Un pelotón en la cabeza de Unamuno

19.11.2016

A pesar de contar con la aprobación real, y de convertirse en el sport más popular de las clases trabajadoras, no todos en España vieron con buenos ojos el desembarco del deporte rey. Ni siquiera el esfuerzo de la Institución Libre de Enseñanza por integrar el deporte en la vida cotidiana, convenció a muchos intelectuales de sus ventajas. Entre ellos, el poeta Antonio Machado, que, en la infancia, había recibido la educación de la ILE. Su personaje más famoso, Juan de Mairena, afirmaba: «Siempre he sido enemigo de lo que hoy llamamos, con expresión tan ambiciosa como absurda, Educación Física». Aunque ejercía de profesor de Educación Física, el alter ego de Machado consideraba el deporte como algo estéril, que se esfumaba una vez acabado el juego. Además, en su opinión, aquellos deportes tenían un lado más oscuro, una parte que alababa intrínsecamente la lucha: «Se juega a pelear, se pelea jugando», escribió. «Eso lo saben hacer los ingleses mejor que nadie».

Aunque escribió artículos en As, Campeón, El Mundo Deportivo o El Espectadordefendiendo el homo ludens, Ortega y Gasset advertía que el culto al cuerpo, por si solo, era algo pueril y transitorio. Y afirmó: «Está bien alguna dosis de fútbol, pero ya tanta es intolerable». El fútbol, cada temporada, reclamaba más espacio en los principales diarios. Las esqueléticas reseñas crecían con los partidos, y de apuntar los resultados y las alineaciones, se pasó a alabar en varios párrafos el juego de los asesdel balón. Las publicaciones especializadas se reproducían como setas en los quioscos. Los lunes solo se hablaba del partido de la tarde anterior, y el resto de la semana, se hacían cábalas del siguiente. El fútbol se había convertido en uno de los principales signos de modernidad, en la sociedad española. «La prueba está en los periódicos», escribió Ortega y Gasset, «que por su naturaleza misma son el lugar donde más pronto y más claramente se manifiesta todo lo falso de una época».

Ramón y Cajal, el científico más notable del momento, fue escéptico ante el sport. En su obra El mundo visto a los 80 años, afirmó que su práctica abusiva conllevaba un desarrollo muscular excesivo, y esto, a su vez, desembocaba en violencia y en una menor aptitud para el trabajo intelectual. Los deportes que llegaban del otro lado de los Pirineos eran muy snobs y, en su opinión, solo arrinconaban a los bolos, el frontón o la barra viril, deportes verdaderamente castizos. «En desquite», escribió, «se han desarrollado monstruosamente, con esa furia inconsciente con que el español acoge las frivolidades extranjeras, los innumerables ejercicios ingleses».

En las dos primeras décadas del siglo XX, el fútbol pasó del más puro y romántico amateurismo a convertirse en un espectáculo de masas. De jugarse contra marineros ingleses a que cada aldea tuviera su propio club. Los futbolistas, de campesinos, pasaron a considerarse héroes por el mero hecho de empujar el pelotón hasta la red. Ahí, según Ramón y Cajal:

«En la idolatría del pueblo hacia ciertos campeones afortunados, consagrándolos como héroes sin reparar que no se contentan con sencillas coronas de laurel u otras distinciones honoríficas, sino en opulentos honorarios de profesionalismo». Y añadía: «El mal ejemplo cunde. Todos aspiran a ser profesionales bien remunerados».

Miguel de Unamuno compartía su opinión: el espectáculo de masas en que se convertía el fútbol, lo desvirtuaba como deporte. Tampoco le agradaba el aroma europeizante que desprendía el moderno sport. Muchos males patrios, según él, venían del otro lado de los Pirineos. En 1923, escribió en Los Deportes: «Muchos jóvenes se preocupan sólo del balón y de los partidos en lugar de cultivar, junto al cuerpo, el espíritu». No lo veía del todo claro: la violencia se escondía en los estadios, el patriotismo tras los escudos, la verborrea se desbordaba en las páginas de revistas especializadas y la vanidad cegaba a los ases del balón. Pero, sobre todo, le horrorizaba lo que bautizó como deporte contemplativo: «Esa aberración, esa derivación pasiva, no sirve absolutamente para nada y sólo una cosa ayuda a desarrollar, y es la grotesca vanidad del profesional del deporte». El afán de relatar, una y otra vez, lo acontecido en los partidos, se había convertido en el deporte preferido del «aficionado footbollístico que no da patadas al pelotón pero acaba por convertir en un pelotón su cabeza a fuerza de discutir jugadas y jugadores».

Aquel sport importado de Inglaterra ponía en peligro de extinción la tradición nacional. Las ortigas devoraban frontones y boleras. Los zagales ya no se entretenían cortando troncos o segando los pastos.

«La Hispania chiquillería», escribió Unamuno, «juega al balón y juega tras él frenética, asustando perros y haciendo caer viandantes desprevenidos. Voces de extraños idiomas pronunciados por escolares de siete años y aún por golfos de arroyo. Chuta, gritan a un campeón de cabeza rapada sus compañeros de equipo».

Palabrejas inglesas resonaban en todos los descampados de España, al son de los botes del pelotón. El crecimiento del fútbol amenazaba, incluso, el primer puesto que ostentaban las castizas corridas de toros en el ránking de entretenimiento patrio. Unamuno, viéndolo, se lamentaba, no tanto por los toros: «Si al menos tuviéramos un Píndaro que cantase a los grandes jugadores. Pero la literatura que el football provoca es tan ramplona como la que provocan las corridas de toros».

miguel ángel ortiz olivera
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