganó el Premio el Nobel. Esa campaña se conmemoraban los 50 años del Atlético Aviación, y Cela fue invitado para hacer el saque de honor en el partido que enfrentaba al Atlético de Madrid y el Athletic de Bilbao. Aquel momento, El saque de Cela, fue transformado en cuento por Francisco Umbral y, más tarde, Jorge Valdano lo recogió en la antología titulada Cuentos de fútbol 2.

Desde su infancia, cuando Cela jugaba al balón con sus compañeros del colegio Jesuitas de Bellas Vistas, en Vigo, pasando por los partidos de adolescencia en los Escolapios de Madrid, el fútbol siempre estuvo presente en su vida. Su padre, no en vano, fue fundador de El Fortuna, club que años después se fusionó con el Vigo para crear el Celta; colores que siempre paseó con orgullo allá por donde fue, como dejó claro en su poema Viaje a USA:

«Don Camilo en aeroplano
se va para Nueva York.
Su señora lo despide
con grandes muestras de amor. 
(...).
El patriotismo le bulle
entre el bazo y el riñón:
es una cosa muy rara
que no tiene explicación.
¡Viva España y La Coruña,
y los pimientos de Padrón!
¡Que viva el Celta de Vigo
y don Jorge Guasintón!».

Para Cela, el fútbol representaba lo popular, lo castizo, la vitalidad, la fe ciega, y no dudó en convertir estos sentimientos en palabras. En su vasta obra, metió la pelota en todos los géneros: decenas de artículos periodísticos, sobre todo en el periódico Arribay La Voz del Sur; un relato, Noventa minutos de rebotica, y los Once cuentos de fútbol.

«El intelectual debe interesarse por todo lo que está vivo, y el fútbol lo está», dijo el 7 de diciembre de 1963, en la presentación de Once cuentos de fútbol. Defendió el deporte rey ante los que no lo consideraban un tema suficientemente artístico. «El fútbol embrutece sólo al que ya viene bruto de su casa». Sus once cuentos, en los que el fútbol es un elemento tangencial para el despliegue de su narrativa costumbrista, fueron traducidos a varios idiomas aunque, con los años, quedaron relegados al olvido. Un olvido del que merece la pena rescatarlos, levantando de nuevo el telón, para que desfilen los personajes surrealistas con los que Cela representó, como pocos, la comedia del fútbol.

¡Que comience la función!

Mamotreto primero. La lonja

La RAE define «lonja» como el «edificio público donde se juntan mercaderes y comerciantes para sus tratos y comercios». Esos son los personajes que nos presenta Cela: presidentes de clubes de fútbol o, lo que es lo mismo, mercaderes, trapicheros o esclavistas. Cela, sin embargo, avisa al lector: «Aquí no se engaña a nadie y el que quiera jugar que juegue».

El primero en aparecer es Quincio Toledo, «patrón de pesca de un club de posibles, que lleva ya hechos, lo menos, doce viajes al fin del mundo con el propósito de fichar a Pipí y a Popó, la Perla Negra y el Diamante Negro». No se le queda a la zaga don Teopempo en el arte del tratillo: «donde pone la mano brota oro». Don Teopempo, alias Pichón, «naviero, rotario, esclavista y diabético», «amasó una fortuna muy considerable embalsamando futbolistas, que después vendía en Hong Kong o detrás del telón de acero». Embalsamados, qué duda cabe, no se devalúa su precio. El tercer presidente en llegar a la lonja es don Leufrido de Escodinas y Orpí, dueño del anhelado «carnero de oro», ese jugador al que conviene cuidar de catarros y lesiones para que el negocio siga prosperando y generando rentas. Por eso don Leufrido puede llegar tarde: él no necesita mercar jugador.

Estos tres presidentes respetan solo una ley: «importar futbolistas como quien importa motores diésel y exportar futbolistas como quien exporta agrios o derivados». El único objetivo es fichar al carnero de oro, y como de carneros va el asunto, hay que tener muy claro que:

«Lo que en los toros se llama casta, en los futbolistas es clase. Hay toros con casta, mucha casta, y futbolistas con clase, mucha clase. Otros, en cambio, son ganado morucho, carne de matadero, reses de saldo y liquidación por fin de temporada».

Mamotreto segundo. La suerte

En el segundo bloque de cuentos, Cela analiza la figura del futbolista; figura que, por momentos, se asemeja a la del héroe griego, «un héroe de mucho sentimiento y de inclinaciones tiernas y poéticas». Cela presenta al futbolista como un guerrero, el partido como combate y el terreno de juego como campo de batalla.

Son tres los personajes que salen a escena para representar al personaje central de la tragedia futbolística. Bajo los palos, Dominico Fernández, «el defensor de la portería del equipo de fútbol de la ciudad: el defensor de la ciudad», que la defenderá hasta con su vida si hace falta. Esto es: «defender jugando, como jugaban los griegos sus guerras (todavía nobles y atléticas e ingeniosas)». En la delantera, Sancho Adaja, «el Mozo, que no puede jugar al fútbol sino a la sombra de las murallas; cuando lo meten en un tren y lo llevan, por España adelante, a jugar en otros escenarios, a Sancho Adaja, el Mozo, le zurra la nostalgia y no acierta». Es Sancho uno de esos futbolistas que solo rinden en campo propio, alentados por su afición. Sabido por todos es que «hay guerreros muy valerosos y muy esforzados, que no saben pelear si no es a la propicia sombra de los ojos amantes». Finalmente, el extremo izquierdo es la posición de Exuperancio Expósito, héroe del Asilo F.C. que «esconde un alma de mansa mariposa tras su fiero aspecto». Es tuerto, pero su desgracia no acaba ahí: tiene un garfio que, cuando toca el balón, los árbitros le pitan mano.

En definitiva, para ser un gran guerrero en la batalla del fútbol hay que tener medida:

«Es ley de jugadores, y tan malo es pasarse como quedarse corto. Ni los ciempies ni los cojos pueden jugar al fútbol (aunque sí pueden aplaudir y arrear leña en el tendido)».

Mamotreto tercero. El potro

El futbolista, para su desgracia o beneficio, practica un deporte desmemoriado. Puede ser héroe un domingo y, al siguiente, sucederle como a Harinita: ser lanzado al aire como un perro por carnestolendas, por fallar un penalty. «¡Así aprenderá a afinar la puntería!», sentencian sus compañeros de equipo. Harinita es el mejor de ellos: buen chut, habilidoso regate y, además,«verdugo en los penaltys, el fiero y frío ejecutor de la pena de muerte en el fútbol». Sin embargo, todas sus cualidades se olvidan de un plumazo cuando falla. Como sentencia Cela: «El de futbolista es un oficio azaroso, de premios y castigos inusuales». No hay que olvidar, además, que el futbolista es «un triunfador al que no se le perdona que triunfe. La gloria tiene sus exigencias, sus caprichos y sus duros portazgos».

Por eso, quizás, los únicos destinados a triunfar sean los protagonistas del siguiente relato, los porteros del Waldertrudis Pucará F.C., «equipo que llevando hasta sus últimas consecuencias las tácticas defensivas, jugaba con dos porteros: Teógenes, portero derecha, y Teogonio, portero izquierda». Solo cuando las dos caras del futbolista se unen es posible alcanzar el éxito. Cada portero representa un envés de la moneda: uno la locura, necesaria para arriesgar en las salidas, el otro, la sobriedad en el uno contra uno. «Nosotros dos formamos una multitud, y mientras así sea, no nos mete un gol ni Napoleón Bonaparte».

El único que tiene que cumplir su papel en estricta soledad, dentro de la tragedia futbolística, es el árbitro. Puede pagar caras sus decisiones, como le sucede a Minervino Caeymaex Cabrilla, «alias Gazapo, árbitro de fútbol que colgó el paisanaje municipal [...] Pitó un penalty al equipo de casa y pagó su osadía con la vida». El árbitro decide solo, pero rodeado de «esa multitud que ruge, y patalea, y echa espuma por la boca, y pide (indefectiblemente) la cabeza de alguien (por regla general la del árbitro)».

Mamotreto cuarto. El azar y la soledad

Si es imposible conocer las fronteras de la verdad, ¿qué queda? Quizás el azar, ese con el que juega el Brigadier Sargatanas, que maneja la suerte del 1-X-2 «como nadie y, con su señuelo, recluta almas cándidas para celebrar la cruel hoguera que no cesa». Una de esas almas cándidas es la de Victuro Benicolet Cantueso, aficionado al fútbol que «falleció con una quiniela de catorce resultados escondida en el bubón»; un bubón en la cabeza que, curiosamente, tenía las mismas medidas que un balón de reglamento.

Reflexiona Cela: «Es raro, pero no imposible, que la larva de la muerte habite bajo el banderín del córner, enterrada al pie del mástil del gallardete que señala el córner».¿No es ese un buen sitio para la muerte? ¿No lo es cualquiera? ¿No muere cada lunes, terminada la jornada, el aficionado? ¿No espera, muerto en vida, a que llegue la siguiente?

«Varios cientos de miles de españoles, a lo mejor varios millares de miles, salen los lunes precipitadamente de sus casas, atropellando a los viejos y sin despedirse de la mujer ni de los niños, incluso sin desayunar siquiera y hasta sin lavarse, para cazar a tiempo el codiciado pajarito que dicen la Hoja del Lunes».

¿Qué queda entre muerte y muerte? Quizás el periódico deportivo en el que el aficionado envuelve su renovada ilusión.

Los cuentos de Cela hablan de un fútbol que se edulcoraba con ponches de jerez y huevos batidos, en los descansos, para que los jugadores atinaran con más puntería en la segunda parte. Un fútbol que se jugaba los domingos después de misa y se comentaba pasando las páginas de la Hoja del Lunes, saboreando «el pasto espiritual que ha servirles de sustento durante toda la semana».

Toda representación tiene un final. Llegados a este punto, solo queda bajar el telón y dar por terminado un partido tan surrealista como la vida misma.

«¡Se acabó el Sainete!», que diría Rabelais.


miguel ángel ortiz olivera
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