Una temporada muy literaria

02.03.2020

A finales de la década de los cuarenta, ya no había dudas: el balón le ganaba a los toros el partido por goleada. El fútbol se había convertido en la nueva fiesta nacional. El opio que más gustaba al pueblo. Los héroes ya no lucían capa y espada, sino botas y guantes. Ya no brillaban en la arena por sus trajes de luces, sino por sus goles. Y los cronistas se acercaban a los estadios para narrar aquel cambio sociológico. La última campaña de esa década tuvo dos espectadores de lujo; dos escritores que, hasta entonces, solo habían tenido ojos -y adjetivos- para los toros: el escritor Wenceslao Fernández Flórez y la periodista Josefina Carabias. Ambos acudieron a Chamartín y el Metropolitano, pero sus visiones sobre el fútbol no tuvieron nada que ver.

Un hombre de toros, al estadio

Wenceslao Fernández Flórez se tomó el fútbol con guasa. Solo había que ver a su quijotesco personaje, Héctor Pelegrín, embutido en un ridículo jersey rojo de chándal y con unos pantalones cortos que dejaban al descubierto sus escuálidas canillas. Ni siquiera el poblado bigote -al estilo de los viejos sportmen- le otorgaba la virilidad suficiente para que lo respetaran sus alumnos de Educación Física.

El sistema Pelegrín, publicado en 1949, combinaba humor y fútbol: como al famoso hidalgo, a Pelegrín se le tuercen todas las aventuras, sobre todo las futbolísticas. A pesar de esforzarse por crear un equipo competitivo con sus alumnos para enfrentarse con otro colegio, el día del crucial partido, una turba enfurecida termina persiguiéndole para afeitarle el bigote porque ha ejercido de árbitro y ha anulado un gol clarísimo al equipo del colegio rival. Entre aventura y desventura, no obstante, Pelegrín reflexiona con acierto sobre el fútbol: "En todo partido hay dos pugnas: la que se ve en el terreno del estadio, con jugadores de carne y hueso [...] y la que no se ve", piensa. "Esta última es la verdaderamente epopéyica y extraordinaria, risible y penosa a un tiempo: la de las almas".

Aunque el fútbol había entrado en la órbita de la novela antes de la guerra -el propio Wenceslao Fernández había publicado El ladrón de glándulas en 1929-, los intelectuales le dieron la espalda durante el franquismo. La dictadura se apropió del balón y, en los círculos sociales, se miraba con recelo a los escritores que acudían al estadio. Pero no fue su caso. Wenceslao Fernández decidió ir, durante una temporada, a Chamartín y al Metropolitano para constatar que el fútbol se había convertido en el fenómeno social más importante. Aunque lo suyo eran los toros: "Es peor que el de los toros", escribió sobre el público la primera vez que pisó un estadio. "Es injusto, apasionado, esclavo de sus devociones, intransigente y propenso al insulto y hasta a la agresión".

Publicó sus disparatadas impresiones en una serie de artículos reunidos en De portería a portería, donde explicó el fútbol con la lucidez del que lo ve por primera vez a pesar de que -como él decía- comentarlo le sobrecargase el encéfalo. No soportaba que le echasen el humo del puro en la cara. No retenía los nombres de los futbolistas. Tampoco distinguía entre escudos o camisetas. Ni tan siquiera entendía la estúpida regla del fuera de juego. Pero, tras un par de partidos, se dio cuenta de cuál era la verdadera esencia del juego: "El balón representa una riqueza" escribió.

Le enorgullecía haber recibido cartas de futbófilos ingleses que coleccionaban sus textos, pero los halagos del público no influyeron en sus opiniones: "La pasión futbolística es un acento colocado en alguna sílaba de la decadencia de nuestro siglo", aseguró.

Leer artículo completo en revista CTXT febrero 2020 


miguel ángel ortiz olivera
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